José Guadalajara

 

 

Eppur si muove, dijo, y se colocó de espaldas a la tierra. Todo era redondo, sin ángulos, en perpetuo movimiento, mientras que con los ojos allá arriba pensaba en Galileo y contaba más de trescientas estrellas en esa noche de agosto. Eppur si muove, dijo otra vez más alto, y se imaginó el grave rostro de los inquisidores contemplando al astrónomo y pensó en la absurda condena salida de sus labios. Oscuridad alrededor y el sonido criqueante de los grillos. Galileo deambulando entre las sombras, siempre en su pensamiento.

La frase la oyó de niño por primera vez. ¿Dónde? ¿Una voz? ¿Un libro? La guardó en su estuche de madera, junto a los lapiceros. No comprendió su significado, pero le gustó la melodiosa cadencia de las palabras. La llevó consigo durante años y se aficionó a ella.  Cuando conoció su intríngulis, la pronunciaba siempre que se le ofrecía la posibilidad de no estar de acuerdo con algo. “¡Hoy no vas a salir de casa en todo el día!”. “Sí, mamá… eppur si muove”.

Cabeza repleta de números. Se le hacía un vacío pensando en ellos y se le nublaban las hipótesis entre las cifras. “Cuando contemplo el cielo de innumerables luces adornado…”, pensaba. Y solo veía estrellas y algunos cometas rebeldes rayando la noche como una tiza fluorescente. Y más estrellas. Cien mil millones de estrellas al otro lado, una incómoda inmensidad que producía vértigo. Cien mil millones de estrellas ardiendo a más de quince millones de grados centígrados. Números desasosegantes enmarcados en la pequeñez del ser humano.

Rememoró lo que había leído en un ensayo: “Si los 4560 millones de años de la historia de nuestro planeta se comprimiesen en un año, y el 1 de enero marcase su formación, Homo sapiens habría aparecido el 31 de diciembre, apenas unos minutos antes de que sonasen las doce campanadas”.

“Y sin embargo se mueve”. ¿Habría murmurado Galileo esta frase cuando, obligado a retractarse de sus teorías, abandonaba el Tribunal de la Inquisición? ¿La habría pronunciado más tarde? Eppur si muove, sí, sonaba bien, era como una música que hacía concordar los números y las sensaciones.

Desde que comenzó a contar estrellas, su mente experimentó una transformación. Las líneas de sus manos se hicieron más profundas. Las pupilas cobraron un efecto más azul. Los recuerdos se le convirtieron en naipes de una baraja. Se aficionó a la astronomía y se leyó todos los libros. Se obsesionó con la idea del infinito y rayó en locura. En su cabeza daba vueltas el universo perfecto. Un círculo, símbolo de la continuidad, convertía su vida en un dilema.

Tumbado en la noche de agosto, sus ojos habían registrado más de trescientas estrellas. La oscuridad lo reflejaba todo. La oscuridad no reflejaba nada. ¿Por qué contar estrellas? Trescientas quince, trescientas dieciséis… el universo es un agujero excavado en un corazón. Esta frase no era suya, es verdad, sino de ella. Se sonrió al evocarla y la vio venir con esa insinuación provocativa que siempre diseminaban sus labios. Pero ese gesto fue un espejismo. Se cayó la Vía láctea al suelo y se quebró en cristales milenarios.

La soledad se hizo ancha y disforme y el mundo se le llenó de escarabajos. Las mariposas abandonaron sus nidos. Se refugió entonces tras la lente de un telescopio, donde  la materia es redonda y sin esquinas. Y contó días y estrellas, años luz y velas de cumpleaños. Trescientas sesenta y cinco noches, porque el tiempo es tan solo una mota de polvo sobre el solitario cuerno de un rinoceronte.

 

Publicado originalmente en Luces y sombras, Revista de artes y letras, nº29, 2013.

 

 

 

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