LEYENDA DEL CÉSAR VISIONARIO

Pedro Centeno Belver

  Una de las novelas estéticamente más brillantes de las reseñadas en esta página es, sin duda, la que nos ocupa este mes. Con ella vamos a dar por finalizado un pequeño ciclo de novela histórica del siglo XX, a la par que devolvemos el devenir de la historia a España. En efecto, Leyenda del César Visionario es un relato intenso y emotivo sobre lo que sucede (ideológica y socialmente) en el bando nacional durante nuestra Guerra Civil.

La narración está perfectamente enmarcada en la España alzada en armas y traslada a nuestros lectores a esa guerra que vivieron, por un lado los ciudadanos, que con unas u otras ideas trataron de sobrevivir en el bando que geográficamente se les asignó, por otro lado, la “intelectualidad” de una serie de literatos-guerreros, hombres de armas afines a las ideas de Hitler y Mussolini y al coñac Napoleón y, cómo no, del General Franco, en momentos en los que su habilidad estratégica, su leyenda y su idea de una nueva España ya le convertían en un General superlativo.

 En esta tesitura encontramos a Francesillo, un joven de ideas liberales, afín a la República, que se ve encerrado en un espacio en el que no le queda más solución que defender la causa rebelde, instigado por su principal valedor, un falangista de pro y, para más inri, homosexual, que, con el fin de que no se vea privado nuestro héroe de la gloria de la guerra, le llevará las víctimas destinadas al paredón a su alcance. Todo ello porque Francesillo, hombre aficionado a las letras que trabajará como corrector para la causa, cómo no, franquista, había evadido el frente de guerra gracias a una argucia.

Un círculo más noble lo formaron un grupúsculo de intelectuales afines al falangismo, ideología presentada por el propio José Antonio años antes como autónoma e independiente del fascismo italiano o del nazismo alemán (tal vez por eso lo hiciera en inglés), que debería devolver una unidad la España fragmentada de la II República. Así, Pemán, Foxá, Serrano Súñer y toda la pléyade de autores, incluido Ridruejo, entre uniformes e ideas de letras, con la gran herencia de Garcilaso, pero que trocaron las auténticas armas por los vapores del coñac, se reúnen en un café a hablar de los avances en la guerra del bando nacional, leer fragmentos, o capítulos, o sonetos que muchas veces chirriaban tanto como las armas que otros enfundaban por ellos. De ese café, plural en cuanto a ideas en principio, se van purgando las figuras intelectuales del bando que poco más adelante caerá derrotado.

 Y en un tercer plano, o en un primero, aparece la figura del gran general Franco. Una persona que no aparece en absoluto mitificada, pero tampoco denostada. No nos engañemos, Leyenda del César Visionario no es una novela panfletaria, sino un relato que desbroza los horrores que hicieron uno y otro bando, uno de ellos instigado por ese señor de corta estatura pero muy inteligente, gran estratega y, hasta cierto punto, cultivador de sí mismo. Efectivamente, una de las primeras cosas que debió aprender el Caudillo fue a cultivar su propia personalidad y escribir y reescribir su historia (como dice, por ejemplo, el historiador Preston). No puede extrañar, pues, que la gran apuesta ideológica de Franco, esos apuntes para un guión de cine que se llamara posteriormente La Raza tuviera dos versiones, una que arrancara del falangismo, otra que dibujara la historia, o esa extraña biografía reescrita, más aún a su gusto.

Porque en esos momentos el falangismo estaba jugando una frágil función dentro del ejército nacional. Por un lado, la muerte no anunciada de José Antonio, que le ganó el apodo del ausente, dejaba sin estandarte visible una importante parte del bando alzado; por otro, el peligro de anunciar dicha muerte y correr el riesgo de que los falangistas buscaran un sustituto. En todo esto tuvo que jugar Franco una partida de ajedrez cuya estrategia no erró y logró, por un lado, imponer su figura frente a los cada vez más descontentos intelectuales (esos que querían derribar el mito de la España inculta frente a la culta España republicana) y por otro ir ganando, gracias a manifestaciones populares (convenientemente subvencionadas) y apariciones puntuales (o rumores de tales apariciones en las diferentes batallas vencidas) una leyenda que le hiciera temido y respetado.

Sin embargo, todo aparece coloreado a modo de acuarela con ribetes que desbordan un colorido artístico y ampuloso de una prosa brillantemente conseguida y el retrato duro y no tendencioso de los diferentes personajes. Cierto es que en algún momento puede alcanzarse un cierto esperpento, pero es la propia realidad de la guerra.

La apuesta estética es, pues, hermosa y alcanza puntos de verdadero dramatismo. Cuando Francesillo dispara en el pelotón de fusilamiento, dispara a campesinos que tienen miedo a mirar al frente porque se sienten inferiores a sus verdugos, dispara a jóvenes muchachos que dijeron cosas que no debieron, o a profesores, mujeres o alcaldes de pequeños pueblos.

Todo en un universo en el que no falta una poética lubricidad; la lubricidad del sexo con la tonta, o con la monja ninfómana si hablamos de Francesillo. O la del glotón deseo de comer magdalenas a dos carrillos, mojadas en leche, mientras otros abaten a sus hermanos, perecen en el intento o caen mutilados. Esa gula pueblerina de un Generalísimo que se nos muestra campechano y de mal humor, ese militar que escribió su diario de guerra bajo el escudo de una bandera, temperamental, católico y muy amante de la España antigua, la tradicional, la que nunca se atrevió a pensar… ¿Tendría este general tan plebeyo faltas de ortografía?

En definitiva, Leyenda del César Visionario es un hermoso relato que emociona porque enfada y nos devuelve a un momento horrible en el que no hace tanto estuvieron nuestros familiares. Pero nos traslada a ese momento con una crítica no de una persona (que también, pues nadie estará contento), ni de un grupo (que también, porque pretenden crear una intelectualidad desde un movimiento en el que no tiene cabida el pensamiento), ni de la sociedad (que también, porque matan unos a otros o se escudan en la iglesia para expropiar en nombre de Dios); en definitiva, estamos ante una crítica en general a este extraño y estúpido proceso histórico (más estúpido cuanto más moderno) que llamamos guerra. Una buena manera de reencontrarnos con nuestra historia y con nuestro pasado más reciente, pero, sobre todo, con la maravillosa prosa de un Francisco Umbral que no hace tanto que nos dejó.

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