LOS HECHOS DEL REY ARTURO

Pedro Centeno Belver

Te resultará tan sorprendente, amable lector, como a mí, la aventura en la que vine a dar el otro día cuando, aprovechando el periodo estival –que siempre propicia más excursiones de las habituales-, me encontré en el camino de retorno de Zaragoza a Madrid un riachuelo en el que un venado blanco apagaba su sed. Al advertir mi presencia, el insólito animal cruzó perseguido por mí; enseguida, no sin acusar el temor de enfrentarme a algo desconocido, percibí que me esperaba un mundo mágico.

En efecto, esta vez nos vamos a enfrentar a nuestra cita con la historia literaria de una manera muy especial, lejos de las revueltas del Dos de Mayo o de las Guerras Carlistas, pero también distantes de la Edad Media que, por ejemplo, José Guadalajara, entre otros, nos presenta en sus novelas trasladándonos con precisión no menos mágica que la que nos va a envolver en esta ocasión. Sin embargo, no quiero pasar a desbrozar la novela a la que te invito a disfrutar en esta ocasión, tal vez más propicia si cabe cuanto que estamos en pleno ecuador del verano, sin justificar o, por decirlo de otro modo, aproximar, mi intención, pues, como resulta evidente, no estamos ante una novela histórica, al menos en un sentido estricto.

Es posible que al tratar de mencionar reyes de la Edad Media citemos sin titubeo celebridades como Carlomagno o Alfonso X el Sabio, pero no es menos cierto que, aunque frenemos nuestro impulso como cuando tratamos de los Reyes Magos o del Ratoncito Pérez, se nos viene a la memoria esa insigne figura egregia al frente de una mesa redonda irguiendo una enorme espada llamada Excalibur.

Este asomo de duda ha llevado a cuestionarse la historicidad del propio personaje, el Rey Arturo, que ha llegado a ser afirmada, si bien como soldado de indudable valor al que unas causas u otras –ficticias, pero que no podemos discutir aquí- le llevaron la corona a la cabeza. Este aspecto, como veremos, se trata desde la propia novela, pero nos lleva a cuestionarnos valores tales como la objetividad de la Historia (con mayúsculas) o máximas del tipo “la historia la escriben los vencedores”. Evidentemente, es incuestionable que los hechos se producen de una única manera, si bien la intervención humana, su traslación a crónicas y su “ficcionalización” –derivando un término literario- pueden hacer variar los signos de la misma. No hallo aquí lugar para juzgar si esto es bueno o malo, pero sí es importante tener en cuenta que la figura del Rey Arturo se consolidó desde la Historia Regum Britanniae, llegando, por tanto a tener un valor histórico.

Podríamos pensar que aquí finaliza el único vínculo con la Historia, pero no es así. Si abordamos ya directamente nuestra novela, Los Hechos del Rey Arturo y de sus Nobles Caballeros, tenemos que decir que sería muy ingenuo advertir únicamente en ella un carácter lúdico; tampoco compilador ni difusor y, tal vez, ni aunando los tres atinaríamos en dar con la intención real de John Steinbeck. Porque el escritor norteamericano escribe basándose en la obra de Thomas Malory y otras fuentes (según él mismo afirma), pero lo hace desde la óptica de un siglo XX cruel y desgarrador a cuyos habitantes invita a reflexionar desde la actitud caballeresca; y sobre todo, quizá, de Lanzarote.

Todos los personajes, aventuras y motivos se heredan sin pudor de la tradición artúrica. Si a ello le añadimos que el lenguaje que utiliza Steinbeck se asemeja al de los clásicos que trataron el tema se explicará la sensación de déjà vu que perennemente deja la obra en el lector aunque consigue darle una insólita frescura al relato el absoluto descaro que presenta la pluma del norteamericano cuando viste la armadura y habla por boca del héroe.

Sin lugar a dudas, con el transcurrir de las aventuras este fenómeno se va acentuando y lo que en las hazañas de Arturo es apenas una recreación de la tradición, en las de Gawain, Ewain o, ya mucho más pronunciadamente, en las de Lanzarote se convierte en chanzas que arrancarán en más de una ocasión la sonrisa. Sin embargo, estos tintes irónicos y sarcásticos no hacen perder un ápice la solemnidad de la figura de los héroes, conservando el hechizo de aquellos fantásticos roman de Chrétien de Troyes.

Nuestro libro se divide en siete capítulos de diferente extensión quedando incompleto al finalizar las aventuras de Lanzarote del Lago, el mejor de los caballeros de la corte de Arturo. Como no podía ser de otra manera, comienza con las argucias de Merlín para que Uther Pendragón, rey de Inglaterra, obtenga el amor de Igraine, dama casada y, por tanto inalcanzable –en principio- a aquél. A continuación los sucesos se producen linealmente, sin más alteraciones cronológicas que las imprescindibles para atender las diferentes aventuras de los caballeros, de modo que todo cuanto acontece al Rey casi finaliza al llegar el quinto capítulo, donde comienzan las aventuras de los más distinguidos caballeros. Es notorio que el tratamiento del tiempo sea muy especial, su percepción es casi inexistente y, así, no es extraño encontrarse con un bebé abandonado en el río que un centenar de páginas más tarde es uno de los más temibles caballeros y con un Arturo en plenitud todavía.

Tampoco importa la valía demostrada por los caballeros. Gawain, Kai o Ewain pueden destacar como los mejores caballeros en sus aventuras y, a continuación, aparecer apresados por un caballero que solo puede ser vencido por el mejor de todos. Sin duda, ambos tratamientos son incoherentes desde una perspectiva realista, pero atienden más a la propia difusión de la leyenda artúrica que a un propósito intencionado. En este sentido, cabe destacar que no se rompe la “ficcionalidad” en ningún momento, es decir, no es inverosímil, pues el código temporal de la propia novela lo permite al eludir, en muchas ocasiones, descripciones físicas de los personajes más que para ensalzar su belleza o fortaleza –por tanto no se habla de vejez.

