LOS TRABAJOS DEL ASTRÓNOMO, Miguel Ángel Zapata

Reseña del relato, en Esquina inferior del cuadro, Madrid, Menoscuarto Ediciones, 2011

Sergio Guadalajara

Miguel Ángel Zapata, joven escritor granadino, profesor de Instituto en Madrid, es autor hasta la fecha de varias colecciones de cuentos y de una novela que acaba de ver la luz hace apenas un mes: Las manos (Madrid, Candaya, 2014). A pesar de no ser del todo conocido en las antologías de cuento contemporáneo, su prosa, su forma narrativa y la inquietud que siente por el “hombre moderno” lo sitúan a la altura de los escritores de cuento más galardonados.

El cuento que he seleccionado para este análisis, “Los trabajos del astrónomo”, cierra el volumen Esquina inferior del cuadro, una colección de once cuentos muy originales, con un cuidado exquisito del estilo y una experimentación formal que los aparta de los modelos narrativos tradicionales, en una línea que lo retrotrae a la literatura de los años 60, en la que la innovación estilística cobró un razonable protagonismo (y que recuerda, incluso, a las tentativas que Joyce o Kafka realizaron a comienzos del siglo XX).

“Los trabajos del astrónomo”, título metafórico en sí mismo, se centra en un observador curioso que, desde la ventana de la casa en la que reside (y “con zapatillas de paño”), posee una perspectiva privilegiada para distinguir el comportamiento, la vida y los movimientos de los vecinos del edificio que tiene enfrente, así como los de aquellos viandantes que transitan por la calle. “Apostarme en la ventana, desplegar mi tarea cósmica de observador más allá, más acá de todo, cuando la noche vierte su argot de tinieblas…” (p.153).

Se presenta, por lo tanto, el relato como una serie de secuencias progresivas que ahondan en los misterios (y miserias) de la vida humana, en donde la incomunicación, la soledad, el desamparo, el transcurso del tiempo y la muerte se convierten en ejes temáticos que mueven todo el discurso narrativo. Todo está impregnado de pesimismo. Hay dos planos en el relato: el del observador (que abre y cierra la narración en dos breves secuencias) y el de los personajes observados (compuesto por seis secuencias en las que aparecen varios personajes anónimos). Se produce un auténtico desfile de figuras, lo que supone la utilización de un recurso habitual en nuestra literatura desde tiempos inmemoriales: es posible rastrearlo ya en obras como El asno de oro de Apuleyo (siglo II d.C.), las Danzas de la Muerte medievales (siglos XIV-XV) o en la novela picaresca (del siglo XVI y XVII), como demuestra el continuo trasiego de amos del Lazarillo. Las figuras de retablo que se suceden en Rinconete y Cortadillo (Novelas ejemplares) forman parte de este mismo patrón. Incluso, buena parte de la producción dramática de los Siglos de Oro es también testimonio de ello.

En lo referente a las secuencias que protagonizan los personajes observados, se puede establecer, asimismo, una diferenciación entre ellos. No en vano, el “astrónomo” fija su atención en primer lugar en un mendigo, portador desganado de una Biblia que arrastra por la calle atada a una cuerda, hecho que ha conseguido arrancar y estropear buena parte de sus cubiertas y páginas. La Biblia como símbolo de lo sagrado y la civilización occidental supone un modo irónico de desprecio a esos mismos valores. Una mujer ciega (que no lo es) y un hombre cojo (que también finge serlo) testimonian a uno de esos tantos matrimonios que viven ajenos e incomunicados a los pensamientos más profundos que alegran o mortifican a su pareja (precisamente, porque cada uno vive sumergido en su propio mundo). Acto seguido, dos ancianos, que yacen juntos en la cama, ejemplifican el deterioro y decadencia que causa el paso del tiempo en el cuerpo del ser humano cuando éste se encuentra ya próximo a la muerte. A través de una ventana, iluminada apenas por la luz intermitente de un televisor, dos niños juegan en torno a su madre, que está tumbada en el sofá y de la que el lector no sabe si está muerta (vencida, quizás, por ese mundo moderno que parece someter al ser humano con artefactos como esa televisión, que inunda cada hogar) o, simplemente, se encuentra durmiendo.

