El triunfo de la muerte

José Guadalajara

A mi padre, el otro Brueghel

Se llama Brueghel, como el pintor. Hace tiempo que no juega con su hijo al ajedrez porque le ha nacido una telaraña disecada en el cerebro. Y así no es fácil movilizar una dama o un alfil a través de un campo de batalla. Confunde un peón con un general y lo mueve sobre los escaques como si fuera un batracio, dando saltos y arrasando con todo el tinglado. Después te mira y te sonríe con un gesto de extrañeza cuando le das jaque con un caballo que acaba de aparecer entre el boscaje.

El ajedrez también se llama Brueghel, como el Museo del Prado. Sentado en su sillón frente al Paseo del doctor Esquerdo, tiene la mirada perdida y confunde los términos, como si viviera en un laberinto de imágenes y palabras. Brueghel creció en Madrid, y sus padres lo llamaron José porque tenía un abuelo ferroviario que nació con ese nombre. Alguien se inventó el pseudónimo. Se aficionó a la pintura y pintó una calle estrecha de pueblo con mantelerías, camisas y sábanas colgadas en los balcones. Una mujer camina en el óleo gris por la acera sin bordillos. Su hijo observa el cuadro, que le huele a chiscón y cuarto cerrado. Brueghel se lo regaló al portero, y todos los vecinos, al embocar la escalera, veían esa calle sin empedrar en sus calles sucias de la postguerra. Entonces la vida era otra cosa.

Brueghel empezó a trabajar subiendo ascensores con su tío Eugenio, el que todos los veranos traía ensaimadas con cabello de ángel desde Mallorca. Pero Brueghel se mareaba con tanto ascenso y descenso y se sentó en una oficina frente a la calle de Alcalá para rellenar pólizas de incendios. Aprendió a enhebrar cifras y siniestros y a mirar desde la ventana, allá abajo, la fuente de la diosa con sus leones. De tanto mirar, se hizo también fotógrafo y empezó a colgar en el pasillo de casa a novios de sonrisa floja, sobrinos en blanco y negro, suegras con mantillas de pueblo, niños de organdí recién bautizados y señores con cara de ceniza y bigotes lacios.

Ahora, con el álbum de fotos sobre las piernas, observa en el salón un cuadro de estatuas y torres que pintó tiempo atrás, pero la mirada se le escapa fugaz y distraída y asegura que esta casa no es la suya, que es igual, pero que no es la suya. Que la suya es así, pero que no es así. Y mira alrededor, girando la cabeza con lentitud, posándose sobre los muebles con aire confuso, tratando de delimitar unas líneas que se le escabullen. Nadie sabe qué ve o qué imagina. La mujer que ha caminado sesenta y dos años por su acera sin bordillos se desespera y lo llama Pepe, pero él dice que es Brueghel el viejo, que ya tiene noventa y tres años y que ya solo pinta esqueletos y carretones con calaveras en esta vida. Y que es así, pero que no es así. Y que no hay que darle más vueltas, que lo lleven ya a su casa, porque el sillón de su casa donde está sentado no es su casa. «¡Esta no es mi casa!» ¡Venid a por mí!».

Y agarrado al trípode que le hace de bastón, se aferra a un espacio irreal que no es el espacio real donde pintó fotografías, retrató cuadros e incendió pólizas de seguros. Y se le va la cabeza en recuerdos lejanos y llama a su madre que hace ganchillo en la mecedora del pasado, a la tía Catalina vestida de negro dentro del sepulcro y a una extraña Mari Carmen que, cuando se acerca al sonido insistente de su voz, deja de ser ella y se transforma en la otra Mari Carmen, la mujer que es en realidad y que lo cuida a diario.

Fue ella la que lo vio desequilibrarse hace seis años en el sofá. «¡Que se cae, que se cae! ¡Coño, que se cayó!». Y en el trasiego de ambulancias, el caballo de ajedrez empezó a sentirse el perro escuálido que lame el rostro del niño muerto entre los brazos de su madre, tal como lo concibió el otro Brueghel que escribía lienzos con tinta tenebrosa.

Frente a sus ojos, el televisor es un rectángulo intrascendente. Lo mira, pero no lo ve y lo deja de lado cuando le parece. Antes no se perdía un debate y se pasaba horas en sesiones de investidura o control parlamentario, de réplicas y contrarréplicas, regodeándose con la contundencia seseante de Felipe González y la flojera nasal de Aznar, el de las armas químicas. Ahora ni siquiera celebra el triunfo del balón cuando atraviesa la portería, porque Brueghel ha rodado ya más que ese balón entre los óleos renacentistas que presagian el triunfo postrero de la elegía.

«¡Venid a por mí!», se oye al otro lado del teléfono después de que su hijo haya marcado el número de la nonagenaria casa de Hermosilla, ésa que es y no es la suya y que tiene una telaraña disecada en algún sitio. «¡Pero, Pepe, quieres callarte ya!», replica Mari Carmen, esa misma Mari Carmen que no es la otra, la que vive en la imaginación entre los pliegues de algún lienzo. «Pero, papá, si estás en tu casa».

«¡Esta no es mi casa!». «¡Venid a por mí!».

Brueghel el viejo, como el otro Brueghel más viejo, se resignó a su propia pintura cuando vio venir a lo lejos un ejército implacable de esqueletos.

Fue el 16 de marzo de algún año.

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