VERANO DE OBUSES EN DUNKERQUE

Sergio Guadalajara

Habían sido imparables. Habían sido devastadores. Y habían sido, hasta ese momento, también implacables. ¿Por qué decidieron entonces detenerse, cuando lo único fácil era la total aniquilación de sus enemigos? ¿Por qué diez días y treinta kilómetros cambiaron el rumbo de la Segunda Guerra Mundial? El «bendito milagro de Dunkerque» tiene todo que ver en este asunto.

Al verano de 1940 le quedaba muy poco para extenderse por prados, bosques y colinas de toda Europa. Ramas y más ramas de madreselva tejían sus tapices sobre muros de incalculable tipología construidos entre Liverpool y Berlín. Las oscuras golondrinas, en lo que a ellas concierne, ya habían vuelto sus nidos a colgar. En adición a lo anterior, millones de pequeñas abejas bailoteaban al mismo tiempo que acumulaban cada vez más polen en sus colmenas. Sin embargo, miles de voluntades humanas se le habían ya adelantado al verano en lo que solía consistir esta dulce invasión estacional del continente. Era el 26 de mayo de 1940 y la Operación Dinamo acababa de dar comienzo.

Nada de bucólico había aquellos días en la ciudad de Dunkerque. En ella estaban concentrados más de trescientos mil hombres que habían emprendido la retirada de Francia ante el incontestable poder de las tropas alemanas. Formaban parte de las Fuerzas Expedicionarias que Gran Bretaña había enviado a sus aliados después de la mutua declaración de guerra que hicieron a la Alemania de Hitler el año anterior, en septiembre de 1939. En verdad, ni Inglaterra ni Francia deseaban la guerra; de hecho, habían tratado de evitarla durante muchos años, conocedoras ya de lo terrible que fue la Primera Gran Guerra de nuestro tiempo.

De nada sirvieron las muchas concesiones económicas, territoriales e ideológicas que se le hicieron a Alemania durante la década de los treinta, a pesar de que el Tratado de Versalles (1919) era claro en cada una de sus cláusulas, como ejemplifican la reducción del ejército alemán a cien mil efectivos o la cesión y adquisición de ciertas regiones (me estoy refiriendo a Alsacia, Lorena y el Corredor del Danzig, entre otras) a las naciones vencedoras. Alemania y su voz más poderosa, Adolf Hitler, se hacían cada vez más insaciables. El dictador consiguió en 1938 completar uno de sus objetivos pangermánicos, el Anschluss, es decir, la unión de Austria y Alemania, lo que supuso la subordinación a esta última por parte de Austria. No era suficiente, la revancha no estaba completa, tenía que ser mayor.

La invasión de Polonia en septiembre de 1939, que supuso para Alemania la recuperación (con creces) del territorio que había perdido años atrás, no pudo ya ser tolerada por las demás potencias. Hitler había cruzado con decisión una gruesa línea. La guerra había comenzado.

Tras un invierno sin apenas combates en lo que se llamó una «guerra de mentira» (traducción de la expresión que utilizaban los franceses para referirse a ella, la drôle de guerre), Alemania consiguió en el mes de abril ocupar Dinamarca y Noruega. La guerra relámpago, su conocidísima táctica, estaba dando excelentes resultados también fuera de Polonia. ¿Podría ser puesta en práctica con tanta facilidad también en Francia?

Desde luego, se suponía que no: en aquel momento, Francia contaba con el ejército más numeroso y mejor financiado de Europa y poseía, además, una fortísima línea defensiva (consistente en túneles, búnkers y fortalezas con capacidad para repeler duros ataques durante meses) construida en el periodo de entreguerras a lo largo de toda la frontera con Alemania, más de cuatrocientos kilómetros. La línea Maginot era el principal escudo protector de Francia.

