UN HÉROE CONTRA ROMA: VIRIATO

Sergio Guadalajara

Muerte de Viriato, obra de José de Madrazo
Muerte de Viriato, obra de José de Madrazo

Ya en el siglo II a.C. la Península Ibérica tenía un héroe. No era como uno de aquellos guerreros espartanos que, al lado de Leónidas, combatieron hasta la extenuación en el desfiladero de las Termópilas o, mucho antes, uno de los griegos que consiguieron incendiar Troya, perpetuándola así en la memoria de Occidente por más de dos milenios. No, su heroísmo fue, en verdad, muy diferente: logró infligir grandes pérdidas al gran Imperio de Roma. Todo ello a costa del ingenio y arrojo. Me refiero a Viriato y los suyos.

Los lusitanos, según las fuentes históricas, eran por naturaleza gentes hechas para la dureza. Acostumbraban a comer una vez al día y a practicar ritos que hoy consideramos crueles y bárbaros, pues en ocasiones sacrificaban a prisioneros para herirlos mortalmente en el vientre, de manera que murieran de forma lenta y dolorosa. Según el modo en que cayese el moribundo y en la que salpicase la sangre de la herida abierta, sus sacerdotes se afirmaban en capaces de poder prever el futuro. Es una costumbre común a la de los pueblos celtas, entre los que estaba extendida una variante más radical del druidismo.

Así, no eran muy diferentes de los pueblo del norte. Eran hábiles en las tácticas de guerra de guerrillas, lo que fue precisamente lo que les otorgó tantas victorias frente a los romanos. Con unidades de infantería y caballería ligera, su armamento también buscaba fomentar la rapidez de movimientos: pequeños puñales y espadas al cinto, todo ello manufacturado en hierro. En raras ocasiones portaban armadura y, como armas arrojadizas, utilizaban lanzas cortas con la punta de bronce. El escudo era el conocido como caetra, muy extendido por toda Iberia, que era bastante liviano y fácil de manejar (medía hasta setenta centímetros de diámetro y solía estar construido en madera y cuero).

El carácter indomable de los pueblos ibéricos costó a Roma 199 años de bajas, matanzas mutuas y problemas. No fue una conquista fácil como otra de las tantas a las que se habían acostumbrado, a veces casi sin oposición, en las que las legiones se hacían de forma rápida con el control de la zona. Roma llegó a Hispania el 218 a.C. para enfrentarse a los cartagineses, comandados por su héroe más conocido, Aníbal, en la segunda guerra púnica. La Península sirvió de tablero de operaciones a los dos bandos, pero una vez derrotados los norteafricanos, los romanos decidieron quedarse con él. Para ello, debían asumir el control total del territorio y liquidar  todos los focos de resistencia que se le oponían, es decir, los indígenas.

A pesar de su “barbaridad”, pues para Roma eran pueblos sin cultura ni civilización, los indígenas de Hispania eran gentes muy acostumbradas a la guerra, ya que las luchas y disputas eran frecuentes entre ellos. Sin embargo, lo que realmente los definía era su amor a la libertad, a la independencia. Romanos e iberos (entendidos como los habitantes del territorio de la Península, no como los integrantes del pueblo del mismo nombre) fueron antagónicos desde el comienzo.

Después de hacerse con las primeras ciudades en la Península en zonas de la actual Cataluña costera (Tarraco fue de las primeras grandes ciudades romanas) con ánimo de cortar los suministros que llegaban al ejército cartaginés hasta Italia, establecieron más legiones capaces de defenderlas y Roma comenzó a expandir su radio de influencia, bien mediante tratados amistosos, bien mediante la fuerza si la primera opción no era aceptada. Fueron avanzando por todo el litoral levantino y desde aquí hacia zonas del interior. Quedó consolidada la división en Hispania Ulterior (su capital era Corduba, la actual Córdoba) e Hispania Citerior (Tarraco, la actual Tarragona).

Famosa estatua de Viriato en Zamora, en la plaza con el mismo nombre
Famosa estatua de Viriato en Zamora, en la plaza con el mismo nombre

En este contexto de expansión de las fronteras imperiales en la Península, tiene lugar la guerra en la que se forjó el mito del héroe Viriato. Desde el año 155 a.C. hubo movimientos hostiles entre los bandos lusitano y romano: Púnico, líder de los primeros,  venció en dos ocasiones al pretor de la Hispania Ulterior, Manilio, en enfrentamientos de los que no se conocen apenas datos, antes de morir de una pedrada en la cabeza durante el transcurso de otra escaramuza.

Su sucesor, Césaro, consiguió una aplastante victoria frente a las tropas del pretor Mumio (unos 14.000 hombres). Al parecer, los lusitanos se estaban batiendo en retirada, los romanos los perseguían e, inesperadamente, los indígenas se revolvieron y recompusieron aprovechando el desorden con el que los habían estado persiguiendo… Cayeron nueve mil itálicos y unos cuantos estandartes propiedad del S.P.Q.R. que fueron mostrados con orgullo por las ciudades de la Iberia no ocupada. Roma era vencible.

