EL DONCEL DE DON ENRIQUE EL DOLIENTE

Pedro Centeno Belver

Podría decir que resulta, cuando menos, complicado enfrentarse a Mariano José de Larra en las lides propias en las que se hizo célebre, esto es, un artículo. Pero no pocos argumentos pueden justificar tal atrevimiento para invitarle a “venir” a nuestra página y, con ella, a las manos de los que a nuestra cita periódica asisten.

Así pues, recuperamos los orígenes de la novela histórica española con una gran obra, merecedora de una lectura detenida que se presta poco a un vuelva usted mañana cuando apenas se llevan avanzadas unas páginas. En efecto, la acción se sucede continuamente apenas comenzado el segundo capítulo, tras una inicial introducción que nos avisa de la a-historicidad de la aventura abriéndonos al interesante mundo de la verosimilitud dentro de la obra literaria. Partiendo de este punto, se nos presentan los diferentes personajes en cuadros sucesivos, quizá un tanto alborotados en un principio -derivado, como decimos, de la trepidante acción- cuya realidad no siempre se corresponde con sus actos.

Estamos, por tanto, ante un argumento sostenido en un momento histórico que apenas imprime sus pulsaciones más que para ambientar el escenario y personajes donde el timbre romántico permanece constante en todos los elementos de la obra.

Porque El Doncel de Don Enrique el Doliente recoge, como es natural, ese gusto romántico por lo medieval que se muestra en lo desconocido, en el ardor pasional o en la impronta inevitable del destino. En primer lugar porque vemos a un Enrique de Villena próximo -si no inmerso- a las artes nigrománticas. Éste, que se convierte en uno de los ejes de la novela, no duda a la hora de utilizar todo tipo de argucias con tal de conseguir el propósito de convertirse en Maestre de Calatrava y aparece en ocasiones como personaje oscuro, conspirador e inflexible.

En segundo lugar, porque las pasiones son para Macías, nuestro protagonista, para Elvira, su amada, y para María de Albornoz, esposa de Enrique de Villena, impulsos inflexibles que llevan a unos y a otros, a su manera, a la perdición. Esta inercia amatoria, que a la postre motiva al propio Larra, se nos codifica de una manera curiosa en la utilización de la leyenda; si tenemos en cuenta que en el primer capítulo se nos indica que es una historia inventada y carente, por tanto, de cronistas, no tendrían sentido las alusiones posteriores a crónicas o leyendas de no ser porque, de alguna manera, el autor nos retrata sus propias inquietudes.

Este recurso, además, tiene mucho que ver con el estilo literario del autor madrileño. Confesado admirador de Cervantes -al que alude en alguna ocasión- deleita nuestros paladares estéticos con una prosa fluida, cuidada y entregada a la acción de la novela. Los personajes conversan frecuentemente mostrando sus intenciones, ajenos a las bagatelas y presentando cierta afección, como, por otra parte, no cabía esperar otra cosa, solo en los diálogos amorosos entre Macías y Elvira.

El ambiente medieval escuda también las propias “profesiones” de los personajes, desde el pajecillo al trovador, el guardián o los altos cargos se vertebran en el ambiente cortesano del Doliente. Sin embargo, es notoria también la poca evolución psicológica de los personajes, excepción hecha, quizá, de Elvira -cuyo final es, dicho sea de paso, también muy fiel al espíritu literario de la época-. En efecto, Macías está enamorado y así permanecerá y concluirá sus días, pero -como destacan los críticos- ni las acciones de los personajes más viles perturbarán sus sentimientos para bien o para mal.

Las acciones caballerescas que hace algunos meses vimos en Ivanhoe aparecen también, no tanto por herencia de Walter Scott como del natural desarrollo de la acción: si el destino marca las acciones de los protagonistas sin que éstos puedan eludirla, no importa quién defienda a la dama de marras que, exenta de culpa o no -muestra no tan exagerada como en Don Álvaro o la fuerza del sino-, sucumbirá irremediablemente a este.

Estamos, por todo ello, ante una novela muy bien configurada que, si bien fue publicada en cuatro entregas, acusa cierta herencia del folletín, desplazando en múltiples ocasiones el final de cada capítulo a lo que sucederá en el siguiente.

Es admirable cómo un jovencísimo Larra, de apenas 25 años, concluye en muy poco tiempo una novela con tan alta calidad estilística. Es más, la propia construcción, sostenida en unos personajes que -siendo bastante planos- no llegan a ser arquetípicos, se hace espléndida en su propio dinamismo creando intrigas lo suficientemente atractivas como para desear continuar su lectura. La misma estructuración jerárquica -en este caso de los protagonistas- en la que cada personaje se muestra fiel a su superior permite, sin lugar a dudas, que éstas se lleven a cabo con mayor simpleza de la que cabría esperar.

Sin embargo, en ocasiones es cierto que puede hacerse un tanto prolijo; no en vano apenas deja descanso al lector ni proceden consideraciones intermedias. No se penetra comúnmente en el pensamiento de los personajes, lo que, en cierto modo, justifica que dejara de “estar de moda” por los años 70 del XIX.

Evidentemente, estamos ante una producción literaria muy ajena a la actual y, como tal, hemos de acudir a ella. El deleite estético que produce la prosa de Larra es argumento más que suficiente para que pasemos varias tardes junto a los sentimientos del bueno de Macías; ello unido a una constante acción que nos transporta a otra época, pero cuyas pasiones nos traslada a otra -la del autor.

Otros muchos motivos deberían incitar a rescatar de las estanterías esta gran novela. Es más, otros tantos son los que hacen de esta obra un regalo real para nuestro entretenimiento, como contemplar la variedad de confesiones religiosas entre los personajes, la apasionada actitud de Macías y Elvira, sujetos por el orden social tanto como por la lealtad, o el extraordinario final que sucede a la intriga -que, de puro sobresaliente, obviaré aquí para que el lector lo descubra-.

En fin, El Doncel de Don Enrique el Doliente es una gran novela que eleva el listón a cuantos practicantes de la prosa histórica de ficción participaron en los orígenes de este sub-género hoy afortunadamente consolidado. Pese a no alcanzar la calidad excelente que rezuman los artículos con que Fígaro deleitó a nuestros antepasados -para tormento de nuestros actuales columnistas-, podemos concluir su lectura con el pensamiento nostálgico que nos hace añorar unos cuantos años más de vida al literato para que nos hubiera legado, por qué no, otra gran novela para la posteridad. El mismo pensamiento nostálgico que me invita a sugerirle que tome entre sus manos el magnífico libro que sobre estas líneas le he presentado, un buen café, un sillón confortable, comience su lectura y vuelva usted mañana o, mejor dicho, en nuestro próximo número, a intercambiar impresiones literarias con nosotros.

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