José Guadalajara

 

 

Siempre la luna. Luna llena de deshilachadas manchas grises que cortan su superficie. Luna helada del mes de diciembre bajo un silencio petrificado en el estrecho sendero que conduce a la abadía.

Luna en movimiento, como si las nubes, ahuyentadas por el frío, quisieran apoderarse de sus cráteres y misterios, rodeándola, ahogando sus contornos mortecinos.

Las ramas de los robles tejen laberintos centenarios. Bajo sus copas desnudas se oye un chasquido de madera vieja, como de huesos que se precipitaran desde el borde de una fosa sobre un montón de esqueletos. Cae lentamente la blancura de la noche en forma de sustancia helada. Copos ahora más gruesos que vuelan entre las alas de los búhos y el pelaje de los lobos. Huellas sobre la nieve recién caída, huellas que forman una hilera bípeda que serpentea entre el boscaje.

Pasos que avanzan decididos hacia delante. Y una respiración agitada bajo la capucha, cubierta por una fina capa de escarcha.

Atrás se van quedando los muros de piedra que ascienden formando una torre en la que anida una campana. Los ojos de un hombre, cuya sombra se refleja sobre una esquina del campanario, observan la noche invernal desde lo alto. Lleva allí varias horas, esperando, envuelto en un hábito de lana que solo le descubre el óvalo del rostro. A veces, se le cierran los párpados, le vence el sueño y nota una sensación de vacío en la cabeza. No obstante, no aparta la vista del sendero nevado.

La abadía, que se abre en un claro del bosque, entre un río de aguas muy frías y un cerro en el que se diseminan las ruinas de un castillo condal, la habitan trece monjes de la orden del Císter y diez hermanos legos que se ocupan de los trabajos cotidianos. San Bernardo de Claraval pernoctó en ella durante siete días del pasado otoño. Dejó grabada su aura ascética entre las columnas románicas y su espíritu templario entre los libros del scriptorium.

El monje que camina en la noche se acuerda de San Bernardo mientras, arrebujado en su hábito, se adentra en la tupida arboleda. Hace frío, pero siente una quemazón intensa en las sienes y en la garganta; tiene tensos los músculos, crispadas las mandíbulas y feroces las órbitas de los ojos. Sus pasos se congelan sobre la nieve. Los dedos se le enfrían entre las correas de cuero de las sandalias y nota una presión pujante en el interior de las uñas. Lleva una cruz de palo apretada entre las manos y un escapulario de tela bajo las blancas vestiduras. Se aleja lentamente de la abadía, perdiéndose entre las sombras de los robles y los castaños.

Entretanto, el hombre situado en la torre, que acaba de distinguir la silueta del monje encapuchado pisando sobre la nieve, ha descendido con rapidez las estrechas escaleras del campanario. Ahora sí que está seguro de sus sospechas. Ha permanecido allí agazapado, vigilante, desde el toque de completas hasta maitines, al filo ya de la medianoche. Desde hace varios días, como en los meses anteriores, aguarda con zozobra la aparición de la luna llena. Sabe que esa luna perfectamente redonda es una llave que puede abrirle la comprensión de ese misterio que le solivianta.

El frío le ahonda los huesos y se estremece, pero lo soporta con entereza. Acaba de acordarse de las palabras del abad de Claraval cuando una tarde les contó la leyenda del licántropo. “Solo se puede acabar con él si se le corta la cabeza y se le arranca de cuajo el corazón”. Instintivamente, aprieta el afilado cuchillo que sujeta en la mano izquierda.

A buen paso, ha cruzado la galería norte del claustro, se ha encaminado deprisa hacia el pasaje del cillero, ha abierto el portón de entrada y ha dirigido la vista hacia abajo: la hilera bípeda forma una senda irregular que se interna en el bosque. Apaga la candela y se va detrás de esas recientes pisadas sobre el paisaje nevado. Son las huellas de unos pies grandes, sin duda pertenecientes a un hombre de recia corpulencia. Sabe que solo tres monjes reúnen estas características. En los últimos meses, desde que se descubrieron a escasa distancia de la abadía los restos del niño devorado y el escapulario, ha repasado concienzudamente sus observaciones, procurando no dejarse al azar ningún detalle. En secreto, ha vigilado el cielo cada noche de luna llena, porque también San Bernardo les habló de los influjos lunares sobre los seres de extraña y temible naturaleza. Conoce muchas historias sobre diversos tipos de homo monstruosus y otros vestiglos y raras criaturas como cinocéfalos, esciápodos y andróginos, historias sorprendentes que ha leído en los gruesos códices de la biblioteca abacial. Su cabeza se halla repleta de estas lecciones.

