[et_pb_section][et_pb_row][et_pb_column type=»4_4″][et_pb_text admin_label=»Text» background_layout=»light» text_orientation=»left»]

SORIA: DONDE EL DUERO NACE Y SE HACE ADULTO

Luis Moratilla

[/et_pb_text][et_pb_text admin_label=»Text» background_layout=»light» text_orientation=»left»]

Hace unas semanas tuve la oportunidad de regresar a tierras sorianas, y este viaje me trajo el recuerdo de otro que realicé hace ya unos cuantos años a aquella provincia, y pensé que, antes de contaros esta nueva visita,  sería bonito compartirlo con vosotros y así revivir  aquel primer viaje, recordando cómo han cambiado, no siempre a mejor, algunos lugares que ahora hemos tenido la fortuna de volver a pisar.

Salimos un jueves a primera hora de Madrid. Nuestro destino inicial eran las ruinas de Tiermes (yacimiento celtibérico y romano: www.tiermes.net), y allí nos encaminamos. La primera parada fue Ayllón, nada mejor que desayunar junto a su plaza (imperdonable seguir esta ruta y no detenerse al menos un momento a admirarla, y, si es muy de mañana, cuando todavía los coches que allí aparcan no la afean, mucho mejor). Tras el desayuno, nos dirigimos a Montejo de Tiermes (el yacimiento está, desde Ayllón, perfectamente señalizado). Sobrecogedor el tramo en que se atraviesa el pueblecito de Cuevas de Ayllón.

Imposible que Tiermes os defraude. Tanto sus ruinas como su paisaje  son impresionantes, desde aquí quiero pedir disculpas a los arqueólogos por pasear por donde los carteles nos rogaban que no lo hiciéramos, pero la soledad del entorno y la sensación de sentir que pisábamos algo ya habitado hace tanto años movía nuestros pies.

Tras Tiermes, marchamos a Caracena. El frío soriano impidió que disfrutáramos de la visita,  y hubo murmullos de decepción en el grupo. Sin embargo, para mí la parada mereció la pena.   Quiero destacar el paisaje que se observaba desde el castillo y también contaros que nuestra querida bióloga Isabel descubrió que algunas de las piedras por allí esparcidas contenían distintos tipos de fósiles (hasta hubo cabreo cuando un valioso fósil que recogió con esmero fue tirado en un despiste por su marido, porque creyó que aquello «sólo era una chirla»).

Desgraciadamente, se hizo tarde para alcanzar nuestra siguiente meta, el castillo de Gormaz, y es que nuestro José Guadalajara debía regresar a Madrid y su autobús salía del Burgo de Osma a las 16.30 h. Así que hacia allí nos dirigimos. Del Burgo de Osma debo destacar su bella catedral gótica, con restos de románico y en la que sobresale su soberbia portada meridional, así como su  impresionante refectorium y la torre barroca. Os aconsejo un paseo hasta la plaza mayor, después de comer en  el restaurante  «El Mirador», c/ Marqués de Vadillo, 10, tfno. 975 36 02 72, donde me sirvieron uno de los mejores corderos asados que he comido en mi vida.

Tras un largo paseo por el Burgo para que nuestro estómago asimilara lo que habíamos ingerido, nos dirigimos sin más paradas a nuestro destino, el bonito pueblo de Vinuesa, y más concretamente a los Hostales Visontium (www.hostalvisontium.com 975378354)  y Revinuesa (Tfno. 975378217), alojamientos que, sin grandes pretensiones, nos permitieron recuperar fuerzas y descanso los tres días que allí nos alojamos.Ucero.

Al día siguiente el objetivo era Calatañazor, pero primero nos vimos obligados a acercarnos a Covaleda, ya que el día anterior, uno de nuestros coches había sufrido  un pequeño problema. Pero como no hay mal que por bien no venga, el viaje nos permitió contemplar el precioso paisaje que une Vinuesa y Covaleda, donde los robles iniciaban el cambio de estación (nos quedaron ganas, pero nos faltaba tiempo para poder caminar por alguno de los muchos caminos forestales que se introducen en el bosque). En la breve espera, parte del grupo nos dimos un paseo por un corto camino que se inicia al otro lado de la carretera y que, además de ser la entrada al cementerio, sigue hasta un campamento para chavales atravesando un poblado pinar.

Ya con el coche reparado, seguimos camino de Calatañazor con parada en otro precioso pueblo, Molinos de Duero, uno de esos maravillosos lugares donde no hay nada concreto que destacar porque el pueblo entero es destacable, sus casas de piedra con vigas de madera, muchas de ellas con una antigüedad de 500 años, su limpieza, su plaza, su entorno, y cómo no, su río Duero (y como a los que vayáis con niños os pasará lo que a nosotros, que los chavales querrán cruzarlo una y mil veces saltando por las troncos que a modo de puente lo atraviesan hasta acabar poniendo uno o los dos pies en el agua. Un consejo: no os preocupéis, porque en el pueblo todavía existe esa tienda donde se vende de todo, es carnicería, pero también droguería y mercería y, por supuesto, vende los calcetines perfectos para evitar una segura pulmonía).

