Hay que sonreír en las fotografías y así lo hacemos casi siempre cuando nos fotografiamos con el grupo: la familia, los amigos, los colegas. Parece que la sonrisa es condición obligatoria –sine qua non– antes de que asome «el pajarito» por el objetivo de la cámara. Raro es el serio, el indiferente, el estático. Casi siempre apreciamos la sonrisa abierta, el rictus o, en todo caso, el esbozo labial que simula un instante de contento. Son gestos automáticos, sonrisas alzadas sobre andamios, un descorche de burbujas gratuitas para la posterioridad.
Luego están los que sacan la lengua, los que estiran el pulgar o alzan los brazos con las manos llenas de cuernos. Gestos repetitivos que se van copiando unos a otros como si fueran el summum de la originalidad. Los vemos a diario.
«¿Algo que alegar?» –me pregunta el fotógrafo.
Me pongo en su encuadre y, mientras aguardo el «disparo», dejo caer una sonrisa fosilizada sobre los objetos.