EL REINO DE ESTE MUNDO

Pedro Centeno Belver

La esencia del llamado “realismo mágico” está recogida en la pequeña obra del escritor cubano Alejo Carpentier El reino de este mundo. En ella se asientan las ideas que emergerán con singular belleza en las magníficas novelas de Gabriel García Márquez o Mújica Láinez, donde lo mágico, como el propio Carpentier dirá en la singular crítica al surrealismo francés -ya manido a mediados de siglo- que viene a ser su prólogo, es lo milagroso, lo increíble, en fin, lo que va más allá de la razón pero que, como veremos, es parte de la razón misma.

Pero también estamos ante narraciones realistas, con personajes que parecen cobrar vida en la pomposa prosa de los autores a que hemos hecho referencia y de los que es adalid nuestro autor cubano. Real, como trágico, un retablo de vida, muerte, pasiones y desencantos, con la voluptuosidad del sexo y la dureza de la violación, la idolatría y un sueño fingido, esclavitud ante los amos o ante uno mismo o ante la locura… real, en definitiva, como el mundo en que vivimos.

Así es Haití también; azotado por innumerables desastres naturales, políticos y sociales, unos más recientes y otros constantes, negocio de traficantes y de corruptos, hostigado por el imperialismo del norte y dominado, como en nuestra novela, de una o de otra manera por castas raciales, que acaso siempre son lobos con diferentes pieles. Ya Carpentier avanza en su prólogo, esa breve tesis sobre el “realismo mágico”, esas desdichas en forma de terremotos, conquistas y revoluciones mezclada con una tibia bilis de esperanza revestida de creencias. El vudú, desarrollo importado de la santería africana por medio de los esclavos que se hubieran de amotinar en la época en que se ambienta nuestra novela -finales del siglo XVIII y principios del XIX- será el vértice que una los deseos de libertad de una raza esclava con la fuerza necesaria para rebelarse. El punto mágico, el milagro que permite al manco transformarse y convertirse en ave o insecto, en humo y libertad.

Nuestra novela, dirá Salvador Bueno, no es una novela histórica, sino una crónica heroica, épica quizás. Y, es cierto, como tal debe tratarse. Por un lado, no estamos ante una novela histórica propiamente dicha, sino ante mucho más; ante una joya lingüística cuya prosa embruja en la propia lectura desnudando al lector en su musicalidad; ante una violenta poesía que impregna de lirismo la muerte o la esclavitud, impersonal por completo en esa muchedumbre negra que era utilizada como divertimento, moneda de cambio y mano de obra. La muerte pierde su importancia cuando las personas dejan de ser personas y cuando hubiera -y siempre las habría, dirá Carpentier- mujeres negras embarazadas que dejaran nuevos esclavos. Pero también estamos ante el lirismo de la voluptuosidad, de las formas de una sociedad incontrolada que adora a dioses fálicos y que en plena revolución arrasarán y violarán sin pudor porque no hay nada mejor que ultrajar al amo con su honor y su otra propiedad, esta vez vestida de mujeres e hijas.

Pero El reino de este mundo puede perfectamente ocupar también un espacio en esta nuestra biblioteca de novelas históricas. Es evidente que méritos no le faltan -no en vano su valor entre las letras hispánicas ha crecido exponencialmente-. La construcción, esbelta y barroca a la par, rica en luces y sombras, perlada de hermosos epítetos eficazmente dispuestos que se disponen en un pentagrama musical por el que fluye la prosa, es, simplemente, perfecta. Cada uno de los cuatro capítulos nos cuenta un momento diferente de la vida de Ti Noel, esclavo negro -timorato primero, rebelde después y, finalmente, viejo-, nos presenta un ambiente social de lucha, de creencias, de vudú, de pugna por el poder -vida y muerte siempre-. Así, mientras en Francia emergía la revolución, burguesa y francesa por igual, con la libertad guiando al pueblo y una declaración de los derechos del hombre, el esclavo seguía siendo esclavo en Haití hasta que realmente éste tomó conciencia de sí mismo.

