José Guadalajara

 

 

La calle vacía a las doce de la noche.

Es como si una navaja hubiera cortado las junturas de una caja de cartón. Se percibe un ruido de oscuridad, un ruido que nadie oye pero que persiste sobre los adoquines de las aceras y que envuelve las techumbres hundidas y los balcones desnudos a la intemperie.

Un pueblo fantasma, un esqueleto urbano manchado de tinieblas y que ya no sonríe ni llora ni siente la pereza o la inercia. Un espacio de insectos y de cazadores nocturnos al acecho.

El silencio revienta de cristales y campanas desiertas. La luz existe bajo el reflejo matizado de un charco de agua. Vagan gatos sombríos y escuálidos y se balancea entre cenizas el sonido intermitente del autillo.

La calle vacía parpadea en la ciudad muerta.

Una lagartija escapa como un disparo entre las grietas. Matías camina despacio. Camina entre los rostros huidos. Verde explosivo. Matías Miravall, brochazo de nostalgia. Escamas que reptan sobre las paredes. La memoria va coleccionando antiguas fotografías y estampas amarillentas.

Sus pupilas se mueven encendidas sin gafas de sol y la mirada se abisma sobre la vieja casa de piedra. El escaso cabello gris se le arremolina entre las orejas. Se detiene. Suspira y le arrebata la nostalgia. Observa la aldaba en la puerta entreabierta y revive en la imaginación la mano que la empuña. Es una mano sin arrugas todavía, mano sin pliegues en su corazón, mano tibia de ayer que golpea insistente el crepúsculo de octubre, mano recién venida de la escuela. No es la suya. De eso hace ciento treinta y tres años.

El zaguán conserva el tosco pavimento de losas de barro, pero las rendijas, el polvo y los derrumbes han extendido sobre ellas un irreconocible retrato de época. Un espejo ovalado, partido en tres pedazos y colgado sobre la pared dormida, añora la imagen de unos labios que preguntan. Unos labios que observan. Los objetos respiran en sus auras y mantienen intacto el latido que los sostuvo.

Matías Miravall Martín ha pernoctado en su automóvil, arrebujado en el asiento de atrás, junto a la torre gótica de la iglesia. Otoño en ciernes y un filo de hojas frías en el amanecer. En sus recuerdos ha aflorado el último año que vivió en el pueblo: persiste el olor del humo y del pan caliente, el perfume del espliego y la podredumbre del establo.

Se marchó de madrugada para estudiar la carrera de medicina en la capital, cincuenta kilómetros más allá del río y de las sierras encrespadas. Acabó la especialidad en Madrid y, tras varios años como profesor en universidades de Bolonia, París y Palermo, se instaló definitivamente en Oakland en 1992.

Ha regresado ahora con sesenta y seis años. Es un pozo de sensaciones.

Sube los peldaños con cuidado en la lentitud inquieta de la madera. Carcoma y tablones atravesados. Frágil lámina de tiempo. Arriba habita una oscuridad de linterna. El último paso le hace pisar la línea luminosa que se adentra en su habitación. Un mundo le palpita dentro. Busca los postigos y, con dificultad, descorre los cerrojos oxidados. La claridad se adueña de la estancia. Y un murmullo lo recorre como un viajero entre las dunas amarillas del desierto. Reconoce detalles: la mancha oblonga del techo, la viga transversal donde al principio colgaba la bujía y, más tarde, la bombilla de cuarenta vatios, el rastro blanquecino del crucifijo en la pared, la baldosa partida en forma de L, los muelles del somier, todo bajo el círculo de una inquietud misteriosa. En el ángulo, la vieja cómoda de cajones atascados. Desvencijada y cubierta por telas de araña. Un temblor lo sobrecoge.

En la pared, palpa las escarpias retorcidas de las estanterías donde habitaron las novelas y los gruesos volúmenes de medicina. Es entonces cuando se lleva la mano al bolsillo y saca el recorte que hace más de treinta años se encontró en el Tratado de anatomía descriptiva que perteneció a su abuelo. No lo conoció. Murió en el 39, de forma extraña ―le dijeron―, nueve años antes de que él naciera. Releyó su escrito:

En 1881 yo tenía 14 años. Me sucedió algo inexplicable.

Se detiene y mira en torno, como tratando de sorprender allí mismo un vestigio de aquella revelación. El tiempo es redondo, como la Luna o un planeta.

Fue en el mes de octubre, a esa hora incierta del crepúsculo. Al llegar de la escuela, con la mano izquierda empuñé la aldaba y llamé a la puerta. Me abrió mi madre. Todo pasó en mi cuarto.

Matías heredó la habitación de su abuelo. Su padre, que llevó el mismo nombre, no llegó a dormir en ella. Entre sus paredes sintió pánicos nocturnos, la conmoción de los truenos, la algarabía de la lluvia, la confabulación de la carne, el sueño despiadado, el vuelo en las alturas, la fiebre del olfato, la búsqueda imprescindible del más allá lejos de estos confines. Ahora la habitación está vacía, como toda la casa vacía, como las calles del pueblo vacío, abandonado todo en su vaciedad y en su sempiterno olvido. Como el espejo oval, también vacío.

Una luz me cegó los ojos. Vi el pueblo desierto, el no retorno, la guerra despiadada, la muerte. El tiempo se me echó encima. Y quedó oculto… bajo la cómoda.

Comienza a mover la vieja cómoda desvencijada y, al desplazarla, se le desploma como un elefante atravesado en el cráneo por una bala. Levanta un nido de polvo y un estrépito de madera retumba por toda la casa. Como puede, aparta el estropicio de roble, limpia el espacio con esmero y empieza a rastrear algún relieve o muesca sobre el suelo. Un reborde algo más hundido parece evidenciar un escondite. Busca un hierro o un trozo de palo. Cuando lo encuentra, apalanca una baldosa, la saca y mira debajo.

Una caja cuadrada… «¿Lleva ahí más de cien años?».

Al cogerla entre las manos, le parece un objeto viviente. Percibe una especie de magnetismo, un retroceso en el tiempo y tiene la sensación de una presencia.

Abre la tapa.

En su interior descubre una pistola y una fotografía. Una vieja fotografía en blanco y negro, arrugada.

Hay un hombre mayor retratado, vestido con una bata blanca y un fonendoscopio que le cuelga sobre el pecho. Lentes de pasta antigua, vidrios redondos y un bigote fino y alargado. A su lado, un niño con un pantalón corto a cuadros, sujeto por unos tirantes. Lleva una camisa blanca de cuello de almidón y una pajarita elástica.

Detrás de la foto, escrita a pluma, un nombre:

«Matías Miravall Mancini».

Vuelve a mirar la imagen. Se sorprende.

«¡Ese niño soy yo!», exclama Matías Miravall Martín antes de darse cuenta de que se está perdiendo en un laberinto.

El tiempo es redondo, como la Luna o un planeta.

Después coge la pistola y la observa con complacencia.

 

Publicado en el libro El laberinto de la dicha, Valladolid, Alkaid, 2014.

 

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