Desafortunadamente, los ingenieros que se habían encargado de proyectarla y construirla interrumpieron la formidable fortificación en el lugar exacto en el que terminaba la frontera con Alemania y comenzaba la de Bélgica. Éste era el único punto débil que tenía y que, en caso de ser atacado, sería rápidamente defendido por varias divisiones francesas enviadas para repeler al enemigo. Sin embargo, los generales alemanes, conocedores de la imposibilidad de enfrentarse a la línea Maginot y conscientes de la debilidad que había en los frentes de Bélgica y Holanda, decidieron atacar Francia desde allí.

El avance de la Wehrmacht (el ejército alemán) fue desde el primer día imposible de detener. Estaba mejor organizado, contaba con más medios técnicos y con una mejor organización táctica. Von Manstein y Von Rundstedt, los generales germanos encargados de dirigir la invasión, tomaron como base el Plan Schlieffen, ese mismo que había sido llevado a cabo por el general Von Moltke en la Primera Guerra Mundial con modificaciones sustanciales que hicieron que fracasara. Ellos también introdujeron algunas variantes pero que, como ha quedado demostrado, fueron más que acertadas: concentraron el ataque en la zona sur del país y sorprendieron con el avance de los panzer por el bosque de las Ardenas, que había sido calificado como impracticable. Estaban cerrando la trampa.

Las tropas británicas y francesas enviadas en ayuda de sus aliados del norte no pudieron evitar el rápido y fuerte avance alemán. Aquello que tanto temían sucedió el 15 de mayo, sólo cinco días después de que comenzase el ataque alemán. Holanda se rindió. El 28 de mayo Bélgica hizo lo mismo. Después de esto, ninguna utilidad tenía ya la línea Maginot, por lo que Francia quedó desprotegida y los ingleses, conscientes de que la caída de Francia era casi segura, decidieron organizar una operación para reembarcar a las tropas expedicionarias que habían enviado meses atrás hacia los puertos de Inglaterra.

El 24 de mayo comenzó el repliegue hacia la ciudad costera de Dunkerque, situada por mar a unos pocos kilómetros del litoral inglés. Por ello, era un lugar idóneo desde el que reembarcar, ya que contaba con un perímetro defendible ante el previsible ataque que intentarían los alemanes. Comenzaron a llegar hombres que fueron abarrotando las playas y calles de la antes tranquila ciudad. Dentro del casco urbano había más de trescientos mil soldados esperando el embarque de forma ordenada (aunque desesperada) durante la práctica totalidad de la evacuación. Se formaron largas filas en las orillas mientras se esperaba la llegada de nuevos barcos. Sin embargo, como es lógico en una situación de este tipo, hubo también tensión, peleas, discusiones y luchas por escapar de aquel lugar cuanto antes (incluso parece ser que hubo alguna ejecución de ciertos soldados que trataron de colarse en la fila).

Esta ingente acumulación de pensamientos, suspiros y anhelos que vestían de pardo y agarraban un fusil con sus manos, estaba guarnecida por tropas franceses a las que se les asignó la defensa del perímetro y que serían las últimas en huir, pero que no serían capaces de soportar el terrible ataque que emprenderían los alemanes por mucho tiempo. Los germanos contaban con una posición estratégica ventajosa y estaban a punto de conseguir una enorme victoria, pues suponía tomar como prisioneros a la práctica totalidad de las Fuerzas Expedicionarias británicas y a parte del ejército francés, inhabilitando así futuras acciones por ambas partes y decantando la guerra a su favor. La catástrofe se encontraba a treinta kilómetros de los Aliados.

Entonces, llegó a los mandos alemanes un telegrama con una orden directa de Hitler: la Wehrmacht tenía que detener su avance. Tenía que esperar. Von Manstein y Von Rundstedt, conscientes del error que se iba a cometer con esta decisión, se mostraron indignados e intentaron disuadir a Hitler, pero sin conseguir nada. ¿A qué se debió esta insólita determinación? ¿Por qué se dejó escapar la posibilidad de aniquilar casi por completo a británicos y franceses?

