EVANGELIOS: CANÓNICOS, APÓCRIFOS, GNÓSTICOS

Julián Moral

Frag,mento de los Manuscritos del Mar Muerto
Fragmento de los Manuscritos del Mar Muerto

El mensaje cristiano —expurgado del localismo y nacionalismo judíos, descargado del esoterismo esenio y sincretizado en el mesianismo pacífico, las tradiciones bíblicas, metáforas populares, el comunitarismo, el universalismo humanista-helenista, los misterios teológicos y la fe— fue la gran transformación que un sector de los judeo-cristianos primitivos impulsaron con una decidida vocación de crecimiento, apoyándose en una estricta organización jerárquica que excluía cualquier alejamiento de la doctrina oficial por heterodoxo o herético.

El primitivo cristianismo no tenía definido un canon evangélico como atestiguan los escritos de Ireneo y otros autores. Los evangelios oscilaban entre los del Nuevo Testamento: Mateo, Marcos, Lucas, Juan, a los llamados apócrifos: Evangelio de Tomás, Evangelio de Felipe, Evangelio de la Verdad, etc. Existían, por otro lado, otros escritos y enseñanzas atribuidas a Jesús y sus discípulos. Además, los grupos cristianos de diferentes lenguas distaban mucho de seguir las mismas prácticas organizativas y doctrina.

Hacia el año 200 d. C. la situación había evolucionado y el cristianismo era ya una organización estructurada jerárquicamente que comenzaba a superar la diversidad de influencias culturales que pesaban sobre el primitivo movimiento judeo-cristiano. Formas de liderazgo antes diferenciadas y difusas se centralizaban y jerarquizaban en un proceso centrípeto que se apoyaba en tres ejes: doctrina, ritual y estructura jerárquica. Fuera de estas coordenadas (para los que a sí mismos se consideraban ortodoxos) no había nada que pudiera declararse Iglesia. El verdadero conocimiento, la gnosis, decían los ortodoxos, es la doctrina de los apóstoles, el Nuevo Testamento; todos los demás es falso.

En los comienzos de la era cristiana circularon numerosas tradiciones orales que hacían referencia al mensaje y vida de Cristo y, quizá, más que a su vida, a sus hechos atribuidos o reales. Pero lo cierto es que la existencia de Jesús no se ha podido afirmar a partir de datos arqueológicos: no dejó ningún escrito, los autores de los Evangelios (salvo Felipe, cuyo evangelio es considerado apócrifo) no llegaron a conocerlo directamente, los historiadores no lo mencionan o lo hacen con nombres poco claros; nada dejaron escrito de él, tampoco, los romanos en sus anales, ni sobre su juicio, ni sobre su muerte. Flavio Josefo no hace referencia a él entre los numerosos mesías, agitadores o alborotadores a los que hace referencia en  Las Guerras de los judíos. 

Por otro lado hay que tener en cuenta que muchas de las enseñanzas más relacionadas con el mesianismo atribuidas a Jesús no eran novedosas, sino que venían —como puede leerse en una reflexión anterior publicada en esta misma web: «Los Hijos de la Luz contra los Hijos de las Tinieblas» de una larga tradición mesiánica, no tanto de fuentes bíblicas, como de la más antigua ley hebrea, tradiciones y escritos más cercanos. Así lo demuestran los Rollos del mar Muerto o los Papiros del Alto Egipto descubiertos a mediados del siglo XX. 

Interior de las cuevas de Qumram
Interior de las cuevas de Qumram

Los documentos de Qumrám y Nag-Hammadi (estos últimos constan de cincuenta y dos textos de los primeros siglos de la era cristiana; fueron descubiertos por un campesino árabe y catalogados de auténticos) fueron escritos por personas que vivieron de cerca en tiempo y lugar los acontecimientos en que se desarrolló el judaísmo del Segundo Templo y el naciente judeo-cristianismo. Contrastan y discrepan, a veces abiertamente, de los escritos evangélicos canónicos. Los textos de Nag-Hammadi, son traducciones en idioma copto de otros manuscritos más antiguos escritos en griego (120-150 d. C.), posiblemente redactados con anterioridad y casi todos ellos de tendencia gnóstica referidos a los escritos del Antiguo Testamento, el Nuevo Testamento, a cartas de San Pablo, etc. Comparten con estos personajes, pero mantienen diferencias de relato y mensaje.

Estos textos gnósticos —evangelios, enseñanzas místicas, revelaciones, etc— fueron sistemáticamente omitidos de la colección canónica y tachados de heréticos, por lo que fueron objeto de persecución y destrucción por parte de la ortodoxia cristina como demuestra su ocultación en las cuevas de Nag-Hammadi. Hay historiadores que opinan que algunos de los primeros seguidores del cristianismo fueron acosados y perseguidos por sus propios correligionarios. El obispo Ireneo (siglo II d. C.) atacó a  los llamados herejes gnósticos; cincuenta años después lo hizo Hipólito, obispo romano que persiguió a los antitrinitarios —entre ellos los gnósticos—, cada vez más obligados a ocultar su pensamiento y sus escritos. Según la opinión de prestigiosos estudiosos y eruditos del tema como Elaine Pagels y Jorge Blaschke, entre otros, la gnosis (conocimiento) y el gnosticismo no poseían las características de una religión de masas. Para los gnósticos, Dios era percibido a través  de la mente y del espíritu: «allí donde está el intelecto, allí está el tesoro» (Evangelio de María). Por otro lado, según se desprende de los manuscritos de Nag-Hammadi, la Resurrección no era para los gnósticos un hecho real en sí, sino la simbolización del conocimiento de la presencia de Cristo. Otro aspecto del gnosticismo era, según se infiere de algunos de sus escritos, la importancia del papel de la mujer en la cosmovisión de esta corriente cristiana, que tuvo en Valentín (siglo II d. C.) a uno de sus principales defensores e impulsores (de ahí nace el calificativo de valentinianos herejes).                                                                                                   

