LA SUGERENCIA DE LOS ROMANCES

José Guadalajara

juglarEl romance es el poema más popular de la poesía española. Desde sus orígenes, en torno al siglo XIV, ha proseguido su andadura poética en una línea ininterrumpida que llega hasta nuestra época. La musicalidad, el verso octosilábico, las rimas, la sencillez expresiva y sus contenidos han contribuido a conferirle este innegable carácter de popularidad. Más tarde, autores cultos, poblándolo de metáforas y léxico más selecto, nos ofrecieron otras formas más complejas de composición.

Son muchas las características de estilo que los individualizan. Sin embargo, en este breve artículo me limitaré a ensalzar un rasgo muy peculiar que caracteriza al género y, sobre todo, a los romances medievales. Me refiero a su final abierto que, en consonancia con su inicio fragmentario, los convierte en textos en los que la carga de sugerencia e interpretación potencian el valor de su mensaje.

Un ejemplo de esta afirmación se encuentra en el célebre romance del Conde Arnaldos. En él, el misterioso marinero que manda la galera y que canta una extraña canción que produce maravillosos efectos sobre los vientos, los peces y las aves se niega a enseñarle a Arnaldos, cuando éste se lo pide, su letra y melodía. Ese final deja a los lectores u oyentes de este relato en un puro enigma, abierto a innumerables posibilidades interpretativas: “Yo no digo esta canción / sino a quien conmigo va”.

Esa canción, que quizá hable del amor, del destino, del tiempo o la muerte, se le encubre no solo al conde Arnaldo sino a todos los que, durante siglos y siglos, han leído o escuchado este romance. Ahí está precisamente la gracia de esta composición, si bien es cierto que, a los amantes de los finales cerrados, se les quedará siempre flotando la desazón del desconocimiento.

Pero el romancero de la Edad Media siente una predilección especial por este tipo de finales. A veces, son finales sin solución, como el del conde Arnaldos; en otras ocasiones, como sucede en el de Gerineldo, la decisión del rey permanecerá ya para siempre en el aire ante la súplica de su hija: “Rey y señor, no le mates / mas dámelo por marido; / o si lo quieres matar / la muerte será conmigo”. Nuevamente, el lector se hallará en suspenso –o deberá extraer él mismo la conclusión, si es que quiere hacerlo o intuirlo- ante la que será la ignota respuesta del rey.

156Del mismo modo, en el famoso romance del prisionero, una vez que el ballestero del relato ha matado al ave que le anunciaba al preso el amanecer de cada día, se nos deja abierta la evolución de la historia. Su final, en efecto, es terminante, pero nada sabremos ya de la vida y sentimientos de ese prisionero que ha perdido el único contacto que tenía con el mundo exterior: “¡Matómela un ballestero, dele Dios mal galardón!”.

Emotivo, y con final asimismo sugerente y expectante, es el romane de Julianesa. Su enamorado cristiano, que la ha buscado durante siete años, se lamenta ahora de que los moros la han hecho prisionera. Ella, que escucha sus palabras mientras él coge flores en un vergel, nos deja conmovidos con esas lágrimas que derrama y con la expectativa del qué sucederá después: “Oído lo ha Julianesa / que en brazos del moro está; / las lágrimas de sus ojos / al moro dan en la faz”. 

Son muchísimas las muestras que encontramos en el romancero con este tipo de finales. Ahí están, entre otros, el de la ermita de San Simón, el de Rosafresca, el de la infantina,  el de Valdovinos, el de Nuño Vero… Quizá, los romances, como la misma vida, pugnan también por dejarnos su envolvente dosis de incomprensión.

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