La luna se oculta ahora tras un jirón de nubes grises. Todo se disuelve de pronto entre las tinieblas y el territorio insondable de la imaginación. La noche es el reino de los espíritus infernales y de las almas en pena. Se le estremece el corazón al pensarlo y siente un golpe de pánico. Reza y se encomienda al Señor todopoderoso. Todo está más oscuro. Sigue nevando. Los labios le tiemblan de frío mientras germinan las palabras de la plegaria. Avanza con sigilo, despacio, envuelto en sus blancas ropas del Císter. Crotora la nieve al mancharla con sus sandalias. Hay un silencio pavoroso y gélido, roto tan solo por los sonidos ululantes que proceden de la hondura del bosque. Lejano, se percibe el eco del aullido de los lobos. Trata de distinguir una mancha blanca que le descubra, entre el boscaje, la presencia del monje.

Él también lleva una cruz, pero es el otro el que la aprieta ahora con tanta fuerza que termina partiéndola. El monje, cuya identidad desconoce, está comenzando a sentir las primeras convulsiones. Ha llegado ya al roble hendido de la Fuente Cruzada, donde dicen que transitan las brujas y los diablos. La luna ha vuelto a moverse y ha desnudado otra vez su círculo amarillo en el horizonte. Una claridad ósea le permite observarse las manos, cubiertas por un vello negro y encrespado. Se quita el hábito y se queda completamente desnudo, pero el calor interno es tan intenso que no le deja notar el frío. Siente lástima de sí mismo mientras un instinto animal se va apoderando de todos sus impulsos y sentimientos. Ese instinto le resulta más fuerte que la propia voluntad, más fuerte que cualquier fuerza terrestre. Más fuerte aún que el designio de Dios. Tiene ganas de aullar, de marcar su territorio sobre los troncos, de devorar y de mancharse con la sangre de una víctima.

“Solo se puede acabar con él si se le corta la cabeza y se le arranca de cuajo el corazón”. Eso es lo que viene pensando cuando cree vislumbrar junto al viejo roble a un hombre desnudo, salvaje, que parece poseído por el diablo. Se oculta rápidamente entre la hojarasca y asiste a una espeluznante transformación. Ve cómo la piel del hombre se arruga y oscurece, cómo se le tensa la musculatura y cómo su cuerpo enervado va tomando apariencia de fiera. Observa la inflamación extrema de las venas y los bruscos movimientos que retuercen sus brazos y piernas. Se queda perplejo y aterrorizado. Intenta distinguir sus rasgos, pero las sombras se lo impiden. Con la mano derecha, traza varias veces la señal de la cruz sobre su pecho.

En ese instante, como si el tiempo se congelara en el interior de una redoma, empieza a notar  presencias invisibles alrededor, manos que rozan su rostro despavorido, pupilas que acechan, susurros y lamentos lúgubres que le atraviesan el cerebro y que le hacen perder el control de sí mismo. Fue junto a esa fuente donde un amanecer apareció el hombre ahorcado, donde dicen también que cabalga el caballero sin cabeza que murió en un duelo de amor y cuya sombra se aparece a las doncellas que, al atardecer, se atreven a internarse por estos parajes sombríos y solitarios. Lleva años enteros escuchando estas historias, leyendas viejas que ahora se le revelan más auténticas. Sabe que en torno a esa fuente y al roble hendido se han oído voces subterráneas y han tenido lugar extraños prodigios y fenómenos; por eso, sus pasos, sin quererlo, le han llevado hasta allí. Ha de acabar con la vida del monstruo para que su alma descanse en paz y no vague entre las sombras del pecado. Tiene que cortarle la cabeza y arrancarle de cuajo el corazón. Como dice San Bernardo. ¡Como dice San Bernardo!

Se siente aturdido, las pupilas se le dilatan, el terror le agarrota los músculos, su pensamiento oscila, la imaginación gira vertiginosamente en un laberinto.