Según tesis generalmente aceptada entre los analistas de unos y otros evangelios, en la figura de Jesús conviven dos personalidades contradictorias: el Jesús del amor, que ama incluso al enemigo, y el Jesús airado, soberbio o violento; el Jesús respetuoso con la ley judaica, y el que en ocasiones no la respeta. En Lucas 22. 35-36 aparece una clara alusión de Jesús a sus discípulos para que se armen: «y el que no tiene espada venda su capa y compre una». En Mateo 10.34 se dice: «No penséis que he venido para traer paz a la tierra; no he venido para traer paz, sino espada». También, encontramos en unos y otros textos (canónicos, apócrifos, gnósticos) a un Jesús airado que anuncia la disensión dentro de las familias (se supone que a partir de la aceptación o rechazo de su mensaje) pero que, a veces, es también violento: recordemos el pasaje de la expulsión de los mercaderes del Templo. El evangelio apócrifo del Pseudo Tomás, nos presenta a un infante Jesús caprichoso, colérico y vengativo. Salvando las dudas sobre la realidad de muchos de los hechos y dichos recogidos en unos y otros evangelios y escritos, no conviene olvidar que unos y otros tienen como base una tradición oral, reconstruida a partir de literatura y posiblemente mistificada, de la vida, dichos, hechos y mensaje de Cristo. Habría que preguntarse hasta qué punto son o no una reconstrucción fiel (no modificada o una expurgada, interesada y adaptada visión acorde a las exigencias de cada una de las corrientes judeo-cristianas).

María Magdalena anuncia la Resurrección a los Apóstoles. 1120–1145.
María Magdalena anuncia la Resurrección a los Apóstoles. Miniatura inglesa de 1120–1145.

La relación existente entre política y religión en el judeo-cristianismo de los primeros tiempos, dio lugar a un continuo contraste de ideas, opiniones y luchas ideológicas para tratar de «imponer una visión determinada sobre el supuesto Mesías» (Jorge Blaschke). El cristianismo primitivo fue, en principio, sustancialmente judío, muy influido por la cosmovisión esenia. Posteriormente —parece evidente para estudiosos e historiadores— adoptó influencias gnósticas y helenísticas. Saulo de Tarso (San Pablo, en principio de la secta o partido fariseo y perseguidor de los nazarenos) no fue ajeno a estas influencias y fue, quizá, el principal impulsor de la universalización del mensaje cristiano, abriendo la entrada en la comunidad judío-cristiana a los gentiles. El mensaje cristiano era un mensaje muy local, sobre todo visible en los Hechos de los Apóstoles. Fue con posterioridad cuando se introdujo la idea de proclamar el evangelio a toda la humanidad. La corriente de la tradición discurría por un lado y, por otro, la necesidad de dotar de forma y contenido canónico a esa variedad de factores y tradiciones.

La controversia de la Resurrección entre gnósticos y ortodoxos fue una de las claves, según prestigiosos especialistas, para fundamentar el dogma canónico e institucionalizar la Iglesia. La doctrina de la Resurrección, opina Elaine Pagels, se institucionalizó como mecanismo de apoyo y justificación, a la vez, de la estructura de autoridad jerárquica. Iba dirigida a la conciencia emocional de los seguidores cristianos, cargados de anhelos muy humanos, no sólo de un mundo mejor, sino de la perspectiva de vencer a la muerte resucitando en la otra vida. La Resurrección, además, validaba el cumplimiento de las escrituras proféticas e incorporaba un hecho divino a la doctrina y a sus seguidores, reafirmando, confirmando y legitimando al núcleo dirigente. La creación de un corpus doctrinal (principios del siglo IV) significó un elemento de máxima importancia, a su vez, de validación de la continuidad y la jerarquización. Con el paso de los años, la Iglesia católica (universal) convirtió en dogmas algunos supuestos que no tienen referencia en las tradiciones o hechos del nazareno: la doctrina de la Trinidad, la virginidad de María o su ascensión a los cielos, entre otros, pero el crecimiento y supervivencia de la doctrina cristiana se debe mucho más a la estructura organizativa y a la parte más humanista del mensaje que a la concreción teológica, sin restarle importancia a ésta.

En el 312 d. C. Constantino se convierte al cristianismo, convoca el Concilio de Nicea (325 d. C.) y en el 380 d. C. el cristianismo se convierte en religión oficial del Imperio Romano. Como veníamos observando, las convicciones religiosas terminan conllevando, inevitablemente, relaciones político-sociales y una clara tendencia de aquellas a la adaptación de sus fines al modelo de organización política.

Y así, se produce la contraposición del canon evangélico, de la Iglesia universal, la Fe —de los que se arrogaron la ortodoxia—, contra la otra cosmovisión, formada por el auto-conocimiento y el auto-descubrimiento para conocer y acercarse a Dios. Surge así el triunfo de la Iglesia Católica, que abandona los lastres del primer cristianismo localista judeo-cristiano y sigue la senda de lo que algunos historiadores de las religiones denominan como «cristianismo paulino» (San Pablo), que, con posteriores aportaciones del obispo Ireneo (s. II d. C.), el obispo romano Hipólito ( siglos II-III d. C.), San Jerónimo ( s. IV d. C.) o Tertuliano (siglos II-III d. C.), entre otros, transformaron la figura y doctrina de Cristo (muy nacionalista y localista de lo judío) en otra más universal, helenista y, en definitiva, humanista.

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