Quizás la guerra hubiese tenido un devenir completamente diferente, pues el bando aliado habría quedado en una posición muy comprometida y débil después de esto. Por ello, los historiadores han intentado darle explicación al “no-movimiento” que permitió escapar a cientos de miles de soldados ingleses y franceses.

No obstante, lo cierto es que existían razones que pudieron llevar a Hitler a detener el avance de los panzer. Algunos historiadores afirman que la dificultad orográfica de los alrededores de Dunkerque (plagado de zonas pantanosas) habría hecho a los tanques desarrollar una lenta marcha. Esta explicación debe ser desechada, ya que los panzer atravesaron áreas mucho peores durante la invasión de Polonia meses atrás y sin sufrir apenas contratiempos. Asimismo, estas tropas serían las encargadas no sólo de la toma de Dunkerque, sino también de la marcha sobre París, por lo que es posible que necesitarán un breve descanso para reparar daños en los vehículos (y abastecerlos de combustible) y fuerzas en los soldados. Nada más lejos de la realidad; habrían sido muy capaces de cerrar la bolsa sin problemas, pues frente a ellos sólo había hombres escasos de recursos, hacinados, cansados y con la moral muy baja.

Otra interpretación posible a la inesperada detención es de carácter puramente político: Hitler no deseaba airar ni humillar en exceso a Inglaterra, porque aún veía posible la paz o, al menos, llegar a un acuerdo con ella. Los expertos han rechazado esta teoría recientemente y sostienen que la decisión del dictador se debió únicamente a cuestiones militares. Por último, destaca la valoración que hizo una vez terminada la guerra el general alemán Warlimont. Sostuvo en su declaración que el mariscal Göring (al mando de la Lutwaffe, la fuerza aérea alemana) fue el que convenció a Hitler de que diese orden de detener a la infantería y los tanques. Veía su utilización en el cerco de Dunkerque como un riesgo inútil que podía evitarse, pues la Lutwaffe podía encargarse de la misión bombardeando las atestadas playas de Dunkerque exponiendo menos a los soldados y sufriendo muchas menos bajas.

Sin embargo, Göring no contaba con el más inesperado y bienaventurado aliado que encontraron los ingleses y franceses justo en el lugar de atraque y embarco del modo más involuntario: se trataba de las arenas de la playa sobre la que esperaban turno miles de hombres. Eran de gran profundidad, por lo que cada vez que los bombarderos alemanes Stuka soltaban encima su carga explosiva, ésta era engullida por la arena. Explotaba unos metros bajo tierra, por lo que la metralla y la onda expansiva eran absorbidas sin producir daños, salvo una violenta nube de arena. Ésta fue una de las claves, junto con la polémica orden, que hizo posible “el bendito milagro” en Dunkerque. Si las playas hubiesen estado formadas por roca, el resultado habría sido una terrible masacre.

De este modo, cuando Hitler permitió de nuevo el avance sobre Dunkerque, el error estratégico, quizás entre los más trascendentes de la guerra, era ya irreparable: la mayor parte de las tropas aliadas habían conseguido escapar y navegaba rumbo a Dover (Inglaterra). Fue determinante la grandísima labor de la Royal Navy, capaz de transportar a miles más personas de las previstas con obstáculos de por medio (minas, submarinos, lanchas torpederas, bombardeos): inicialmente se calculó el rescate de cincuenta mil hombres… Finalmente fueron 338.872, dos terceras partes de ellos británicos. En Dunkerque quedaron abandonados miles de tanques, vehículos y cañones. Unos veintidós mil hombres no pudieron embarcar y fueron hechos prisioneros de guerra por los alemanes. Con todo, la Operación Dinamo fue declarada de inmediato como un absoluto éxito. Desde luego que lo fue.

El 4 de junio de 1940, con la operación terminada, restarían aún algo más de cinco veranos para que las madreselvas pudiesen volver a tejer sin miedo a las bombas.

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