EL SEÑOR DE BEMBIBRE

Pedro Centeno Belver

«Junto a ellas, desprendiendo desde su ubicación en el estante el trágico destino de los templarios y el amor frustrado de don Álvaro y doña Beatriz, se encontraba El señor de Bembibre, de Enrique Gil y Carrasco.» José Guadalajara, La reina de las tres muertes, Neverland Ediciones, Madrid, 2009.

Pocas veces se puede resumir una gran obra con tanto acierto y tan pocas palabras. Ciertamente, en nuestro periplo por los orígenes de la novela histórica española, pocas ganas restan de añadir crítica cuando la esencia que rezuma El señor de Bembibre se describe con tanta destreza en tres líneas del primer capítulo de la nueva novela de José Guadalajara. Si bien, no menos cierto es que no puede haber mejor invitación para reservar unas cuantas horas para dejarse llevar por la eficaz prosa de Enrique Gil y Carrasco que este sencillo y elegante homenaje.

En 1844, dos años antes de su muerte, publica nuestro autor esta novela que, pese a que hoy no goce de la fama de Walter Scott, ni siquiera -tal vez por azarosos regalos nupciales- de la que ostenta otra novela histórica del romanticismo ya reseñada por nosotros anteriormente como El doncel de don Enrique el Doliente, pero es, sin ningún lugar a dudas, lectura obligatoria para el buen amante de nuestro género.

Muere don Enrique Gil y Carrasco, por tanto, en 1846, año del matrimonio de la reina Isabel II, y en la mera cita de José Guadalajara a nuestra novela podemos comprobar que gozó de inicial aceptación, como no puede ser de otra manera, dado que conjuga todos los elementos comunes de la novela romántica española.

Casi podríamos decir que estamos ante un arquetipo del género en cuanto a planteamiento, a desarrollo y, cómo no, a desenlace, que se presupone –y es- trágico. Los personajes se van construyendo lentamente, sin excusar la precisión de la pluma de Gil y Carrasco en las descripciones de doña Beatriz, don Álvaro o del Conde de Lemus. Es inevitable un cierto maniqueísmo que nos presenta a una Beatriz impoluta, bella, casta y fiel, obediente de sus padres y temerosa de Dios. Por el contrario, el mencionado Conde adolece de maldad y malas intenciones, además, por supuesto, de pretensiones de poder.

Ambientada en el siglo XIV, la crítica enlaza la situación moribunda de la Orden del Temple y la acción política-social-religiosa que contra ésta se tuvo con la que pudo vivir nuestro autor, con las desamortizaciones a la cabeza. No cabe duda de que hay ciertos hitos históricos que parecen repetirse cíclicamente, si bien asumir esta analogía, creo, en esta ocasión nos demuestra cómo la novela histórica, transportándonos a otros tiempos, nos enseña mucho de nuestro presente. En este sentido, un argumento más a favor para leer El señor de Bembibre es la posibilidad que nos regala de entender una época histórica mediante su lectura del pasado.

La trama no deja de ser romántica. El desencuentro entre el amor sincero de dos amantes, los intereses económicos y sociales del padre de la doncella y de un pretendiente (el Conde) conducen a una vorágine de sucesos y confusiones en las que los personajes se ven envueltos. Un don Álvaro que se presume muerto, la fidelidad filial de doña Beatriz a su madre y las promesas de amor son elementos fundamentales, no sólo en esta, sino en prácticamente todas las novelas de esta época.

La pluma de Gil y Carrasco, ya lo hemos dicho, es precisa, traza con arte los personajes y la descripción de lugares y ambientes se crea con arte sin par. Evidentemente, influyen –y mucho- los artículos que dedicaba el autor, más o menos extensos, en publicaciones de la época, de temática templaria entre otras.

El estilo no es excesivamente afectado, lo que no es óbice para algunas estertóreas reacciones típicas de su movimiento literario. Destaco, sin embargo, el capítulo final, que acusa un terrible patetismo, cargado, sí, de emociones, pero desmesurado a nuestra vista.

Por tanto, no hemos de perder la perspectiva del autor ni de la época. Se trata de una magnífica novela, insertada perfectamente en su marco literario que, a la postre, puede encabezar sin ningún problema. La dulce nostalgia del tema templario, acorde con el espíritu del momento y con el espíritu tradicional y católico del autor, resaltan el orgullo, el valor y las virtudes –también, por momentos, sus defectos- de una orden que representaba unos ideales ya perdidos y que el romántico español, como el europeo en general, trataba de recuperar.

Quedas, querido lector, invitado a profundizar en esta novela que te desplazará –unas cuantas horas, pues no es breve- a un universo casi maravilloso para nosotros, a unos ideales forjados, nunca mejor dicho, a sangre y fuego en un siglo convulso. Pero te invito, puesto que visitas esta página, a que la tomes de la mano de La reina de las tres muertes, que camines al siglo XIX penetrando es su dulce prosa y que, sin salir de él, pues no lo conseguirás, hurgues, con Gil y Carrasco, en una época que, sábelo, no te dejará indiferente.

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