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PASEOS POR FLORENCIA

Sergio Guadalajara

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Italia, en época estival, se presenta a los viajeros del modo más tórrido e incandescente del que es capaz. Un chorro de calor suele ser el recibimiento más habitual para aquellos que bajan por primera vez del avión, ansiosos como están por probar los bienes más preciados que poseen las ciudades italianas: capiteles, esculturas, frescos, óleos… arte. No obstante, el viajero suele acostumbrarse rápidamente a la solanera imperante, pues lo acompaña en sus visitas a las Due Torri, al Palazzo de la Signoria y también en las fotografías que después abarrotarán las tarjetas de memoria de su cámara que, aseguro, no son pocas.

 Yo, que fui otro viajero más por las vías y piazzas de Bolonia y Florencia (o Bologna y Firenze, sus nombres en italiano) durante este verano, puedo asegurar que mis queridos secarrales castellanos deberían empezar a preocuparse, pues tienen un duro competidor transalpino.

Sin duda, algunos de los que leen estas líneas ya habrán experimentado lo que los anglosajones denominarían la “Italia experience” (que no es otra cosa que conocer y visitar lo intrínseco a este país);  no en vano, Florencia es una de las ciudades más turísticas del mundo, y Bolonia, el gran nudo de comunicaciones de la Península Itálica. Dos de los grandes. Emprendamos nuestra visita.

Dos son las formas más usuales de llegar a Florencia: tren o avión, obviando el coche, el autobús y otros medios. La primera es la más utilizada y transitada, pues la estación de Firenze Santa Maria Novella conecta la ciudad por vías tradicionales y de alta velocidad con muchas otras de la Península y de Europa. Cuenta, además, con la ventaja de encontrarse a menos de diez minutos a pie del centro histórico florentino. La opción aérea comprende los dos aeropuertos que posee la città, el Amerigo Vespucci, muy pequeño y con una única pista, y el aeropuerto de Pisa, el más importante de la Toscana y a una hora de la ciudad mediante transporte público (tren o autobús).

Yo, como tantos de los viajantes del siglo anterior, llegué a la ciudad en tren, pero, eso sí, con un toque de modernidad. Combiné las dos opciones: un avión me dejó en Bolonia y desde allí un tren me llevó a Florencia. El primer recibimiento, como ya he detallado, es el chorro ígneo. Una vez superado el duro trance y abandonada la estación, la iglesia de Santa María Novella, situada en los límites de la gran plaza que lleva el mismo nombre, es el primer monumento que se ofrece a la vista. Contemplada desde ahí, nada especial, mampuesto sobre mampuesto; no ocurre así al llegar a su fachada, primer e impresionante vástago del Renacimiento. Su interior atesora bellos frescos y obras pictóricas que marcaron un hito en la historia del arte mundial, como la Trinidad de Masaccio, la primera en representar una perspectiva tridimensional en un plano bidimensional. La Capilla Tornabuoni es otra de las obras maestras de Santa María Novella, resultado del impecable trabajo del maestro Ghirlandaio.

En cuanto aparece un hueco en la fila “hormiguil” (porque, a pesar de no tener existencia ni aparecer en el DRAE, ésta es la palabra que mejor define la cuidada disposición de los caminantes) que formaban los turistas, la seguí hasta que llegué a mi hotel que, como casi todos los del país, no se enorgullece por su prodigalidad ni despilfarro: ¡Olvídese el incauto viajero que pretenda utilizar un simple acceso Wifi desde la habitación de su hotel! Para ello, como no podría ser de otro modo, hay que soltar la mosca en recepción, al igual que por pernoctar (3€ por persona y noche pasada en Florencia), ir al baño, sentarse en la silla de un restaurante (allí, esto equivale a “bajar la bandera” de un taxi, es decir, entre 2 y 4€ que se suman a lo consumido y devorado) o hacer el intento de entrar en un templo cristiano. ¡Ni la mística se salva de aflojar el monedero!

