MORARÁ EL LOBO CON EL CORDERO

Sobre utopías y distopías

por Julián Moral

Foto Zac Durant

El ser humano es capaz de imaginar mundos ideales en su afán de ordenar y significar su existencia individual y colectiva. Uno de esos mundos que imagina en la periferia de lo material y lo espiritual son las utopías: figuraciones ideales que, como el pensamiento mágico, tratan de adecuar la necesidad a la satisfacción.

El origen del significado de la palabra utopía está en la idea que concibió Tomás Moro de una isla llamada Utopía en donde no existían las diferencias y contradicciones de las clases sociales y donde sus habitantes elegían libremente a sus representantes y gozaban de enseñanza y educación gratuitas universales y laicas. Una isla (Utopía-sin lugar) de tolerancia, respeto, felicidad.

Pero la utopía está presente desde las antigüedades más remotas en el imaginativo pensamiento humano, como forma de escapar de la realidad para inventar mundos posibles o imposibles. Por ello, las vinculaciones entre paraísos perdidos, apocalipsis, elucubraciones milenaristas y construcciones utópicas (religiosas, filosóficas, sociales y políticas) son evidentes y en todas ellas subyace un sentimiento pesimista de la visión histórica y una añoranza de una supuesta perfección originaria.

En las utopías religiosas, en las que convergen el mito de los paraísos perdidos, el pagano de la Edad de Oro y el cristiano Reino de los Cielos de los tiempos finales, hay una dimensión escatológica y místico-mesiánica que se proyecta sobre posteriores utopías milenaristas (heréticas o no). La profecía utópica de Isaías,que, por un lado, conecta con el Paraíso Terrenal del Génesis y, por otro remite al Apocalipsis 20,1-6 y a las viejas y nuevas utopías milenaristas, tiene una fundamentación mágico-metafísico-cosmológica (resumida en tres versículos, Isaías,11,6-9) y es, quizá, la utopía que está más fuera de la razón: «Morará el lobo con el cordero y el tigre con el cabrito». En fin, el utopismo religioso depende de una fuerza sobrenatural: milagro, ayuda o intervención divina para una nueva cosmogonía universal o celestial.

La utopía filosófica tiene su fundamento y argumentación en los vínculos entre política y moral y en la bondad del legislador filósofo que subordina la primera a la segunda. Platón lo desarrolla en su obra La República o el Estado y es un punto de referencia para posteriores desarrollos utópicos.

Foto Rudy Issa

Desde el inicio de la modernidad aparece el pensamiento utópico político en diferentes versiones literarias: Tomás Moro y su Utopía; Montesquieu y la fábula moral de los Trogloditas; la Icaria de Cabet; la Oneida de Noyes; la Ciudad del Sol de Campanella. Utopías basadas en la armonía artificial cuyo eje sería la comunidad de bienes y la apelación al mito del «buen salvaje». Quimeras optimistas, algunas claramente irrealizables que, como también pusieron en sus reflexiones antiutópicas de B. Mandeville o J. Swift, terminan en distópicos futuros desalentadores e indeseables. Porque sobre el recorrido entre teoría y práctica siempre es posible la degeneración.

La utopía de A. Huxley en Un mundo feliz tiene ya que ver con la aportación científica al proyecto utópico optimista deseable pero difícilmente realizable en su formulación real por las propias contradicciones humanas. Por ello, podríamos considerar las distopías como una posibilidad probable de que las utopías terminen perversas o pervertidas.

Generalmente, las distopías son ficciones literarias que recrean mundos indeseables o desalentadores a partir de previos planteamientos utópicos supuestamente liberadores que terminan en coacciones totalitarias. La teoría político-social de una sociedad sin clases que plantea el marxismo es un modelo ideal que aspira a ser real, y George Orwel en su obra 1984 señala las consecuencias totalitarias que pueden devenir de este modelo. En opinión de Vázquez Montalbán, 1984 no sólo es una crítica o condena del estalinismo, sino «la expresión de un pesimismo profundo sobre la posibilidad de emancipación»; o quizá sobre la posibilidad de resolver el dualismo entre libertad y totalitarismo.

En un mundo sometido a un cierto determinismo cósmico y a fuerzas naturales y sociales en tensión, siempre existirá el peligro de deriva de los ideales y proyectos utópicos a distopías totalitarias, fundamentalistas o fanáticas controladas por los grupos y élites de poder de forma absoluta.

Habría pues que confiar en el «contrato social» democrático como justa delimitación entre lo utópico y lo posible para un mundo mejorable, no un mundo feliz.

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