CIEN AÑOS DE MAGIA

José Guadalajara

Primer premio de relato del XXXV CERTAMEN LITERARIO VILLA DE INIESTA

«En la cama su silueta

se dibuja cual promesa

de llenar el breve espacio en que no estás».

Pablo Milanés

Todas las noches asisto a un espectacular truco de magia: me acuesto contigo después de First Dates y desapareces antes del amanecer. A veces, en la vigilia del sueño cansado, siento tu respiración y tus ronquidos; percibo el seísmo de tus movimientos sobre la almohada o noto tu pie posarse un instante sobre el mío. Después, en un punto incierto de la noche, todo cesa y se produce la misteriosa desaparición. Lo percibo cuando me giro hacia la izquierda en la cama y mi mano se extiende sobre un páramo frío y despoblado. En ocasiones, la magia es oscuridad y surge repentinamente cuando, medio sonámbulo, me levanto tanteando a ciegas en dirección al aseo y me doy cuenta, al regreso del viaje, que ya no existes ni estás ni se te espera. Todo ha sido silencioso y remoto, como la caída imperceptible de una hoja otoñal sobre la tierra mojada.

Aprovechando tu ausencia, me expando sobre mí mismo en la amplitud del colchón de uno cincuenta, repliego las piernas y busco el cobijo de un sueño que con los años se ha hecho intermitente. Es justo esa intermitencia la que crea zonas oníricas hostiles –las ganas de dormir y la dificultad para conseguirlo–, beligerancias entre «la realidad y el deseo», como el título de la obra poética completa de Luis Cernuda. Todos lo sabemos por experiencia: dormirse, tras un despertar, puede convertirse en un ejercicio de alpinismo sobredimensionado. Sobre todo, cuando, como yo, se tiene ya una fecha de caducidad registrada en el tapón de rosca de la «botella» y, por lo tanto, las conexiones neuronales y los ritmos circadianos ya no son los mismos. A mis años –voy a cumplir setenta y nueve– el sueño se encoge y se estira, adelgaza o engorda a capricho de la biología y las preocupaciones mientras el reloj en la mesilla sigue su impulso dextrógiro sin inmutarse.

Sé que la magia es un truco bien planificado, un arte de seducción de los sentidos que juega con el entendimiento. Todo es sorpresa y fábula, microrrelato o novela con un final inesperado, un prodigio de causalidad. Lo único evidente en mis diarias madrugadas es el impacto de tu desaparición a la que, sin embargo, he terminado por acostumbrarme.

Todo empezó como en Cien años de soledad, cuando mi padre me llevó una tarde remota a conocer el hielo. Esto no debe tomarse en sentido literal, sino metafórico, una forma de hablar para sentirme arropado por la belleza de la palabra, porque el hielo, la escarcha o la nieve me amanecieron realmente por primera vez un día de diciembre cuando sentí que habías desaparecido. Al principio creí que había sido para siempre, pero enseguida me aferré a la idea de que eso era imposible. Tu desaparición era solo el clásico truco de un mago.

La cama suele estar más fría y húmeda en este último mes del año: las sábanas son praderas arrugadas donde ha caído la nieve vespertina; los pies, témpanos que tardan en entrar en calor, a pesar de la almohadilla de semillas calentadas en el microondas. Fuera, aunque no pueda oírlo, el viento habla un idioma extranjero, un parloteo incesante con los postigos y las contraventanas. Tal vez se escuche el ulular del búho. Una teja caída es el anuncio de una futura gotera.

Al amanecer, abro las persianas y la puerta del dormitorio. Respiro la luz meridiana. Salgo al pasillo, te llamo por tu nombre y sigo el rastro casi invisible de tu presencia en la casa. Me gusta pronunciarlo en alto. No me oyes ni me escuchas porque el silencio se ha acostumbrado a ti. Me gusta, a pesar de todo, decir tu nombre en alto, como si fuera el abracadabra de un mago prodigioso. Entro al salón y te veo recostada entre los cojines del sofá. También el silencio se ha acostumbrado a mí. Te hablo con palabras mudas desplegando un mensaje manual de signos y gestos: «Hoy has desaparecido a las tres cuarenta y cinco. Miré el reloj». Sonríes. Observo tu foto en el portarretratos y también sonríes. Mezclo las dos sonrisas y no sé cuál es más real de ambas.

Volví a despertarme a las cinco cincuenta. Fui al aseo. Y regresé sin palabras para no perder el sueño, esas palabras que se me mueven siempre por dentro, que caminan sigilosas para construir delirios y apariciones enigmáticas. Como tú, me imagino las voces y sus ecos, el murmullo de las aguas entre las piedras pulidas, el canto del camachuelo y de la alondra en el bosque, el repique de las campanas en lontananza. Duele tener que figurarse sonidos que un día fueron tan evidentes.