Después de dejar los “aparejos” en la habitación y de reposar un poco, es tiempo de salir y, ahora sí, conocer Florencia. Siguiendo la calle en la que se encontraba mi hotel, en menos de dos minutos caminando, llegaba al Duomo, algo que impresionaba, pues no se suele estar tan cerca de construcciones de semejante calidad y belleza. Impresionaba aún más cuando la cúpula de Brunelleschi, protagonista de tantas portadas y fotografías, surgía de entre la maraña de edificios.

En aquella plaza es difícil escapar a la vista de los mármoles blancos y verdes que, cuando el Sol hace acto de presencia (demasiado a menudo, muy a mi pesar), brillan y relucen aún con mayor intensidad. La suciedad acumulada durante tantos años sin limpiar las fachadas le restaban gran parte de su majestuosidad, pero parece que ya se estaban aplicando para que desapareciera pronto. Enfrente de la fachada del Duomo, está el baptisterio, en cuya puerta es muy fácil deleitarse en la contemplación de los bajorrelieves bíblicos de Ghiberti. A la derecha de éste, el campanario diseñado por Giotto completa el conjunto, como es habitual en las iglesias italianas, en las que campanario, iglesia y baptisterio están separados.

Sin embargo, no es ésta la única piazza digna de ser visitada en la ciudad, la Piazza de la Signoria y la Piazza della Repubblica no se quedan atrás. En la primera estuvo durante siglos la sede del poder florentino en el Palazzo Vecchio que, a pesar de ser palazzo, está coronado por multitud de almenas y por una gran torre que le otorgan un aspecto muy sólido y muy acorde al de una fortaleza. A sus pies, David (copia del original de Miguel Ángel) vigila a los que acceden al espléndido palacio. Por descontado, no es la única escultura, pues la piazza está repleta de ellas, siendo necesario destacar el Rapto de las Sabinas (Giambologna) y el Perseo, que deja al visitante admirado ante tanta perfección, tanto detalle, músculos tensos, arterias… ¡Bendito Cellini!

 Dejando de lado los grandes itinerarios turísticos de la ciudad (Uffizi, Galería dell’Academia, Santa Croce, Sancto Spirito, Palazzo Pitti…) demasiado saturados, pero que, de todos modos, es imperdonable no realizar, hay dos visitas que recomiendo vivamente a todo aquel que ponga sus pies en Florencia: una cultural y otra gastronómica.

La primera es el convento de San Marco, lugar en el que se encuentra la mayor parte de la obra del gran Fra Angélico. Hay pocos turistas y muchas pinturas que admirar, todas ellas sublimes. Las más impactantes son, sin duda, su Anunciación y las que decoran las paredes de las antiguas celdas de los monjes ilustrando la vida de Jesucristo. En una de ellas vivió Girolamo Savoranola, promotor de una vida austera y, con ello, de las grandes piras de pinturas, esculturas y libros que hizo arder en la Florencia del siglo XV. Como curiosidad puede visitarse su antigua celda y algunos de sus efectos personales.

Vívoli es el nombre de la segunda. Nada más propio de Florencia hay que las gelaterias y, con mérito, entre ellas destaca Vívoli, que se enorgullece de ser la mejor del mundo. Yo, que soy un buen amante de estas gollerías, tomé con gusto unos cuantos gelati (los mejores, el de yogurt, el de nocciola y el de pesca), aunque no estoy seguro de que ostente tal galardón. Buenísimos eran desde luego. No es la única alternativa, ya que si se prefiere puede degustarse el helado en una de las mil heladerías que jalonan la ciudad.

Sin salir de estos marcos rojos, hemos podido viajar a la calurosa Florencia. No ignoro que he dejado por mencionar y describir muchos rincones de esta bella ciudad, pero  no trataba de escribir una rigurosa guía de viajes, sino un breve artículo en el que dejar constancia de lo que yo más disfruté y de las sensaciones que marcó en mí la magnífica capital de la Toscana. ¡Y sin mencionar ni una sola vez la palabra Médici!

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