Y mientras, también en Francia, los reyes perdían la cabeza, otro personaje importante en nuestra novela, Mackandal, perdía su brazo con igual violencia y las mismas ganas que aquellos, pero sin el sutil arte de la guillotina. Esclavo manco e incapacitado para muchas labores, se dio a la brujería e hizo de las plantas su principal inspiración y estudio… hasta que escapó. La importancia de Mackandal es crucial en la novela, pues será el instigador de la revolución de los esclavos, que harán de él un mito, un brujo capaz de transformarse y aparecer mudado en ave o avispa. El manco envenenará pastos, ganados y las propiedades de los blancos hasta que comience con los propios amos; por supuesto, esto no fue muy de su agrado y una noche, reunida la negrada y con Mackandal presente, en plena turba generada por los palos, azotes y armas de los amos, quienes cayeran presa de los venenos vinieron a prender al brujo y, arrojado a la hoguera, solo pudo ya convertirse en humo.

Y he aquí el milagro. La muerte no fue muerte, sino que el mutilado consiguió transformarse y salvarse dejando la esperanza de un regreso que, si bien nunca se produjo, basta con que se deseara para que realmente no hiciera falta más. El resto vino de Francia. Por eso, la magia, preñada de vudú -el mismo que es hoy en su mayoría un vudú cristiano- y por eso el realismo. Carpentier nos consigue dar la razón de lo que ocurrió y lo milagroso a la par en uno de los pasajes más hermosos y crueles de la novela. El asesinado es inmortal, como lo será el enchaquetado Ti Noel cuando consiga ser abeja y aburrirse de la geometría.

Más adelante nos encontraremos con saqueos, incendios, viajes y nuevos magos (por ejemplo, Solimán, un personaje francamente interesante, enamorado de la hermosa Paulina Bonaparte, por la que arde en el insoportable deseo de lo que se tiene tan cerca que no se puede besar). Pero la libertad es un bien demasiado preciado como para ser común y donde fueron amos los blancos, lo serían después los negros, sobre negros también, auspiciados ahora en el viejo decreto de que en el país de los ciegos el tuerto es el rey. Así, dejó de haber esclavos y comenzaron a ser esclavos todos en un nuevo reino, con un nuevo rey. Un rey negro, como negros se tornaban algunos santos y vírgenes, pues no hay nada más fácil que engañar al semejante con su semejante…

El crisol de personajes es, pues, tan hermoso como la prosa que los describe. Son seres humanos que ganan y pierden su identidad en la ampulosa brocha con que se dibujan. Y cuando crecen como personas sufren, disfrutan, matan, violan, aman y se suicidan, como lo hará el rey Henri Cristophe. Cuando se pierden en la lóbrega realidad de la esclavitud simplemente son peones que están a merced de la vida o la muerte cuando una mano lo decide.

Podemos leer El reino de este mundo maravillándonos por ese hermoso paraíso de dolor o perdernos entre sus escarpados caminos dejándonos llevar por la maravillosa prosa del escritor cubano. La magia se apoderará de nosotros como si un muñeco con nuestra cara -una manzana, tal vez- fuese penetrado por alfileres de placer. El tiempo transcurre, literalmente, a voluntad del autor, dueño de toda la obra, omnisciente como un dios, como si Carpentier hubiera decidido mudarnos en rey o esclavo por momentos y quisiera hacernos sufrir o deleitarnos con sus personajes. Porque hasta la más dura de las realidades es bella; no, por trágica no debiéramos decir bella, sino hermosa.

Sin embargo, hoy, en el siglo XXI, la realidad que vive el pueblo haitiano es tan cruda e inhumana que es imposible describirla. La muerte, mutilaciones y la mera lucha por la supervivencia son el pan de cada día de un pueblo fascinante por sus costumbres y su lucha ante lo imposible. La lucha de aquellos que son verdaderamente el pueblo haitiano, de quienes han padecido seísmos, pero también la peor faceta del ser humano. Acercarnos a la historia de este país, de sus recovecos más allá de Puerto Príncipe, es ya una razón suficiente para que en estos días optemos por una lectura como esta. Pero además es que estamos ante una auténtica obra maestra, un delirio literario plasmado con una de las mejores plumas del siglo XX. Pocas novelas hacen sentir este arte como lo hace El reino de este mundo, y el arte es vida, muerte, tragedia y… magia.

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