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CANTABRIA, VALDEOLEA (II)

Luis Moratilla

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Llegó el día siguiente, día duro, mucho por ver, quizá demasiado para el tiempo del que disponíamos.

Y la mañana la iniciamos visitando la cercana iglesia románica de San Cipriano de Bolmir, así como las ruinas romanas de Julióbriga, ciudad fundada en el siglo I a.C., que incluye, además de las ruinas, que deben ser una maravilla para los soñadores, la iglesia también románica de Retortillo.  Pero las ruinas no las vimos, aunque las buscamos, ya que solo había varias columnas; el resto, ciudad, viviendas y foro, había que imaginarlo, pero hasta nos faltaba tiempo para eso. Esto, unido a que el centro de interpretación aún estaba cerrado, hizo que sólo contempláramos el exterior de la iglesia,  construida a finales del siglo XII y que cuenta con una sola nave y un solo ábside. Muy curiosa es la escalera exterior que conduce al campanario, que cuenta con dos imponentes campanas. Nos marchamos de allí, no sin antes fotografiar el bello entorno que rodea la iglesia, con el pantano del Ebro, señor de la zona, al fondo.

Seguimos la bellísima carretera que bordea el embalse. Buscábamos el monasterio de Montesclaros. En el camino, a poco de abandonar dicho pantano, nos detuvimos junto al margen del Ebro. La carretera era preciosa, encajonada entre río y bosque.

Al poco llegamos a Bustasur, pequeño pueblo habitado por unas decenas de personas, precedido de una ferrería antigua y abandonada, y con una iglesia, de San Julián, construida a principios del siglo XII, también pequeña y también románica. Intenté entrar sin darme cuenta de que se estaba celebrando la misa del día de difuntos. Cura y parroquianos me miraron sorprendidos. Agaché las orejas y, pidiendo perdón, abandoné el recinto y, al momento, el pueblo, ya que poco más había que ver.

La belleza del monasterio, centro de peregrinación para los cántabros creyentes, lo era por su entorno, en lo alto de la montaña presidiendo los bosques. Un castillo no podría haber conseguido mejores vistas. Debe de ser que a Dios también le gustaba asomarse a esas ventanas y observar desde allí, como  un gran señor feudal,  la grandeza del amplio valle por él creado, vigilando que nadie se saliera del camino marcado.

Un amable pero autoritario monje nos contó sus maravillas, y así nos enteramos de que el origen del santuario se encuentra en una iglesia rupestre situada bajo la actual, que se construyó en el siglo XVII, que la época de mejor esplendor fue el XVIII, y que sus monjes son dominicos. También nos invitó a ver su interior, sus interesantes restos arqueológicos y la imagen de la virgen que allí se adora, gótica del siglo XIV, en madera policromada. Eso sí, advirtiéndonos que quedaba poco tiempo para la celebración religiosa, a la que por supuesto estábamos invitados. Rechazamos cortésmente su invitación, tiempo habrá, en un futuro, de aceptarla, y marchamos de allí cuando ya las puertas iban a ser cerradas.

Ahora tocaba el pueblo de Aldea de Ebro. Mis anotaciones decían que era un pueblo muy interesante, conjunto histórico rural, y enclavado en un magnífico paraje, digno de pasearse, de saborearse, y por supuesto, de conversar con sus vecinos para que nos contaran su historia, su presente y sus esperanzas. Mi acompañante quería atravesarlo en su 4×4. Yo me negué: eso no es ver un pueblo, eso es sobrevolarlo. Así que paramos en su recoleta plaza, caminamos junto a sus casas de piedra y nos detuvimos a contemplar su iglesia, de San Juan Bautista, románica, con planta en forma de “L”. Junto a la iglesia, exenta, se encuentra la espadaña, de interesante arquitectura. Tan solo pudimos charla con un chavalillo que paseaba con su perro, en exceso cariñoso. Nos habló de su felicidad en esos parajes, y envidié su libertad, su alegría, y recordé mi juventud, encerrada en el mundo claustrofóbico de la capital.

Pero ese recoleto pueblo no tenía bar, y era la hora del aperitivo, así que marchamos a Arroyal, donde en una bonita cafetería-restaurante-casa rural pudimos tomar un vinito, acompañado por un fuerte y sabroso queso del lugar. La casa rural se llama “Los Carabeos” y, por su exterior, parecía muy interesante. Su teléfono es 942745049 630734357

La comida la realizamos en Mataporquera, pueblo industrial de la zona que llegó a contar con cerca de 5.000 habitantes. La llegada es ciertamente desoladora: chimeneas escupiendo humo, contaminación en marcha sin importar  que fuera domingo. Cuando Dios creó el mundo y dijo al hombre que el séptimo día lo dedicara al descanso, no pensó en la contaminación, pues a ella no la ordenó parar ni el quinto, ni el sexto, ni tampoco el séptimo día, y  éste es el resultado: un mundo con un futuro cada vez más incierto. Pero Mataporquera tiene también su encanto, sus casonas coloniales, sus fachadas de principio de siglo, símbolo de una prosperidad ahora en decadencia. Comimos en un mesón del que lo más interesante era el atractivo  de la camarera. Como no sé si aún trabaja allí, no puedo recomendároslo, no sea que su belleza haya emigrado a otros lugares.

Tocaba ahora el occidente. Muy interesante nos pareció el palacio de la Corralada, situado en Henestrosas de las Quintanillas. Data del siglo XVIII y cuenta con capilla y escudo en su fachada. Es también casa rural, pero desconozco si su interior es tan interesante como el exterior. Si queréis reservar, su teléfono es 942770911 o 658824614 y su página www.palaciolashenenestrosas.com.

Junto a la iglesia románica del mismo pueblo, denominada de Santa María, y bajo su espadaña, mi amigo Juan aprovechó para fumarse el purito de después de comer, que las malas costumbres no deben perderse, y después, más  pueblos, más lugares, más románico: Olea, Hoyos, Mata de Hoz, La Loma. Y si bien existen muestras de pinturas murales en las iglesias de Mata de Hoz, La Loma y Las Henestrosas, sólo pudimos contemplar las de la iglesia de San Juan Bautista en Mata de Hoz. Son góticas, del siglo XV, ocupan el ábside y desarrollan el ciclo de La Pasión.

Nos quedaba avistar la impresionante torre de San Martin de Hoyos, que domina casi todo el valle. Ahora en ruinas, tiene planta cuadrada y a ella se accedía a través de un arco apuntado, sin vanos.

La tarde ya languidecía, y queríamos volver a ver la Colegiata de San Pedro, en Cervatos, románica del siglo XII, el tímpano y el dintel, los frisos decorados con motivos vegetales y hojas entrelazadas, pero, desgraciadamente, llegamos tarde, ya que estaba cerrada  y solo pudimos bordear su exterior. De su interior nos perdimos el ábside, los capiteles, las ménsulas en las que se apoya el arco fajón, sus bellas tallas barrocas, entre las que destacan un Cristo y una Inmaculada, atribuidas a Gregorio Fernández. Pero lo que hace singular a esta Colegiata es su colección de canecillos, en los que abundan representaciones con variopintos motivos sexuales, todos ellos con escenas provocativas.

El día había sido agotador, aunque todavía tuvimos tiempo de acercarnos a un pequeño hipermercado en Reinosa donde adquirimos algunas viandas para la cena de la noche: embutidos y pizza para mi hijo, y vino del bueno, bonito y barato para nosotros. Y con ese vino y ese embutido, acompañados por la amena charla que mi amigo Juan siempre me brinda, terminó el día, y llegó la hora de dormir y de acabar mi crónica de este número.

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