Pero es el aullido lo que le hiela la sangre.

Oculto, observa a la espantosa criatura que tiene enfrente. Es una bestia feroz de abultados globos oculares. A pesar de ello, pone todo su empeño para reconocer al hombre transfigurado. La forma del cuerpo le habla de varias posibilidades, aunque es ahora un rayo de luna, que enmarca el rostro de la fiera, el que le facilita el trabajo. Tiene la mandíbula desencajada y esboza una mueca diabólica, pero, tras esa apariencia infernal… ¡Es él, es él…sin duda… él… fray Anselmo!, transformado en un hombre salvaje, en un homúnculo cubierto de pelo negrísimo: en un licántropo. Junto al roble hendido, confundido con la nieve, se halla tirado su hábito cisterciense.

Siente una poderosa sensación de angustia y una pena infinita. Se persigna tres veces, aprieta la cruz de madera contra el pecho y suplica a Dios que le dé fuerzas para afrontar esta peligrosa misión. ¡No tiene más remedio que matarlo! Ha de urdir un plan, buscar el modo de aproximarse a él, pero se encuentra paralizado por el miedo. Piensa en fray Anselmo, lo ve a su lado paseando por el claustro, en silencio, como ordena la regla del Císter. Lo ve también en el coro, rezando las horas, comiendo en el refectorio o inclinado en el scriptorium sobre unos folios de pergamino. Ve también sus ojos azules, su cabeza rala y su sonrisa abierta. Es un hombre bondadoso bajo su robusta corpulencia. Siempre le ha mostrado una afección distinta y singular. Siempre lo ha distinguido con su amor fraterno, como el de un padre hacia su hijo. Pero ahora ha descubierto su terrible secreto.  Y se ve en la obligación de liberarlo, también al Císter, de este maleficio engendrado por Satanás. ¡Y no tiene más remedio que matarlo! No mata a un hombre, sino a una bestia.

Ve cómo la nieve cae sobre el cuerpo de la infernal criatura. Ve cómo escarba como un animal y cómo olisquea el humus ennegrecido. Ahora podría salir de su escondite y abordarlo por la espalda, clavarle el afilado cuchillo repetidas veces en la nuca hasta abatirlo y desangrarlo sobre la superficie helada. Luego le arrancará la cabeza y le abrirá un agujero en el pecho para extraerle su maldito corazón. Pero no se decide porque siente una pesadilla en la cabeza, porque siente que hay espíritus errantes alrededor y nota, en ese instante, una mano muy robusta apoyada sobre su brazo izquierdo. Le aprieta y se le escapa un grito de pánico que no puede refrenar. Mil imágenes se le atascan en las venas. Se da la vuelta, pero no hay nadie allí. No hay nadie allí, pero él ve unos ojos que no existen, unos ojos grandes, como de perro o de lobo, grandes, unos ojos que lo contemplan mientras se orina encima y empapa el hábito monacal, unos ojos que no ven porque no están, pero que él siente clavados sobre los suyos, horadando sus pupilas hasta el centro mismo de su cerebro. Unos ojos terroríficos. Unos ojos que le hablan. Unos ojos mudos.

El licántropo se ha erguido sobre sus piernas poderosas para dirigirse hacia el lugar del que procede el grito. Es una fiera descomunal y terrible, como las descritas en los libros viejos y en las leyendas que corren de voz en voz de una aldea a otra, como la de aquel hombre lobo del monasterio de Fontanay del que les habló San Bernardo una tarde del pasado otoño. Desde entonces, la obsesión por esa maligna criatura no se les ha ido a los monjes de la cabeza. Por eso, cuando apareció el niño en la ciénaga, todos pensaron enseguida en una encarnación de Satanás dentro de una bestia inmunda de esta naturaleza, en una bestia humana que le había devorado los globos oculares, comido los intestinos y arrancado a mordiscos las orejas, la nariz y los labios. El escapulario hallado entre los despojos agudizó las dotes de observación del monje que ahora, tras su grito de espanto, corre despavorido por el bosque para alejarse de esos ojos sanguinolentos que no dejan de mirarlo.

