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PARÍS BIEN VALE UN VIAJE Y CIENTO (III)

Luis Moratilla

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Dejaba mi anterior crónica en el momento en que abandonaba el Arco del Triunfo en dirección a la Torre Eiffel; aunque sólo diez minutos de cómodo paseo las separan, utilizamos por última vez nuestro pase del Open Tour para dirigirnos allí. Os recuerdo que estos autobuses dejan de prestar servicio al atardecer, por lo que muy posiblemente no podríamos utilizarlo para el último trayecto de vuelta a nuestro hotel.

De la Torre Eiffel seguro que ya lo habéis leído todo: mide 339 metros, fue diseñada para la Exposición universal de 1889 por el ingeniero francés Gustave Eiffel. Hasta 1930 fue el edificio más alto del mundo. Todo esto la hace impresionante cuando nos situamos bajo ella. Tened en cuenta que entre cada una de sus patas cabe el largo de un campo de fútbol.

Por supuesto, queríamos subir a lo más alto, pero otra vez nos topamos con nuevas largas colas. Ese día sólo era posible subir por uno de los dos pilares, normalmente disponibles mediante ascensores. El tercero sólo permite el acceso para aquellos valientes que quieran trepar por los 1.665 escalones que llevan al segundo piso, mientras que el ascensor privado del cuarto está reservado a empleados y clientes del exclusivo Jules-Verne, restaurante ubicado en la segunda planta.

Tuvimos, por lo tanto, que conformarnos con pasear entre los pilares, mirar al cielo y fijar la vista en los enormes hierros de una de las grandes obras maestras del ser humano. Nos acercamos al próximo Campo de Marte para seguir admirándola y, cuando las estrellas ya poblaban el cielo, empezamos a dar la espalda a la torre para aproximarnos al Trocadero, donde además de realizar nuevas fotos (desde las escaleras de ascenso a esta plaza o desde la barandilla que la bordea el encuadre es fantástico), pudimos cenar en uno de los restaurantes que un buen amigo de Madrid me había recomendado.

 En el lateral derecho de esta plaza tenemos cuatro locales, uno junto a otro, de calidades y precios muy similares. Nosotros elegimos el “Café Le Malakoff”, donde tomamos una carne muy sabrosa atendidos por unos muy atentos camareros, a un precio también inferior a los 20 euros/persona. Eso sí, nuevamente en mesas muy pequeñas y casi pegados a otros comensales. La bebida, hasta tres jarras de fresquísima agua, siempre servida con amabilidad, sin las malas caras que ponen en muchos restaurantes madrileños cuando pedimos agua del grifo en lugar de la cara agua embotellada.

Terminamos la cena en torno a las once. El ambiente en la plaza no era de ciudad aburrida, sino de una ciudad despierta y con ganas de vivir la noche. A nosotros ya nos tocaba recogernos, por lo que tomamos el medio de transporte más rápido también en París: el metro, que en unos minutos nos dejó a escasos metros de nuestro hotel.

El día siguiente amaneció también espléndido. Hoy utilizaríamos la tarjeta Paris Visite (9,30 euros adultos, la mitad los niños) que nos permitía usar de forma ilimitada metro y autobús en toda la zona turística.

Un autobús nos llevó junto al Museo del Louvre, primera parada del día. En principio, me había negado a visitarlo: pensaba que perderíamos una parte importante del escaso tiempo del que disponíamos en esta visita. Finalmente, llegamos al acuerdo de visitar solamente la zona donde se guarda La Gioconda.

Y ahora no me arrepiento de haber transigido. Contemplar el exterior del museo ya justifica la visita: el edificio que lo alberga es el viejo castillo del Louvre, luego reconvertido en palacio real por la reina Catalina de Medicis. Su origen se remonta al siglo XII, y fue embellecido con ampliaciones renacentistas y otras más tardías. Antes de entrar, paseamos por su enorme plaza interior y nos fotografiamos junto a las muy criticadas pirámides de cristal.

Las prisas solo nos dejaron visitar las salas donde se aloja La Gioconda, pero eso nos permitió contemplar también interesantes esculturas romanas y egipcias, así como otras grandes obras de arte, como “La Libertad guiando al pueblo” de Delacroix o las esculturas de la “Venus de Milo” o “La Victoria Alada de Samotracia”. Y ya en la sala de La Gioconda, un pequeño fiasco: el cuadro es pequeño, y una barrera impide contemplarlo de cerca, pero lo que más me decepcionó fue la cantidad de gente que abarrotaba la sala, la mayoría no disfrutando de la observación del cuadro, sino realizando mil fotografías. No entiendo ni que esto sea permitido, ya que impide que podamos detenernos con comodidad para disfrutar del cuadro, ni el interés que puede tener el fotografiar esta o cualquier otra pintura.