En lo alto de una azotea, fumando en la terraza de una suite nupcial, una fea empleada de la limpieza (por su “anatomía de barril”, “tejidos adiposos” y comportamiento desagradablemente masculino) se ha embutido en un traje de novia que no es suyo, anhelando quizás ese amor que nunca ha podido alcanzar y que sería capaz de dotar a su vida de un cierto sentido. Evidencia esto un dualismo muy marcado entre el ideal que representa el vestido de novia (la pureza, la inocencia, la felicidad) y los gruesos modales de los que hace gala la limpiadora (la vulgaridad, lo soez, lo escatológico; lanza incluso “un salivazo” hacia la calle).

La secuencia última es una secuencia de secuencias caracterizada por su dinamismo. Desfilan un vigilante urbano (hastiado por su trabajo), un joven que espera dentro de su coche (sin propósito aparente), un pájaro huido de su jaula y posado en una farola (sin saber dónde acudir), un hombre-anuncio (que odia su propia realidad), una vagabunda que vive entre los cristales de un cajero automático (oprimida por un régimen que no le deja desarrollarse) y un radioaficionado (que visita a diario realidades ajenas sin detenerse jamás a conocer ninguna, pues no son capaces de suscitar interés alguno en él). Queda la sensación de que la figuración podría repetirse hasta el infinito, claro símbolo astronómico que asocia a los personajes observados con su posible proyección en el universo, jalonado de incontables astros y estrellas que están situados en un mismo lugar (el firmamento), pero que, realmente, están aislados unos de otros (por años de luz de distancia).

Por su parte, el sujeto observador actúa en el relato con una notable omnisciencia autorial que domina todo el espacio. Este espacio, que queda concentrado en los rincones de un edificio urbano, está muy difuminado, ya que la ciudad que presenta el cuento no es más que una urbe anónima, símbolo de las miles de ciudades del mundo que consiguen alienar al individuo de una forma o de otra. Puede tratarse de un barrio cualquiera de un país desarrollado cualquiera (lo que acerca el relato al lector, que puede sentir como suyas muchas de las preocupaciones que en él se expresan). Así, las personas que pueblan la narración son seres sufrientes, receptáculos de un modo de vida (el moderno, tecnológico y urbano) que únicamente consigue transmitirles pesimismo, desorientación e incertidumbre ante su propia condición, que no son capaces de llegar a conocer.

El tiempo, a su vez, no está delimitado por ningún tipo de marca. Las historias son breves fogonazos unidos por su cercanía geográfica y por un mismo tono de hastío y desesperanza que se percibe en todos ellos. De este modo, muchos suceden de forma simultánea, como la escena del matrimonio de mediana edad, en la que el narrador observa a un mismo tiempo a la mujer leyendo el periódico (cuando antes había fingido ser ciega) y a su marido caminando de puntillas para no ser advertido (pues le hace creer a ella que es cojo); les separa un estrecho tabique que sólo es visible para el astrónomo, pero que se constituye en símbolo perfecto de la lejanía que se ha impuesto entre dos personas que, sin embargo, hace mucho tiempo, se querían: “ella y él, distancias mayores que un viaje astral o el intervalo entre dos eclipses” (adviértase la recurrencia con la que el autor utiliza metáforas e imágenes próximas al mundo de la astronomía y el espacio). Las escenas, por lo tanto, parecen depender de la dirección en la que fija su mirada el narrador, que atiende tranquilo a la desagradable realidad que se muestra ante él. Incluso, el ritmo es notoriamente cinematográfico, pues es similar al que realizan las cámaras (de cine o televisión) con sus barridos, que aspiran a mostrar una realidad completa a partir de escenas diferentes. Reflexionando algo más acerca de este asunto, parece que la propia condición de “astrónomo” que posee el narrador recuerda la labor de vigilancia y observación que estos científicos desarrollan con paciencia por las noches durante horas, aferrados al instrumento que les acerca al conocimiento de algunos fenómenos naturales.

