EL MAL Y EL SEÑUELO DEL DIABLO

por Julián Moral

Es opinión extendida dentro del campo filosófico que, desde la perspectiva de la naturaleza, no existen el Bien y el Mal, sólo lo bueno y lo malo. Por ello conviene señalar desde ahora que, con independencia de que el bien y el mal sean categorías morales previas o no al raciocinio y conocimiento, lo que sí parece posible es que sean anteriores a las religiones.

El eterno combate entre el bien y el mal, cargado de mentalidad mágica, tiene una cambiante pero permanente figura a través del tiempo: el diablo como entidad que se sobrepone al conglomerado de daimons maléficos de etapas protohumanas y humanas antiguas. Los demonios pululaban en el universo animista-panteísta, en las antiguas civilizaciones y en las culturas marginales actuales. Pero no existe una noción demoníaca como la diabólica que se perfila en los monoteísmos a partir de las concepciones animistas semítico-hebreas, continuando por las judaico-bíblicas, las judeo-cristianas y las de los Padres de la Iglesia y dogmas conciliares, sin olvidar las especulaciones coránicas, aunque aquí nos centraremos en el cristianismo en general.

El imaginario que el cristianismo-catolicismo (y sus variantes) ha creado sobre el mal asociado al diablo, al infierno y al pecado, asentado sobre la base de los textos bíblicos (canónicos y apócrifos), se preocupó más, en principio, de excusar del mal al Dios omnipotente y, con posterioridad, de transmitir miedo y terror al mismo Diablo y al infierno.

Apenas visible en el Antiguo Testamento, el diablo entra con fuerza en las figuraciones del Nuevo. El paso del mesianismo judeo-cristiano al redentorismo cristiano-paulista necesitaba reafirmar la idea infernal, dando al diablo un sentido peyorativo y categórico de pura idea del mal y de personaje imprescindible de la cristología. Después la Patrística y la jerarquía eclesiástica fueron elaborando paulatinamente el dogma para blindar la omnipotencia y bondad de Dios, condenando (y en consecuencia legitimando) al diablo y cargando sobre éste todos los males y las responsabilidades de los pesares de la existencia. Pero las dualidades bondad-maldad y Dios omnipotente-Diablo vicario del mal caían en los dualismos mazdeístas y maniqueos, algo que la Iglesia rechazaba.

Había, pues, que reforzar la figura del Satán hebreo como el señuelo necesario (o quizá como el «chivo expiatorio» perfecto) y tratar de desvincular de la figura divina la responsabilidad del mal. Pero se ponía, no obstante, y sin remedio, una y otra vez un pie (o los dos) en la frontera del rechazado dualismo mazdeista y maniqueo. Y todo ello a pesar de teologías bien armadas como la del «libre albedrío» para justificar la trilogía mal-pecado-tentación. Tentación que los Padres de la Iglesia aún no tenían muy claro de dónde procedía, como recoge una observación de Alberto Cousté señalando las palabras finales del Padrenuestro que Papini traduce siguiendo fielmente a San Jerónimo y su Vulgata como «y no nos introduzcas en tentación». Palabras que ponen de manifiesto a Dios Padre como posible tentador, y la duda sobre quién era el causante de la tentación en el ya asentado cristianismo de los tiempos de los Padres de la Iglesia.

A partir de la Baja Edad Media, la gran preocupación de control ideológico de la Iglesia sobre el sistema social ya hace mayor hincapié en la justificación y legitimación de la represión y el castigo de las desviaciones no sólo teológicas sino morales, asociándolo todo al mal y, según la Iglesia, su origen: el diablo como paradigma de lo perverso y monstruoso y como inductor y colaborador necesario de brujerías, hechizos, pactos diabólicos…

Así, tras la inclusión del diablo en el orden moral, se incorporaba ya plenamente en el orden jurídico, propiciando, a su vez, un género literario con una abundante nómina de tratados demonológicos, opúsculos sobre caracteres y características diabólicas y manuales para inquisidores y exorcistas.

El mal diabólico y todo su imaginario se instala, con visos de universalidad, de forma profunda en el inconsciente colectivo en la sociedad occidental hasta la Ilustración. Todo cargado de especulaciones teológicas y satánicas, populares y folklóricas, alimentadas por el terror hasta el extremo de convertir el «señuelo-chivo expiatorio» en un puro –y muchas veces risible– espantajo.

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