UN MISTERIO PENDIENTE: EL TESTAMENTO DE ENRIQUE IV

José Guadalajara

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Juana de Castilla, llamada la Beltraneja (imagen en blanco y negro)

Hay enigmas que planean sobre la Historia y que el tiempo ha cubierto con una losa.

Los investigadores que se empeñan en reconstruir los hechos del pasado medieval tienen que recurrir a los viejos cronistas —pocas veces imparciales—, a los documentos conservados y a los testimonios literarios, entre otros, para tratar de arrojar luz sobre un periodo que muchas veces se desvanece. Frente a lo mucho que se sabe, se abre también lo mucho que se desconoce.

En el caso que trato en este artículo, las sospechas —de acuerdo con los datos de la investigación actual— conducen a una respuesta en apariencia lógica, llamémosla razonable, aunque esa racionalidad no sea tan matemática que nos permita ofrecer una solución exacta al problema.

Lo plantearé a modo de pregunta: ¿Hizo testamento el rey Enrique IV de Castilla? Confieso que es un enigma que me fascina y que fue por ello por lo que me decidí un día a convertir esta pregunta en un texto literario. Nació así Testamentvm, una novela histórica cuyo núcleo central es precisamente ese dilema en torno a la existencia de un posible testamento —perdido o destruido— del que fuera hermano de Isabel la Católica y virtual padre de Juana de Castilla, más conocida con el degradante apelativo de la Beltraneja, al suponerla hija no del rey, sino de un magnate castellano llamado Beltrán de la Cueva.

Mucho se ha discutido sobre la potencia o impotencia sexual de Enrique IV, pero es éste un caso que ahora no interesa en exceso al tratar sobre ese hipotético testamento desaparecido. ¿Desaparecido? No lo sé, pero confieso que hay en mí un espacio abierto para la duda, a pesar de que todo parece indicar que el indolente rey de Castilla también lo fue con respecto a la redacción de su testamento. ¿No lo hizo?

Enrique IV murió en el alcázar de Madrid, hoy desaparecido y ocupado por el Palacio Real, el 12 de diciembre de 1474. Antes —después del pacto de los Toros de Guisando en 1468 en donde Isabel salió proclamada heredera— había decidido devolver la legitimidad a Juana de Castilla en Valdelozoya. Fue en 1470, cuatro años antes de que el rey agonizara, tal vez como consecuencia del veneno.

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Enrique IV de Castilla

En esos instantes finales, mientras, sin haberse desvestido siquiera, se revolcaba en el lecho entre dolores espantosos, algunos de los que lo rodeaban le insistían para que declarara su intención con respecto a la sucesión al reino de Castilla. Así lo refieren la mayor parte de los cronistas que han dejado constancia de este último episodio de la vida del rey. ¿Por qué —me pregunto yo ahora—, estas dudas, cuando en Valdelozoya había quedado todo muy claro? ¿Es que hubo más tarde una aproximación hacia Isabel y un reconocimiento tácito de sus derechos? Documentalmente, al menos hasta este momento, no consta nada. Entonces, podrán preguntarse los lectores de este artículo ¿por qué la duda sobre la redacción de un posible testamento? Si en el lecho de muerte se insistía al rey, sobre todo por parte de su confesor Pedro de Mazuelo, para que declarara su intención y proclamara a su heredera, ¿no significaría esto que Enrique IV no testó?

En la crónica de Alonso de Palencia, afín a los Reyes Católicos, se recuerdan algunos hechos desarrollados en torno al lecho mortuorio. Palencia nos transmite dos respuestas diferentes del rey ante la insistencia de los que le rodeaban. En una ocasión respondió: “Eso pregúntaselo a mi capellán, Juan González, depositario de mi voluntad”. Más tarde, a ruegos de su confesor, responde, en cambio, lo siguiente: “Declaro a mi hija heredera de los reinos”. Que estos datos los transmita Alonso de Palencia, enemigo de Enrique IV, parece fortalecer la opinión de que el rey, conforme a lo estipulado en Valdelozoya, tenía claro quién debía sucederle en Castilla. Esta misma pregunta del confesor se recoge también en una crónica anónima de Enrique IV en la que se afirma que el rey no dio ninguna respuesta, es decir, que se quedó callado. Frente a esto, se ha conservado una carta del rey Alfonso V de Portugal en la que escribe que Enrique IV en su lecho de muerte declaró hija legítima y heredera a Juana. Naturalmente, el rey portugués era parte interesada en este asunto, pues se había convertido en el candidato oficial para contraer matrimonio con ella. No obstante, su coincidencia con Palencia avala la veracidad de este testimonio.

