LA REINA DE LAS TRES MUERTES

Pedro Centeno Belver

“He procurado que fuera creíble y que la historia real y la ficticia formaran un núcleo compacto. Quiero no solo entretener sino transmitir contenidos”

José Guadalajara en La reina de las tres muertes, de José Guadalajara.

Recientemente ha sido publicada la última novela de José Guadalajara, La reina de las tres muertes, a la que acogemos este mes en nuestro rincón dedicado a la crítica de novela histórica. Hace un año exactamente seleccioné como lectura veraniega la maravillosa –epíteto que deberíamos aceptar en todos sus sentidos- novela de Steinbeck Los hechos del rey Arturo que, si bien rompía nuestra línea habitual, nos daba cuenta de que la Historia a veces no sólo es como es, sino cómo se siente. En esta ocasión, por el contrario, nos enfrentamos a una obra que va más allá de nuestro sub-género literario y que, por otra parte, es una excelente elección para dejarnos envolver por nuestro pasado.

Antes de pasar a analizarla y, por tanto, a ser objetivo, he de reconocer que parte de su lectura la realicé en una ciudad en la que la Historia se escribe en cada esquina: París. Y puntualizo esto porque es evidente que tras alcanzar lo alto de Nôtre Dame o quedar impresionado por la estampa de la Torre Eiffel, después de apreciar el pulso de Delacroix en su famosa “Libertad guiando al pueblo”, ver la pintoresca tumba de Napoleón o, en definitiva, de sentir la sonrisa de la Giocconda presidiendo toda la urbe desde su vidriada sala del Louvre, cualquier aproximación a nuestro pasado se aferra con más fuerza si cabe. Pero vayamos a nuestro relato.

Ramón Nenclares, el protagonista de la primera parte de nuestra novela, se desenvuelve como escritor de cierto prestigio en una España convulsa políticamente en la que los esfuerzos transformadores de los progresistas se ven frenados por el control ejercido por los conservadores. Nos sumergimos en un mundo en el que las tertulias literarias de café, las relaciones entre artistas, el apasionado espíritu romántico, recortes de periódico, la fascinación por la historia,… son vértices sobre los que fluye la narración. En esta primera parte de la novela destaca, más aún que la excepcional documentación del autor, la extraordinaria capacidad de captar la esencia del romanticismo español.

Esta esencia perfuma cerca de 130 páginas que por sí solas merecen ya un análisis detenido que no podemos abarcar en este momento, pero de las que sí se pueden destacar algunos puntos. En primer lugar –y en contraste con el resto de la novela- la acción es más pausada; Ramón Nenclares investiga para su tercera novela dónde pueden estar enterrados los restos de Juana de Castilla –mal llamada “La Beltraneja”, como dirán los propios personajes- y esa labor es llevada a cabo con una pasión ejemplar en la que se deja ver repetidas veces el autor real de la novela. Efectivamente, José Guadalajara aparece constantemente; toma diferentes formas, distintas voces, pero su forma de trabajar y de escribir se funde con la de Nenclares para dejarnos ver su pensamiento; las apreciaciones literarias, el estilo y la toma de contacto con la historia del autor de nuestro relato son los mismos que los del autor de la novela. Casi podría decirse que el cierre de la primera parte se antojaba necesario para que Guadalajara pudiera seguir avanzando, como si Ramón tuviera “una vida propia, latían sus venas, miraban sus ojos, hablaba y lloraba y reía”.

Pero La reina de las tres muertes es mucho más que una novela histórica. Una vez concluida la primera parte, nos devuelve a nuestro tiempo como si deseara atrapar al lector en su propia creación. Ahora el protagonista será Carlos Scott Saavedra, descendiente indirecto de Nenclares, que de alguna manera tratará de recuperar parte de las pasiones que abrigaba aquel escritor. Médico de profesión, también se volcará a la redacción de una novela histórica con el mismo tema que la que Ramón entregara al editor Benito Hortelano: el enigma de dónde está sepultada Juana de Castilla. Nuevamente, José Guadalajara juega con los lectores al explicarle su labor investigadora desde el trabajo de Scott, pero da una vuelta más apareciendo en determinado momento para, de alguna manera, saludar al lector con breves pinceladas de su pensamiento como la que hemos empleado como cita para esta crítica.

Porque esta novela se construye desde dentro y desde fuera en un interesante experimento literario que daría mucho que hablar si enfocara este artículo desde un punto de vista más teórico. La aparición de un autor en su propia obra tiene como ejemplo paradigmático a Unamuno, que en Niebla decide implacablemente el final de su personaje cuando ya le resultaba molesto, aunque en esta ocasión estamos ante un ejercicio diferente. La reina de las tres muertes es un homenaje al oficio de escritor; mejor dicho, del buen escritor, por lo que la investigación de Carlos, como la de Ramón, es la misma que hace Guadalajara; y lo mismo podemos decir del estilo literario. Por eso los guiños a escritores son constantes en el caso de nuestro segundo protagonista: se apellida Scott, como el famoso escritor que inició el género del relato histórico, y Saavedra, como nuestro mayor exponente de la buena prosa. Y es médico, como Baroja, de modo que no puede ser coincidencia que esta segunda parte sea más dinámica.

Estamos ahora en el siglo XXI, pero nuestro siglo también es historia. Es importante anotar que continúan las referencias a los periódicos, ahora de nuestra época, porque dentro de un siglo, o dos, quién sabe, algún novelista acudirá a ellos para su obra histórica: una vez más, por tanto, se edifica la historia desde dentro.

