¡QUÉ VEDO!

Segundo premio del III Certamen literario La Torre desde Quevedo

Placa situada a la entrada de la Casa Museo de Quevedo en Torre de Juan Abad

Se acerca a la puerta de entrada, algo despistado y envuelto en una capa aguadera, y se topa con una placa de mármol fijada a la izquierda:

AQUI VIVIO Y ESCRIBIO
EL GENIO DE LA LITERATURA
D. FRANCISCO DE QUEVEDO Y VILLEGAS
SEÑOR DE ESTA VILLA
DE TORRE DE JUAN ABAD

FUNDACION FRANCISCO DE QUEVEDO Y
AYUNTAMIENTO DE TORRE DE JUAN ABAD

«¡Qué vedo!», exclama con sus quevedos acaballados sobre la nariz helada. Y en su fuero interno se percata de que se han escamoteado cuatro tildes en la inscripción, que, tal vez, han ido a refugiarse en alguna posada o mesón de la villa a causa del frío acuciante. «Esto se lo he de escribir a don Sancho de Sandoval para que un emisario se lo lleve a Beas de Segura».


Ni en la travesía de los Alpes ni en la de los Pirineos había pasado «tan rabiosa destemplanza de frío como en este lugar» durante los inviernos. Saca una mano con una llave, apunta a la cerradura y, con dos vueltas, consigue abrir el portón. Una vez dentro, recapacita y se da cuenta de que ya solo es un ilustre fantasma y que, por lo tanto, lo de las tildes y la nariz gélida deben traerle sin cuidado. Su biografía está llena de recuerdos volanderos que persisten en las crónicas y en las sesudas parrafadas de algunos doctos.


Todo ha cambiado mucho desde entonces, porque ya ni siquiera escupe ranas a causa de las lluvias incesantes que enlodaban las calles, los caminos y los sembrados. Tampoco las enojosas goteras perturban sus sueños ni sufre pesadillas con los exorcismos del licenciado Calabrés al «alguacil endemoniado». Lo cierto es que le tiene más cuenta arrellanarse en su sillón frente a la escribanía y contar lo que de verdad está pensando. Moja la pluma en el tintero de cerámica talaverana y, ya entrado en calor y en materia, escribe: «Aquí se vive uno para sí mismo todo el día, y en Madrid ni para sí ni para otro». Era verdad que los vecinos le adeudaban diez mil ducados; que un callo en un pie lo postró con dolor y calenturas durante toda una Semana Santa y Pascua; que, en ocasiones, había mengua de pan y que tanta agua caída le había anegado la cueva de su casa y echado a perder unos cuantos libros. Todo eran aciagos recuerdos. Sin embargo, en La Torre siente paz y sosiego y calma para ser y escribir. Por eso, nostálgico y anhelante de metáforas e hipálages, recuerda el primer cuarteto de una composición que escribió aquí mismo: «Retirado en la paz de estos desiertos, / con pocos, pero doctos libros juntos, / vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos».


El eco de estos versos aún merodea en los aires cuando alza la vista alrededor de los muros interiores del aposento en el que se halla. Donde antes había un bargueño con incrustaciones de marfil y taracea, donde antes había alfombras y tapices mitológicos y donde una noche de febrero durmió su Majestad Felipe IV, se encuentra con vitrinas y expositores que albergan algunos de sus libros impresos, su testamento, manuscritos y objetos muy apreciados. Observa, junto a ellos, hombres y mujeres ataviados con ropajes extraños que clavan los ojos sobre los cristales para apoderarse de todos sus recuerdos, y niños distraídos que van de acá para allá como si fueran espectros. Todo es bien distinto a cuando compuso entre estos mismos muros su Política de Dios, Gobierno de Cristo y Tiranía de Satanás. Sin embargo, qué poco debía de haber cambiado el mundo cuando las mismas rencillas, egoísmos y odios se adivinan al trasluz de estas gentes advenedizas.


Se reclina de nuevo sobre la escribanía, apoya el antebrazo izquierdo sobre ella y, tras mojar la pluma dos veces en el tintero, comienza a escribir otra carta a don Sancho de Sandoval, caballero de Calatrava, casado con Leonor de Bedoya, prima lejana suya.


Decide contarle lo de las tildes ausentes, abundar en los espíritus que vagan por los aposentos de su casa, lo de los bargueños y tapices desaparecidos, las urnas de cristal que encierran sus libros y su tintero y, de paso, mencionarle que hace mucho tiempo que no vienen por aquí el duque de Medinaceli, el marqués de Santo Floro o el cardenal de Borja.


Piensa en lo que ha sido su vida: pies torcidos y ojos miopes, humor algo cítrico o agriado, honras y privilegios, argucias mundanas, devaneos políticos, zancadillas y empujones, chanzas, burlas y sátiras, pensamientos graves, destierros y cárceles espantosos, hijos con Las Ledesmas, una boda amañada con una viuda enojosa y, sobre todo, muchas letras, letras a raudales extraídas de su ingenio y de los tinteros.


Cuando le llegó la hora de todos y la Fortuna con seso, ya vivía en Villanueva, porque aquí había «médico y botica». Maltrecho de cuerpo y con el alma recosida después del cautiverio en San Marcos, todo fue una lucha incesante contra la Muerte. «¡Dichoso yo, que fuera de este abismo, vivo, me soy sepulcro de mí mismo!», escribe sobre el papel mientras un sol de octubre penetra por la ventana en esta mañana del año 2024.

Celda de Quevedo en el convento de Santo Domingo de Villanueva de los Infantes


Ahora, entre los visitantes de este museo que fue su casa, se acerca de vez en cuando sigilosamente a la oreja de alguno y le susurra sus secretos. Percibe una sonrisa cómplice en esos labios ajenos y un misterio profundo que se le queda rondando la cabeza.


Camina meditabundo por las salas del museo, con su «báculo más corvo y menos triste», y se dirige a la puerta, otra vez arrebujado en su capa aguadera. En la entrada se encuentra con otro visitante que quiere husmear su vida y sus circunstancias. Lo saluda con cortesía, pero sin quitarse el sombrero, mientras pone los pies en la calle. Se gira con parsimonia y sus ojos tropiezan de nuevo con la placa de mármol fijada al muro de mampostería. Lee para sí, en un silencio de siglos, y un atisbo de orgullo intelectual se insinúa en su rostro cuando se topa con la segunda frase de la inscripción.

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