Un astrónomo en zapatillas, para el lector, se convierte en una imagen sorprendente y poco habitual. Esto es así porque el autor une, en torno a un mismo personaje, dos atributos que son, en sí mismos, pertenecientes a ámbitos del todo opuestos, pues la condición de astrónomo supone un alto nivel intelectual (y tener acceso a un laboratorio científico, donde se puede recurrir a tecnologías poco habituales en la vida corriente). Este astrónomo-narrador parece convertirse en la escena final en algo similar a un demiurgo, capaz de dotar al mundo de vida tan sólo recurriendo a su simple observación: “la mirada del astrónomo en zapatillas de paño es tan necesaria como la gravedad o el brillo de los quásares o la fuerza que permite rotar nuestros culos sobre sus ejes”. Sin embargo, el hecho de llevar puestas unas “zapatillas de paño” hace que este mismo astrónomo descienda prácticamente al mismo nivel en el que se encuentra el resto de figuras, pues es éste un calzado propio del ámbito doméstico (que poco tiene que ver, por lo tanto, con la sofisticación de la ciencia o de un laboratorio). Ello supone la unión en un mismo personaje de lo alto con lo bajo, pero ello no impide que las alusiones a su condición de ser creador sean constantes en este último pasaje: “la mirada que hace de la materia frágil, inerte y lejana de ahí arriba (de aquí abajo) una obra de niños que juegan a modelar la salvaje arcilla del mundo”.

El estilo que impera en este cuento se aleja pretendidamente del que utilizan habitualmente otros cuentistas contemporáneos, más apegados al modo narrativo realista y tradicional (tales como Paloma Díaz Mas, Esther Tusquets o Carmen Martín Gaite). Por el contrario, Miguel Ángel Zapata prefiere recorrer sendas que han sido algo menos transitadas y busca su propio estilo mediante el uso de periodos oracionales extremadamente largos (separados únicamente por comas o conjunciones) y la no utilización de puntos como límites del discurso. Ni siquiera incluye puntos y a parte al finalizar un párrafo, pues prefiere que la narración continúe fluyendo libre, sin trabas de ningún tipo (por ello, los párrafos comienzan por minúsculas y no por letra mayúscula). Recuerda (y mucho) al modo narrativo que utiliza Luis Martín Santos en Tiempo de Silencio (1962), donde alterna descripciones más tradicionales (aunque siempre irónicas y sorprendentes, como aquella en la que detalla el modo de vida en una chabola del Madrid de la posguerra) con pasajes plenamente experimentales, en los que la conciencia inconsciente del narrador se adueña de la narración de la novela, permitiendo así que el lector se introduzca en su interior y conozca algo más su psique. “Los trabajos del astrónomo”, a pesar de ser cuento y no novela, se acerca mucho a estos planteamientos, aunque las dos reflexiones que abren y cierran el relato dotan al conjunto de un aspecto más pensado o, quizás, meditativo (precisamente por no haber sido escrito con tanta inmediatez).

Este cuento, a mi juicio, constituye una perfecta aproximación al inquietante momento en que se encuentra el hombre, cada vez más alejado de sí mismo y del resto de seres humanos. Su vida (la nuestra) ha sido invadida por multitud ingente de tecnologías y nuevos comportamientos que consiguen crear más soledad, miseria y apatía ante una existencia que se presenta vacía y absolutamente gris (si es que no es de color azabache), pues en la ciudad se ha olvidado ya de los preceptos naturales más elementales. Beatus ille

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