La llegada a Calatañazor fue sobre las dos de la tarde; milagrosamente conseguimos comer en el restaurante del mismo nombre (con unos precios muy ajustados). Una sugerencia a quien por allí se acerque: reservar con antelación: 975183642, aunque, si no es posible, cerca hay otro, «El Palomar» (975183284), donde los precios tampoco nos parecieron elevados.

De Calatañazor diré sólo una palabra: maravilloso. No recuerdo cuántas horas pasamos allí, cuántas veces recorrimos cada calle, el tiempo que estuvimos parados mirando al infinito desde el castillo, la amena clase de historia que nos dio el encargado del museo de su austera iglesia mientras nos mostraba las joyas que en él se guardan. Antes de marchar, un amigo y yo nos escapamos del grupo para visitar (o mejor, beber) en la taberna Ondategui, donde nos sirvieron un delicioso orujo (de miel, el mío, suave, que había que conducir) mientras su propietario nos obsequiaba con la música de algo parecido a una guitarra con teclado. Después supe que su nombre era zampoña.  Y ahora, un breve inciso, y es que he vuelto a visitarlo, y aunque mantiene todo su sabor, la inevitable masificación del turismo rural le ha hecho perder parte de su encanto. Los dos restaurantes ahora se han duplicado y cada calle cuenta con una casa rural. Aún así, sigo recomendando sin duda su visita y también acercarse a la cercana Fuentona, a escasos kilómetros y que, tras un relajante paseo, nos conduce a una pequeña poza junto a la que  nos recostamos en las grandes piedras que la cercan buscando su fondo y soñando con los seres que las viejas leyendas cuentan que la habitaban.

Al siguiente día, nos dirigimos a la Laguna Negra. El sol se supone que ya había salido, pero las nubes lo tapaban (afortunadamente, porque la lluvia que comenzó a descargar según nos dirigíamos a la laguna se transformó en nieve a nuestra llegada, permitiéndonos disfrutar de una visión maravillosa). Para llegar a la laguna, nos dividimos en dos grupos, los que subieron en coche hasta casi el mismo borde (300 metros antes) y los más valientes, que nos quedamos en el primer aparcamiento, a dos kilómetros de la meta (y digo valientes no por la fuerte lluvia que nos caía ni por la pendiente de la carretera, sino por los muchos coches que, pese a la nieve, por allí circulaban. El camino mereció la pena, la combinación de helechos, pinos y hasta algún que otra haya resultó fantástica y el recibimiento de la laguna, con la nieve que poco a poco teñía de blanco el circo que nos rodeaba, daba al entorno una apariencia deslumbrante. Hasta nos atrevimos a ascender un poco por una de las laderas hasta una cascada cercana. El vértigo de algunos, junto a que parte del grupo fuera niños, nos hizo desistir de continuar la ascensión. Las fotos que acompañan este reportaje son la de mi último viaje, por lo que el paisaje que veréis será de cielos azules y sin nubes.

La tarde la dedicamos, tras volver sobre nuestros pasos, a callejear por Salduero, donde vimos atardecer mientras dábamos un tranquilo paseo acompañando al Duero en su caminar hacia Molinos.

Y ya llegó el domingo, la vuelta a Madrid. La mejor forma de alargar el día era seguir disfrutando un poco de la provincia de Soria, por lo que decidimos acercarnos al Cañón del Río Lobos (que además me traía bonitos recuerdos de hace muchos años, durmiendo bajo las estrellas con la única protección del saco de dormir). Muy aconsejable el camino desde Abejar a través de Navaleno y San Leonardo, ya que la carretera se encuentra perfectamente asfaltada, con un tráfico escaso y un bello paisaje pinariego. Nuestras eternas prisas nos impidieron detenernos a contemplar San Leonardo y su majestuoso castillo.

Del Cañón del Río Lobos sólo puedo decir que era más impresionante aún de lo que recordaba, una pena que el río estuviera casi seco, aunque con el suficiente agua para recordar las pozas donde hace muchos años me bañé. Durante cerca de dos horas paseamos por allí, con parada obligada junto a la ermita y la cueva grande y continuación por el tranquilo paseo que entre los juncos discurre a la vera del río observando el vuelo de los muchos buitres que por allí pernoctan. Y como la comida no es el menor de los placeres, que mejor que acabar el viaje con una que nos dejara el mejor sabor de boca. Así que nos encomendamos a Dios y a la suerte y decidimos parar en el primer restaurante que apareciera en nuestro camino. Dios y la suerte no nos abandonaron y obtuvimos el mejor premio: un pequeño restaurante al paso de la carretera por el pueblo de Ucero, donde nos sentimos como los reyes que seguro habitaron el castillo frente al que acabábamos de pasar.

[/et_pb_text][/et_pb_column][/et_pb_row][/et_pb_section]

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Scroll al inicio