MEMORIAS DE ADRIANO

Pedro Centeno Belver

«Nos esse quasi nanos gigantium humeris insidentes”, rezaba una de las sentencias más famosas y difundidas (no en vano la cita Juan de Salisbury, una de las mentes más preclaras en la historia de la humanidad y discípulo del conocido filósofo Abelardo) durante el llamado Renacimiento del sigo XII, en referencia a lo que había supuesto el Imperio Romano para el saber, la ciencia y, en general, el conocimiento humano sobre la situación contemporánea. En cierto modo no le faltaría razón aún hoy en día, cuando la mayoría de los avances que se han podido celebrar en estos ámbitos se asientan –para refutarlos o para consolidarlos-, si no sobre las propias tesis, sí sobre los modelos de conocimiento de la Antigüedad.

Es este argumento suficiente para caminar hacia atrás en el tiempo, aún más que en ocasiones anteriores, y visitar uno de los momentos de más esplendor en el Imperio Romano, pero lo hacemos, además, espoleados por una de las mejores novelas históricas que puede encontrar el lector en casi cualquier estantería del mundo: Memorias de Adriano.

En efecto, esta obra de Marguerite Yourcenar conoce traducciones en todos los idiomas cultos y la magnitud literaria que conoció desde un principio creó escuela en el mundo de las letras. Muchas son las novelas que nacen de la influencia de la escritora belga (baste como ejemplo Memorias de Antínoo, del argentino Herrendorf), bien por beber del estilo, bien por aprovechar el éxito de crítica y venta; pero lo cierto es que estamos ante el fragmento de un espejo del hombre –en general-, como sujeto histórico y como ser cargado de pasiones, sentimientos y emociones.

Gran conocedora del latín y el griego, Marguerite de Crayencour, que hiciera, ayudada de su padre, un anagrama de su apellido para firmar cuanto escribía, tarda décadas en escribir y reescribir la vida del emperador Publio Elio Adriano, sucesor de Trajano. La propia escritora daría las claves bibliográficas sobre las que se asienta su opera magna, fruto de un gran estudio no sólo de la vida del dirigente romano, sino de toda la cultura clásica -no en vano se especializó en dicha disciplina- en lo que supone la base del proceso de interiorización de un universo ajeno a nuestra realidad actual. Yourcenar experimenta y reinventa las sensaciones, las pasiones, la ambición del que fuera militar y más tarde cónsul, entendiendo que la historia se escribe desde dentro. Por ello no es de extrañar que de las primeras páginas de la novela que nos ocupa no recupere más que algunos folios tras retomarla ya en su exilio americano.

Memorias de Adriano mezcla la narración con el lirismo y ciertas notas de reflexión haciendo fluir imágenes poéticas por cada uno de los sucesos en los que se ve envuelto el narrador, casi cada sentimiento manifiesto se acompaña de una metáfora o una conclusión en pequeñas perlas de sabiduría. El esmero de Adriano a la hora de transmitir a su sucesor, Antonino Pío, cuantas impresiones dejaron en su vida el amor, la amistad, el temor o la pasión hace que la novela tenga una estructura lineal en la que digresiones sean un vínculo natural entre dos hechos. Sin embargo, la novela ofrece constantemente una sensación de estatismo que, como la propia vida del emperador, va forjando lentamente una gran obra. Adentrémonos, entonces, un poco más en su interior.

Como hemos dicho, Adriano, al final de su vida, necesita entregar lo más importante de sí mismo, su experiencia. Por ello, no es de extrañar que ya en el primer capítulo se signen las líneas maestras, casi de manera filosófica, de los temas que irán recurriendo conforme avanzan los años. Ciertamente, podemos paladear desde el primer renglón un aire de clasicismo que rezuma toda la novela. El lector actual puede tomar entre sus manos, por ejemplo, la vida del Divino Claudio de Suetonio (en su Vida de los doce Césares) y sentir el estilo y trazas romanos en cada anécdota, cada acontecimiento; sin embargo, no deja de ser la lectura de un clásico, un coetáneo propiamente dicho. Nos describe las burlas hacia el emperador, asaltado por los huesos de aceituna durante los banquetes como si de un cronista o compilador de historias se tratase. Yourcenar, en cambio, nos transporta a la mentalidad del propio emperador, una mentalidad completamente ficticia, imposible, como es imposible asumir la vida de otra persona, pero coherente y verdaderamente asumible pero, sobre todo, romana.

Adriano aparece como un hombre culto, adiestrado en las artes helenas y buen conocedor de la literatura que le precedió; él mismo reconoce su faceta creativa ensayando versos que dedicaba, como el mejor Catulo, a sus amores del momento, si bien nunca llegaría a ser célebre por ello. Pero lo más importante es que el emperador se reconoce como un hombre en perenne construcción, va absorbiendo cada lugar, cada monumento que visita para forjar su personalidad.

Es notable cómo la escritora bruselense imprime en su personaje algunos rasgos que marcarían su propio carácter. Su propia tendencia sexual que, en ocasiones, se convierte en pasión deja verse en los trazos escritos en estas memorias y, aunque no se distinguen en Adriano acciones desesperadas más que en determinados pasajes, por lo general altamente líricos, la homosexualidad reconocida del emperador se dibuja entre las distintas aventuras con mujeres y los fogosos impulsos hacia personajes de su mismo sexo. Yourcenar experimentó el rechazo de un hombre que prefería a otros hombres y, más tarde, ella misma amaría a otra mujer; su propia experiencia se perfila en un sentimiento heleno que hace de la relación con Antínoo algo similar al amor que veneraba Platón. Sin duda, consecuencia de esta forma de entender el bello sentimiento llega un momento de gran belleza cuando ambos visitan la tumba de Aquiles y Patroclo en una clara analogía de la relación entre estos héroes.

Todo, desde la política exterior, impregnada de una voluntad de acabar con  el belicismo, hasta la relación con otros personajes, como Plotina, a la que tanto deberá, se explica a través de la mentalidad del emperador, apenas se salva de la subjetividad en medio de una panorámica netamente objetiva como es la que portan los hitos narrados, fruto de años de documentación.

Como dijimos al comienzo de este artículo, la propia autora ofrece una extensa bibliografía, como hiciera en sus obras de teatro Racine –dramaturgo al que leía desde los ocho años-, con el fin de justificar y evidenciar cuantos hechos históricos refleja, pero la manera de entender la existencia es la de una mujer que arranca para sí un pedazo de Historia –con mayúsculas-, toma el cuerpo, el poder y cada una de las situaciones de la vida de un gran Emperador y las revive llenando cada línea de poesía. Sin duda, es éste el gran mérito de esta gran novela y el que nos transporta a aquellos –en apariencia- remotos tiempos; no hace falta hablar de Hispania ni de la Galia –en la novela aparecen con sus nombres actuales- porque nuestro Adriano cuando escribió sus memorias residía en Maine y había vivido en Francia.

Así pues, por todo ello, porque las palabras de Yourcenar recuperan la exuberancia de Safo y la majestuosidad de Tito Livio; porque transpira la claridad de Virgilio teñida de un pensamiento que duda a veces entre Epicuro o Séneca; porque con la contundencia de Marcial logra la belleza de Ovidio; y, sobre todo, porque con esta novela vivimos el siglo II en el siglo II, te invito a reinventar Roma, querido lector, desde el sueño que una gran escritora supo encerrar entre los papeles de un libro. No cabe duda de que desde 1951 la novela histórica en el mundo camina sobre los hombros de un gigante.

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