TRAFALGAR

Pedro Centeno Belver

En nuestro recorrido por el origen de la novela histórica española es inevitable reencontrarnos en nuestra sección con uno de nuestros más grandes autores: Benito Pérez Galdós.

Muchos son los motivos que obligan al historiador de la literatura a cubrir muchas páginas hablando del escritor canario. En primer lugar, está su papel fundamental en la evolución de la novela hacia una estética realista -y, por ende, moderna- en una España que estéticamente andaba rezagada con respecto a las innovaciones que al respecto se desarrollaban en la Francia de Stendhal. Posteriormente, caminó sobre la estrecha linde que se estableció entre el propio realismo y un naturalismo que, incipiente, marcó toda una línea entre cruel, experimental y necesaria que vino a tomar forma en una obra cumbre tan solo igualada –tal vez superada- por la obra de Clarín. Y por último, con cierta fortuna, formó parte de una revolución teatral, también naturalista, que, siguiendo la estela de Strindberg, aportó suficientes argumentos para la posteridad.

En todas ellas, sin excepción, supo dejar una impronta personal que le distingue del resto de sus coetáneos. Su estilo, entre sencillo y elegante, heredero de Cervantes y su amable carácter tímido dejaron huella en propios y extraños ganándose no pocas alabanzas y alguna que otra crítica. Galdós fue sensible a la realidad de su tiempo y aun cuando se posicionó cómodamente entre los burgueses, no dejó de atacar los vicios de una sociedad que percibía injusta e intolerante muchas veces.

Poco podemos decir que no se haya dicho ya de Trafalgar, el primero de los Episodios Nacionales con que don Benito trató de recrear la historia reciente de España. Nuestro propósito este mes no es tanto realizar un análisis de la obra como invitar a la relectura de tan insigne novela y, cómo no, de reivindicar su importancia en este somero canon que –sin intención de que realmente lo sea- estamos realizando.

Recuerdo con cierta emotividad cómo en una tertulia literaria realizada hace algunos años contaba Rafael del Moral, que por aquel entonces preparaba su edición, cómo Trafalgar le había atrapado hasta el punto de leerla tres veces seguidas. Evidentemente, más allá del interés filológico con el que llevaba a cabo tamaña hazaña estaba el hecho de encontrarse ante una magnífica obra, escrita con pasión, sobria, elegante, rigurosa hasta el punto que se le permitía en aquel momento al autor y, cómo no, genial.

Este primer Episodio Nacional relata el inicio de las aventuras de un personaje que ya nos encontramos en esta sección hace ya un tiempo, Gabriel. Pero junto una pléyade de personajes ficticios, como será habitual en el resto de las series, aparece la esencia de esta reconstrucción de la historia moderna de España: los personajes reales. La crítica, pero también la cimentación de valores como el orgullo patrio y el respeto al enemigo distancian el a veces molesto maniqueísmo que rodea a una pequeña parte de la producción del escritor canario.

En efecto, los ingleses también tienen su patria, su rey, su familia y desde la propia novela, narrada en primera persona, se le reconoce su derecho a defenderse y atacar. Lógicamente, nos encontramos ante multitud de referencias históricas, alusiones a personajes ilustres de la época, críticas y alabanzas a la alianza hispano-francesa y admiración a las acciones célebres de, por ejemplo, el Almirante Nelson.

Gabriel, pues, nos narra con la particular pluma que el autor de La Fontana de Oro, su vida. No dejan de resultar curiosos, en su particular modo de contar la historia, los guiños al admirado Cervantes, que arrancan en algún personaje y descansan en su prosa con frecuentes llamadas de atención al lector o alguna frase más elaborada que trata de perlar la narración.

Pero Trafalgar es, ante todo, el relato de una batalla; y toda batalla tiene un tinte inevitable de crueldad que parece mezclar el orgullo (como sucede al comienzo con la convocatoria del joven Rafael) con las terribles consecuencias. En consecuencia, estamos ante el complicado binomio orgullo patrio-antibelicismo.

Porque una cosa está clara: vituperado por los conservadores de la época, Galdós abre con esta novela una serie que contribuye a cimentar la historia española haciéndola consciente del origen de su situación. En este sentido, la obra de ficción histórica de don Benito nos ofrece el argumento más claro que podemos encontrar para recomendar nuestro querido género en la actualidad: lo que somos nace de una serie de acontecimientos sociales, políticos, económicos, etc., de unas creencias, ideales, costumbres, etc., que se consolidan en nuestro presente. Por ello, conocer nuestro pasado permite un mejor conocimiento, no de nuestra actualidad, sino de lo que somos.

Basta que nuestro lector recuerde los nombres de Rosarito, Nelson, Gabriel, Rafael, o Nepomuceno y Santa Ana para que en su memoria recorra una emoción extraña que muy pocas obras literarias logran; y es que Trafalgar  nos transporta a una batalla que viviremos con emoción, tensión, orgullo y, cómo no, tristeza. Todo ello en una osada novela que trata, ajena a la estética romántica, una historia reciente que en 1873, año de publicación de nuestra obra, no alcanzaba siquiera el siglo de antigüedad. Las heridas de la batalla aún permanecían abiertas.

Así pues, invitamos a recorrer esta trepidante aventura, bien escrita, tan amena y vigorosa que viene a reunir casi todas las virtudes de la novela histórica. Sin duda, es una lectura agradable y una de las cimas de nuestras letras, toda vez que abre un ciclo que será imitado, entre otros, por Baroja –con algo menos de fortuna, eso sí-. Por tanto, disfrute con el eco atronador de los cañones mientras esperamos –poco- a que arranque el motor te pluma y tinta de nuestra máquina del tiempo para trasladarnos al siglo XIII, al que nos lleva José Guadalajara con su nueva novela. Allí espera el Rey Sabio que…

Antes de mirarse en el espejo, se había pasado la noche soñando con caballos.

En la cabeza aún le resonaban los cascos de los dos alazanes que habían arrastrado por la tierra seca el cuerpo de don Zag.

Le dolía el rostro y le dolía el alma…

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