Se sucedieron los enfrentamientos con victorias para uno y otro bando (finalmente Mumio consiguió recuperar los estandartes de la vergüenza y fue recibido con honor en Roma tras aniquilar a uno de los caudillos lusitanos) hasta que se llegó a una situación en la que la paz se vislumbraba como posible, especialmente tras algunas duras derrotas sufridas por los romanos. Galba, el nuevo propretor, ofreció a los lusitanos que abandonasen las armas a cambio de entregarles tierras en las que poder vivir. Aceptaron y se dividieron en tres grupos los treinta mil hombres que habían aceptado la oferta imperial. Cometieron un terrible error que les costó la vida… Galba ordenó que fuesen aniquilados. Los que sobrevivieron pasaron sus días como esclavos (murieron unos nueve mil, unos veinte mil lograron sobrevivir y unos mil, escapar).

En los momentos difíciles, el hombre entrega todo lo que tiene porque se ve cerca de tener nada. Y las situaciones desesperadas son las propicias para los héroes; por algo son capaces de aprovechar los factores que están en su contra y revertirlos. Es lo que hizo el año 147 a.C. Viriato el lusitano, antiguo pastor y vagante de montes.

Los indígenas se encontraban bajo asedio, cercados por las tropas romanas. Se dispusieron en formación de batalla para, acto seguido, dispersarse hacia los cuatro puntos cardinales. Viriato se quedó con un millar de jinetes para ejercer de señuelo hasta que, dos jornadas después, logró evadir la persecución en una marcha nocturna. Los lusitanos se reunieron en la ciudad de Tríbola (en la actual provincia de Málaga) y tendieron una emboscada a sus perseguidores, que perecieron en su mayoría.

Viriato, desde ese momento, evitó el enfrentamiento en batalla campal y desencadenó una asfixiante guerra de guerrillas contra el invasor. Las pequeñas escaramuzas, las emboscadas (siempre en superioridad numérica contra pequeños destacamentos) y el entorpecimiento de los suministros fueron los pilares de su estrategia. Todo ello se demostró muy eficaz, pues los romanos se enfrentaban a un enemigo al que apenas veían pero que los iba minado día a día, poco a poco, soldado a soldado.

Más de 1900 años después, cuando los fusiles habían acallado ya hacía mucho tiempo el entrechocar de las espadas y puñales y el golpe seco de los arcos que disparaban sus venablos, los españoles volvieron a recurrir a esta táctica contra el francés invasor (es destacable la similitud entre las dos situaciones, en las que hay una nación extranjera muy poderosa militarmente que se enfrenta a los «indígenas», teóricamente en inferioridad de condiciones y con peores medios). Gracias a la lucha guerrillera, Napoleón tuvo que retirar a sus soldados de España.

Plaucio, Claudio Unimano, Fabio Máximo Emiliano, Nigidio… todos ellos eran cónsules o pretores de Roma encargados de poner fin a los sublevados lusitanos. Buscaron a Viriato y sus hombres, se enfrentaron a ellos, los acosaron… pero todos salieron derrotados; alguno, como Unimano, incluso con humillación y nueva pérdida de los estandartes. Aprovechaban los momentos de mayor relajación en los que salían partidas a buscar forraje, a cortar leña o a mejorar el campamento para atacarlos. No importaba el número de soldados que reunieran los romanos, puesto que los lobos lusitanos caían sobre ellos implacablemente, incluso en batalla. No obstante, también sufrieron algunas derrotas de importancia, si bien es cierto que no de tanta repercusión como las romanas.

Soldados romanos
Soldados romanos

Se sucedieron los encuentros entre los dos ambos hasta que, en uno de ellos, Viriato tuvo a su merced a un ejército romano (el del legado Q. Occius). Pudo haberlo aniquilado, pero prefirió ofrecerle la rendición a cambio de un acuerdo de paz (se desconocen los motivos de este extraño movimiento), que duró un año, cuando el nuevo cónsul Servilio Cepión llegó a Hispania.

Rompió el tratado y atacó a Viriato, obligándolo a retroceder a la Carpetania. Aun así, Viriato consiguió burlar de nuevo la persecución haciendo huir a su ejército por un barranco desconocido para los romanos mientras él presentaba batalla con un pequeño contingente de caballería. Una vez que la mayoría estuvo a salvo, los jinetes escaparon y dejaron a los romanos sin presa a la que seguir. Un tiempo después, Viriato buscó un nuevo acercamiento a la paz y llegó a entregar para ello a algunos desertores romanos que había en su ejército, pero rompió las negociaciones cuando se le pidió que rindiera las armas. Más tarde, volvió a entablar conversaciones, esta vez con el cónsul Cepión. Le costó la vida.

Audax, Ditalco y Minuro fueron los tres hombres que envió Viriato a hablar con Cepión. Eran los tres de su más estrecha confianza, compañeros de mil batallas. En la última, fallaron. No lucharon contra el scutum y el gladius de cientos de soldados romanos, sino contra la avaricia y la traición. Fallaron y perdieron cuando Cepión les ofreció una buena recompensa a cambio de asesinar a Viriato, ése al que no se podía derrotar.

A la mañana siguiente, faltaban los tres mensajeros. En la tienda de Viriato, esperaba su cadáver, escarlata en el cuello por la puñalada, nieve en la piel por el rigor mortis. Le habían apuñalado en el único lugar en el que no le protegía la cota con la que dormía cada noche. Mientras tanto, a los tres legados les esperaba en el campo romano una frase de las que han pasado a la Historia: “Roma no paga a traidores”.

Los traidores quedaron sin recompensa e Hispania sin su mayor genio militar. Paradójicamente, el sucesor de Viriato, que había continuado con la lucha, Táutalo, consiguió unos meses más tarde paz y tierras para los lusitanos.

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