Un breve paseo por los Jardines de las Tullerías y unas fotos junto al Arco del Triunfo del Carrusel (mandado construir por Napoleón para festejar sus victorias) completaron la visita.

De aquí, metro en dirección a la plaza de La Opera. El edificio de la Opera fue construido por el arquitecto Charles Garnier entre 1861 y 1874 por orden de Napoleón III, siendo un lugar de prestigio donde la nobleza acudía a lucirse. Impresiona la espléndida escalera de entrada y su suntuosa decoración sobrecargada de dorados y candelabros, así como la galería que da a los balcones orientados a la Plaza de la Opera. Quedó pendiente de ver, y amigos me han criticado por ello, la cúpula neobizantina  de las cercanas Galerías Lafayette (40 Boulevard Haussmann), así como el lujoso Hotel Ritz (plaza Vendome).

En su lugar, lo que hicimos, pese a que las distancias son cortas, fue tomar un nuevo autobús hasta la iglesia de la Madeleine, templo católico construido en el siglo XVIII en estilo neoclásico. Presenta unas grandes proporciones y llama la atención por su arquitectura en forma de templo griego y por las flores que adornan las escalinatas de acceso, desde las que tenemos unas espléndidas vistas de la cercana plaza de La Concordia.

Precisamente a esta plaza nos dirigíamos, y mientras esperábamos el autobús, nos adentramos en uno de los innumerables patios interiores con locales comerciales de la ciudad donde, junto a pequeñas tiendas de artículos de lujo, oficinistas trajeados disfrutaban de frugales comidas.

La Concordia es una gran plaza enorme, abierta, en la que es fácil entrar pero difícil salir (y es que tuvimos que realizar un sprint digno de Usain Bolt cuando quisimos abandonarla para alcanzar una de las aceras que nos guiaban al Sena mientras los coches se nos acercaban a elevada velocidad.

Esta plaza forma parte de la historia de Francia, en ella se colocó, en tiempos de la Revolución Francesa la famosa guillotina (el nombre de la plaza era de La Revolución), y hasta después de esta época siniestra en muchos aspectos, no recibió el nombre de La Concordia. La preside el famoso Obelisco de Luxor, procedente del templo del mismo nombre y recibido por los franceses como regalo egipcio en el año 1834.  Mide 23 metros, y entre los jeroglíficos que adornan cada una de las caras, no podemos olvidar el cartucho de Ramsés II, en el que el rey hace una ofrenda al dios Amón-Ra. Además del obelisco, la Plaza está adornada por dos bellísimas fuentes de bronce y ocho estatuas cuyo significado son las ciudades francesas más importantes. El hotel Crillon, al fondo, completa el magnífico aspecto de la Concordia.

Y aunque parezca increíble (era septiembre y el otoño se acercaba), el calor apretaba, y el hambre también, así que decidimos comer en las proximidades de nuestra siguiente etapa: El Palacio de los Inválidos y la tumba de Napoleón, y no conocíamos ni metro ni autobús que allí nos guiara, así que comenzamos a andar: poco más de un kilómetro que se nos hizo eterno, y eso pese a que discurrió junto al Sena, y pese a que nos acercábamos al más bello puente de París, el Puente Alejandro III, que une Los Inválidos con el complejo monumental formado por dicho puente, el Gran Palacio y el Petit Palais. Es el puente más largo de dicha ciudad y la primera piedra de su construcción fue puesta en 1896 por el zar Nicolás II de Rusia. Lo adornan, en maravillosa armonía, guirnaldas de conchas y de flora marina, estatuas que representan a Ninfas, y treinta y seis candelabros de bronce que además se encargan de iluminarlo.

Llegamos a los bellos jardines que lo presiden y no encontrábamos dónde comer. Chapurreando un calamitoso espanglish pregunté a dos jóvenes con aspecto de yuppies dónde podíamos comprar unos bocadillos, y, ¡anotadlo para los que queráis hacer un alto en la zona! me dirigieron hacia la parte de la derecha (según miramos de frente el Palacio), donde se sitúan un restaurante chino y una pequeña sandwicherie (Rue Fabert 40) donde un encantador parisino nos vendió unos riquísimos bocadillos (menú completo de bocadillo + refresco + bollo por menos de 10 euros) que nos dimos el gustazo de comernos mientras descansábamos recostados en el cuidado césped de la explanada de los Inválidos. Tiempo tuvimos incluso de reposar la comida tumbados cómodamente mientras rememorábamos todo lo vivido en estos dos días.

Contaros estos días devuelve a mi memoria múltiples recuerdos, recuerdos que os seguiré contando, visita a Montmartre incluida, en mi próxima crónica.

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