El lobo sigue a su presa. Tiene ansias de sangre. Es una vehemencia que no puede controlar porque sobrepasa su capacidad de reflexión. Es puro instinto. Nada sabe ni entiende. No existe la piedad ni caben las lágrimas en su código. Solo la voracidad que se arrastra desde su estómago. Por ello busca a su víctima para despedazarla. Al amanecer, ya no se acordará de nada.

Descienden los copos helados entre las ramas desnudas de los robles. La luna expande una claridad descarnada. Siempre la luna llena, con sus misterios y sus cráteres… la luna fría de esta noche de diciembre. Es un enorme ojo amarillo que todo lo ve.

El monje sabe que no puede burlar la velocidad de un lobo. Corre jadeante, enloquecido, agarrándose el hábito para no tropezar, buscando algún escondrijo donde ocultarse. Siente cerca su presencia, su cuerpo musculoso casi rozándole la espalda, y se imagina ya entre sus fauces violentas. Agotado, se deja caer. Ha intuido una posible escapatoria. Se arrastra por la nieve, entre la maleza, hasta que consigue llegar al interior de una estrecha, aunque pequeña, oquedad entre dos troncos. Se le ha enganchado el hábito en la arista de una roca, tira con fuerza de él, logra desasirlo, pero se le ha desgarrado la tela. Respira agitado, al límite, bajo la tensión de la fatiga y la premonición de la muerte. Todo es oscuridad allí dentro, silencio inmaculado, lentitud, contención de movimientos. Fuera, arrecia la nieve, que cubre el paisaje con un blanco manto de santidad. Enseguida, oye las pisadas, el jadeo del lobo, mientras el corazón le late con fuerza en las sienes. Le escuece el olor de su propia orina. Trata de contener la respiración porque sabe que el licántropo merodea alrededor del agujero. Le duele mucho la mano de tanto apretar la cacha del cuchillo. Si asoma la cabeza, le clavará la hoja de hierro en la garganta. ¡Tiene que hacerlo! Matarlo para que su alma repose en paz y no propague en el mundo la perversa simiente del diablo. Reza e implora el auxilio divino. Necesita calmarse, pensar sin sobresaltos. “Solo se puede acabar con él si se le corta la cabeza y se le arranca de cuajo el corazón”. ¡Tiene que hacerlo!

El viento propaga los aullidos de la manada. Los oye lejanos, más allá del cerro del derruido castillo condal. Suenan como un presagio, como un lamento primigenio que se hunde en las arterias. Tiene que volver a respirar de nuevo, pero tensa los músculos del pecho para no hacer ningún ruido mientras el tórax sube y baja.

Sube y baja.

Una nueva respiración.

Es el instante definitivo.

Respira.

La bestia introduce la cabeza dentro de la hendidura y el monje siente sus pupilas clavadas en los ojos. Es un instante de tiempo congelado. Reconoce la mirada y, aunque lamenta esa muerte, no puede albergar piedad alguna. Es la mirada de fray Anselmo, una mirada que, sin embargo, a pesar de serlo, no es la suya. “¡Dios mío, ayúdame! Per signum Sanctae Crucis, de inimicis nostris, libera nos,  Domine Deus noster. In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. Amen”. Aprieta la mano, se le tensan los músculos del brazo izquierdo y lanza la cuchillada contra la garganta del animal. “¡Dios mío, ayúdame!”. Pero son las fauces del licántropo, aún más rápidas que su deseo, las que atrapan la mano del monje y, de un tirón, sacan su cuerpo fuera del escondrijo.

Con la primera dentellada pierde la conciencia y se le cierran los ojos.

A la hora de prima, doce monjes rezan las horas canónicas en el coro de la iglesia abacial. Ha caído una intensa nevada y todos los edificios han amanecido cubiertos por una espesa capa de nieve. Muchos preguntan por el joven monje que no ha asistido esa mañana a los oficios divinos. Van a buscarlo, pero no lo encuentran en ningún sitio de la abadía.

Por la tarde, tras una búsqueda incesante por los alrededores, un hermano lego descubre su cuerpo despedazado junto al roble viejo de la fuente.

Aterrorizados, todos lloran la muerte de fray Lotario. El Enemigo se ha cebado con la sangre de un inocente.

Solo fray Anselmo, que conoce su otro secreto, sabe que acaba de perder a su hijo.

Publicado en Anatomías secretas, Madrid, Nostrum, 2013.

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