Ya no estás en el sofá, te has vuelto a desvanecer de pronto y tengo que recorrer las habitaciones de la casa, mirar bajo las alfombras, buscarte en la cocina, subir los peldaños de la vieja escalera hacia el desván. No me oyes, porque nunca nos hemos oído, aunque siempre hemos sabido conversar convirtiendo las palabras en certeros movimientos. Los labios ajenos son la mímica que escuchan nuestros ojos. Te veo sentada en tu sillón, frente a nuestra pequeña biblioteca, ensimismada en las páginas de tu libro preferido. Me acerco y lo busco entre los estantes, en el mismo lugar en el que tú lo guardas. Lo abro y leo el primer subrayado: «El mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo». Más adelante, con tinta gruesa de pluma estilográfica: «Fue esa la época en que adquirió el hábito de hablar a solas, paseándose por la casa sin hacer caso de nadie».

Me giro para mirarte, pero el sillón se encuentra vacío, como si hubieran caído también sobre su tapicería cien años continuos de soledad. Cuando me acomodo en él, noto aún el calor de tu presencia y empiezan a resurgir los recuerdos. Ahora eres tú la que, enfrente de mí, aunque de espaldas, rebuscas entre los estantes. Eres una mujer joven, de pelo corto, de unos ojos profundamente azules cuando te vuelves y los clavas en los míos. En lenguaje de signos, me lees un párrafo: «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo». Enseguida, como si toda nuestra vida hubiera sido una novela, regreso a nuestro mundo y empiezan a revivir los personajes, los lugares, el argumento y las historias, con todos sus detalles y anécdotas: descubro a Emma, nuestra hija, que se marchó un día en el crepúsculo; a Daus, nuestro perro caniche, que murió de lentitud vital junto a una encina; a ti misma, que me enseñas con tus idas y venidas que la magia no es solo un arte de prestidigitación. Leo tu vida en mis dedos, como tú lees la mía en los tuyos. Sé que, aunque por la noche caigan copos de nieve sobre las sábanas, o aunque algunos días tenga que soportar incendios devastadores, escucharé esa voz tuya que, sin sonido, me encuentro a cada instante posada sobre los objetos.    

Bajo las escaleras, despacio para no tropezar con mi torpeza; me aferro a la barandilla de los años y vuelvo a buscarte en cada rincón de la casa. Cuando llaman a la puerta, ya he encendido varias luces para alargar el día. Aún no es noche cerrada, pero el sol de diciembre tiene prisa por esconderse. Giro el picaporte y, al abrir, un chorro de aire frío se cuela en el interior. Hay una silueta delante que enseguida reconozco y un olor a gel de ducha inconfundible: es Olegario Quintana, que habla mi lenguaje de gestos y además juega al ajedrez. Yo también, desde que era joven, he seguido la senda de los grandes maestros y, aunque estoy a años luz de ellos, no se me ha dado mal mover las piezas sobre el tablero. Olegario me pregunta si quiero que echemos una partida. Accedo gustoso y pasamos un rato juntos en un combate silencioso que nos sumerge a los dos en un laberinto de cálculos y estrategias. Nos conocemos desde los tiempos en los que jugábamos en el mismo club. Eso fue unos años antes de casarme con Marga. Me mira extrañado cuando le digo que se encuentra arriba en la biblioteca. Carraspea y tose casi al mismo tiempo. A las nueve en punto nos despedimos. Me da un abrazo y me sugiere que tengo que ser más optimista, dejar atrás el pasado y que, si quiero, podríamos hacer un viaje juntos. «Somos ya dos solitarios sobre el tablero», me dice en lengua de signos. Le agradezco la propuesta, pero, de momento, le ofrezco que venga el próximo jueves a echar otra partida. Sonríe y se marcha apoyándose en su bastón, envuelto en una bufanda y en un abrigo de paño de lana.     

Voy a la cocina y saco del frigorífico unos tomates y unas hojas de lechuga. Te encuentro frente a la vitrocerámica friendo unas croquetas y, cuando me ves haciendo la ensalada, me preguntas, indicándomelo con un gesto, que si también quiero unas empanadillas de atún. Ceno solo, porque tú ya has desaparecido y has debido de irte al salón. Cuando entro, estás en tu ángulo predilecto del sofá, difuminada entre la luz cálida de una lámpara. Me acomodo junto a ti, pero, antes de hacerlo, cojo el portarretratos y te observo detenidamente. Tenías entonces treinta y siete años, habías encontrado un nuevo trabajo e íbamos a mudarnos a otra casa en la ciudad. Emma te da la mano junto al parapeto del puente románico de Capella, minutos antes de que arrancases el coche.

El televisor está encendido, aunque solo descubro en la pantalla imágenes sin voz de parejas sentadas en una mesa, muy extrañas a veces, que se miran, comen y hablan en busca de un amor añorado. Leo sus labios y me apodero de sus historias. Me gusta el programa porque me ilusiona pensar que somos los dos cuando nos conocimos en aquel restaurante. En ocasiones, pongo una película o un documental con subtítulos. Hay que leer deprisa, pero merece la pena.

Estoy solo en el sofá. Creo que Marga acaba de marcharse a la cama. Media hora más tarde, yo también me dirijo al dormitorio. Antes vuelvo a contemplar la foto del portarretratos. Apago la luz. Camino a oscuras para no despertarla, tanteo los muebles, mido los pasos, toco el borde del colchón, me deslizo despacio bajo las sábanas y, cuando mi dedo índice se aproxima a su espalda para acariciarla levemente y comprobar si sigue allí, noto que hoy, antes de tiempo, se ha producido el cotidiano truco de magia.

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