Este tipo de imprecisiones espacio-temporales son necesarias por cuanto que la novela va tomando un cariz más fantástico conforme avanza. En efecto, Steinbeck emplea el comienzo para ofrecer, desde una perspectiva más realista, el detalle de cómo Arturo consolidó su reino con el fin de imprimir credibilidad de cara a las aventuras posteriores; por ello, no es de extrañar que mencione a Maese Blayse como cronista de las batallas del rey. Sin embargo, el propósito del escritor se torna otro –y, en verdad, muy interesante para la teoría literaria – cuando, más adelante, en plenas aventuras de Lanzarote, con toda una sucesión de historias mágicas a sus espaldas, dice “como cuentan los romances franceses y también Malory…”. Con lo que la crónica se torna en romance o, lo que es lo mismo, la historia en ficción.

Por lo que respecta a los personajes, como mencionamos, provienen todos de la tradición artúrica. Entre los más importantes, Uther, el propio Arturo, Merlín, Morgan Le Fay, Gawain o Lanzarote encuentran su espacio en diferentes lugares de la novela (excepto el primero, claro) y, salvo el último, todos demuestran sus carencias. El héroe es tratado desde un prisma casi helénico: está destinado a llevar a cabo su empresa que, a la par, le acarreará gloria y muerte. Además, Uther llega a su dama con engaños, Arturo comete incesto y echa a varios bebés al mar, Merlín pasa de sabio a burlado por el amor y Gawain demuestra su temperamento matando accidentalmente a una dama. Es decir, todos son “humanos”, tienen pasiones y ellas les llevan a cometer actos que van contra la templanza y por los que pagarán.

Es llamativa, lógicamente, la figura de Merlín. En un principio puede resultar fatigoso el hecho de su capacidad de profetizar el futuro. Su infalibilidad –Steinbeck se ocupa de que resulte casi molesta- lleva a los personajes a pensar si será cierta y si está en su mano cambiar el futuro. El caso es que destinos como el de Gawain, que habría de morir a manos de su amigo Lanzarote, la muerte gloriosa de Arturo o la maldad de Mordred atraparán al lector para distraerle posteriormente con las maravillosas –incluyendo todas las acepciones de la palabra- aventuras de los mejores caballeros de la tabla redonda. La paradoja de ello es que, en cierto modo, el destino de la “vida real”, que malogró al autor norteamericano antes de concluir su obra, fue quien cambió el destino de dichos personajes en la obra literaria.

Además de en los caballeros y sus aventuras, hemos de centrar la atención en los motivos que aparecen a lo largo de la novela. Muchos son los que recuerdan la tradición artúrica, los roman, los lais y las canciones medievales dedicadas al amor cortés. Si por un lado aparecen los venados blancos, los riachuelos, las brujas o barquichuelos sin rumbo, por otro el amor a Ginebra (casada, cortés y enamorada), un anillo o una prenda. Estos motivos han traspasado estas narraciones y han llegado a obras contemporáneas tan celebradas como El Señor de los Anillos, del medievalista J. R. R. Tolkien, que emplea estos símbolos con frecuencia. De él precisamente es la edición y estudio de una de las mejores obras artúricas anglosajonas del medievo, Sir Gawain y el Caballero Verde, excelente “prólogo” o “epílogo” a la lectura que recomendamos en esta ocasión.

Del mismo modo, especial interés despertará el último capítulo de nuestra novela, sin duda el mejor de todos, el más divertido y, tal vez, el más novedoso. Nos encontramos con una orden de caballería que ha perdido el sentido, los jóvenes ya no creen en las aventuras y son consideradas como pérdidas de tiempo o anticuadas. La broma que pretenden gastar a Lanzarote recuerda lejanamente a las ensoñaciones de Don Quijote que, si bien retoman las profecías hechas a Ewain en el capítulo anterior sobre el fin de la caballería (con propósitos más profundos que los de ilustrar el fin de ésta), invitan al humor y a la reflexión.

Por todo ello, podemos decir sin temor que estamos ante una de las mejores novelas artúricas que se han escrito. Es cierto que hay algunas tachas que rompen la verosimilitud (por ejemplo, la diferencia de edad entre Lanzarote y Ginebra, que debe ser un tanto acusada; la aparición de Mordred como un caballero fuerte cuando apenas se presentó como un bebé; que las aventuras de caballerías hubieran cesado y haya una legión de caballeros andantes de la corte de Arturo apresados por otro –Tarquino-,…), pero el estilo y la habilidad con que está narrado impiden estas percepciones a primera vista y resultan un regalo delicioso para la aventura.

Además, en todo momento la novela invita a la reflexión, los personajes son pasionales y, hasta el más racional, Lanzarote, observa la vida con argumentos propios y característicos. Los aspectos mágicos aparecen constantemente, pero no impiden que el lector pueda cavilar sobre el futuro, el destino, los gobiernos, la paz y la guerra –hay una bellísima reflexión de Arturo al respecto- y, cómo no, el amor. Por eso, en cada aventura encontramos un pedacito de nuestra historia desgranado con sutileza…

… Y así fue como torné a cruzar el río, volviendo mis ojos a la carretera para posarlos en la cubierta de mi libro, con un arrogante Rey Arturo presidiéndola. Acabó de cerrar sus páginas para que tú las abras y te envuelvas en sus sueños.

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