Esto indica que, a la luz de estos datos, Enrique IV se inclinó en sus últimos momentos por su hija y que su voluntad fue que le sucediera en el trono. Así, pues, estos hechos recogidos en los documentos parecen confirmar la ausencia de un escrito testamentario, lo mismo que parece confirmarlo el hecho de que, una vez iniciada la guerra civil tras la autoproclamación como reina por parte de Isabel la Católica, ninguno de los bandos aludiera a la existencia de un testamento para reclamar la legalidad. Que no lo hiciera el bando isabelino es natural, pero que tampoco lo hicieran los partidarios de Juana parece indicar que tal testamento no se redactó nunca. ¿O es que el testamento se perdió? ¿O es que el testamento se destruyó?

A los novelistas, lo confieso, nos gustan estas cosas, porque sobre esos huecos se construyen historias. No he querido, sin embargo, faltar nunca a la verdad ni desmentir la lógica de los hechos y las pruebas que han llegado hasta nosotros. Pero ¿y las que no han llegado? Han pasado quinientos treinta y cuatro años desde entonces. ¡Muchos años cuando, a veces, tantas cosas importantes suceden en un solo día! Con esto no quiero justificar nada, pero sí pido que se tenga al menos en consideración. El tiempo es siempre un elemento a tener en cuenta. En este sentido, me gustaría recordar que tampoco se ha conservado el testamento que hizo Juana de Castilla y que, por testimonios indirectos, sabemos que redactó. La hija de Enrique IV murió en Lisboa en el año 1530.

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Fragmento de un testamento medieval

¿Pudo pasar lo mismo con el testamento de su padre? Traigo un caso curioso como ejemplo:

Cuando el rey Juan I de Castilla murió de una caída de caballo en Alcalá de Henares en 1390, los nobles rebuscaron más tarde en su cámara privada los escritos en donde pudiera haber dejado constancia de su voluntad en torno a diversos aspectos relativos a la gobernación del reino. En un arca descubrieron su testamento, pero, como lo había redactado hacía muchos años, los nobles recusaron su vigencia. Así lo expresa un pasaje de la crónica, que me permito adaptar al castellano actual:

Y desde que lo encontraron, los más de los que allí estaban no se contentaron con el testamento, por cuanto, después que el rey don Juan lo hubiera ordenado y mandado, su voluntad había cambiado. Pero comenzaron a leerlo y, después que lo leyeron, dijeron que aquel testamento no valía ni era provechoso, pues iba en contra de la voluntad del rey don Juan, según la opinión de la mayoría de los que allí estaban, así que decidieron que se arrojara dicho testamento en un fuego que estaba en la dicha cámara dentro de una chimenea.

¿Hubo también chimenea en el caso de Enrique IV? En la ocasión referida no sucedió así, pues, por fortuna, el testamento de Juan I se salvó al final de las llamas porque, en vez de arrojarlo al fuego, alguien lo dejó sobre una cama, de donde lo recogió después el arzobispo de Toledo.

¿Hubo alguien que recogiera —y ocultara— también el hipotético testamento de Enrique IV? Entre los cronistas del rey hay uno que transmite una versión de la historia distinta a la de los demás. Se trata de Lorenzo Galíndez de Carvajal. En su crónica se refiere a la existencia de un testamento que, guardado en un cofre, un fraile se llevó para enterrarlo en tierras de Portugal. Consigna a continuación que, años después, sería desenterrado y entregado a Fernando el Católico, que, naturalmente, lo destruyó.

Este pasaje es el único testimonio directo que alude a la existencia del testamento de Enrique IV. ¿De dónde sacó el cronista esta información? Galíndez de Carvajal, que murió en el año 1525, fue catedrático de leyes en Salamanca y consejero de los Reyes Católicos. ¿Cabe, pues, pensar en la verdad de una acusación tan directa como la formulada en la crónica contra Fernando el Católico?

No es fácil responder sobre si el testimonio de Galíndez de Carvajal recoge una realidad auténtica o forma parte de alguna leyenda, pero es indudable que resultaría extraño que un hombre de su reputación y prestigio social transmitiera informaciones infundadas. ¿Hay que admitir, pues, la veracidad de las palabras recogidas en su crónica?

Dejémoslo ahí. La Historia, si los hubo, nos ha escatimado más datos. Sobre la lógica y la interpretación de los que han llegado hasta nosotros debemos construir la posibilidad o la improbabilidad de que Enrique IV de Castilla dictara en un día lejano su perdido testamento.

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