La contraportada de la novela hace una cita ejemplar: “un experimento interesante: la mentira y la verdad de las novelas históricas”. El experimento nos llega en forma de matrioska. La novela que el lector sostiene en sus manos se transforma en muchas novelas sin llegar a definirse como La reina de las tres muertes de Nenclares o El secuestro de la edad de Scott. Guadalajara nos traslada en primer lugar al siglo XIX para, desde allí, sentir –como él mismo diría- el pulso de la historia, en este caso del XV-XVI. Quienes conocemos su buen hacer en la investigación podemos pensar que él mismo necesitaba pensar la historia desde un punto de vista romántico y, en efecto, así parece quedar demostrado cuando Carlos, ya en el siglo XXI, mira hacia el siglo de Juana con las lentes de Nenclares. El enigma nuclear –el emplazamiento de los restos de la Excelente Señora- se ve cubierto, como una cebolla, por otros surgidos en cada una de las épocas, atrapando al lector en la trama constantemente.

Los personajes son cuidados con mimo en cada detalle. Ramón Nenclares aparece como un hombre romántico al completo; bebe de la misma esencia, de las mismas pasiones, que Werther, aunque si éste estaba abocado al sufrimiento, Ramón lo estaba, en principio, a la felicidad. Su vida es la de un hombre normal y corriente, no es un héroe y no lo desea ser, se siente un hombre de su tiempo y por ello pasa el recobrar el valor de lo que la historia representa para la constitución del hombre moderno. Podríamos, anacrónicamente, decir que la especie humana no se inventó en un día y, por tanto, su situación actual no deriva sólo de sus decisiones presentes, sino de su pasado.

Nenclares asiste, como hemos dicho, a tertulias, al teatro, lee el periódico, descansa, escribe, se enamora… La pincelada sentimental llega cuando conoce a Julia Feijóo, otra de las figuras importantes de la novela como motor de la primera parte. Ramón está enamorado de Juana de Castilla, de su historia, pero es una pasión muy distinta de la que le ofrece la sensualidad de una mujer con carácter que es capaz, también, de escribir novelas históricas. El escritor, no cabe duda, se debe a su obra, se vuelca y se encierra en ella, pero se nutre de su experiencia y, por supuesto, ésta se da en un mundo tangible.

Carlos Scott es un hombre moderno, joven, inquieto y, hasta cierto punto, atípico. Atípico como pueda ser el propio Guadalajara por cuanto que sienten la imperiosa necesidad de descubrir la verdad de la historia y esas pulsiones determinan su actividad diaria. Pero, una vez más, también es alguien que se enamora, que trabaja, que investiga; es decir, La reina de las tres muertes no es una novela de héroes, sino de personas que podrían ser reales, construidas con delicadeza y que tratan de figurar nuestro pasado y presente. Es más, el paralelismo en algunas de las acciones definen la similitud que tenemos con quienes nos precedieron y, perfectamente, podríamos pensar al dar un paseo en el Parque del Retiro: ¿quién estaría pisando este suelo hace 160 años?

El tratamiento de los personajes femeninos es muy interesante. Por un lado Julia era una mujer del XIX, que reivindicaba su papel femenino en la sociedad; por otro, Laura Ferrer es una mujer de nuestro tiempo. Su fuerza emotiva es desgarradora en ocasiones; la pasión con la que actúa y su iniciativa apuntan a un papel en el que cobra todo el protagonismo que anteriormente se le negaba a su sexo. Por ello en ocasiones se detiene Guadalajara en su descripción, aparece como alguien casi tangible, descubierta a nuestra imaginación para sentirla como alguien vivo ¿o es que lo está?

El estilo literario de La reina de las tres muertes es el mismo al que José Guadalajara nos tiene acostumbrados. Un lenguaje esmerado y cuidado para transmitir sensaciones que evoluciona agilizándose a lo largo de la novela. El autor se detiene en las emociones de los personajes y por ello cobran importancia los sentidos: la vista cuando se presentan nuestros personajes, sobre todo las féminas, el tacto al palpar una moneda antigua o un manuscrito, el olfato en la fragancia de Scott, etc. Entendido esto como técnica literaria justifica sobradamente la morosidad en algún que otro pasaje pues, como he mencionado anteriormente, el lector descubre también los secretos de la investigación y, cuando un personaje sostiene un enigmático libro de viajes, lo sostiene también el lector.

Por tanto, estamos ante una excelente elección para que acompañe nuestro verano. La primera parte, más pausada, recrea magníficamente una época y nos transporta a un universo muy diferente –pero no tanto- al nuestro; la segunda parte, mucho más actual, nos regala una trama en la que algunos paralelismos y, sobre todo, la vívida expresión de los personajes nutren una trama intrigante.

Me he detenido poco en el propio argumento de la novela, pues éste es mejor descubrirlo dentro de la misma. ¿Dónde estará enterrada Juana de Castilla? ¿Por qué y, sobre todo, quién propicia los sucesos acaecidos al final de la primera parte? ¿Y en el Círculo de Bellas Artes? Quizá sea mejor que demos un paso hacia “Los poetas contemporáneos” de Esquivel y dejemos que ese pincel nos dibuje dentro de la novela a través de las palabras; allí leeremos nuevamente a Gil y Carrasco, veremos el Don Álvaro y, cómo no, asistiremos a unas Bodas Reales que también fueron reales. Para ello, basta que tome el libro en sus manos y… “¡Tenga cuidado […]! No lo suelte».

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