FRANCISCO LÓPEZ ESTRADA, VIAJERO

Ángel Gómez Moreno

29743En esta ocasión, con este artículo del catedrático de Literatura de la Universidad Complutense, Ángel Gómez Moreno, la sección Enigmas históricos de esta Página se impregna con otro  modo de medievalismo. El enigma se transforma en viaje hacia los territorios que el maestro desaparecido exploró con su saber y sus andanzas históricas y filológicas.

A todos los que amamos la Edad Media nos pesa en el corazón la pérdida de alguien que con tenacidad ahondó en sus secretos.

La admiración por mi maestro, ha poco fallecido, me ha llevado a indagar aspectos de su vida que pudieran iluminar su amplia y sólida obra. A la luz de los datos que he reunido, se confirma una vez el proverbio Talis hominibus fuit oratio qualis vita. Por ejemplo, hoy tengo la certeza de que su aspecto frágil era sólo aparente: en las antípodas de la rudeza connatural a la mayoría de nuestros paisanos, toda su energía interior y exterior la volcó en el ejercicio de una profesión vocacional como pocas. Magro como era, se mantuvo ágil incluso tras pasar la barrera de los noventa. Decoroso en cada detalle y en conjunto, resultaba entrañable por la suavidad de su semblante y su palabra, y venerable por su aspecto profesoral. En cualquiera de las fotos de final de curso, en España o Estados Unidos, se ofrece como un arquetipo de profesor universitario. Compruébenlo, pues merece la pena, en el magnífico álbum de fotos que, con permiso de la familia, ofrecemos en la revista electrónica eHumanista (número 16).

La última vez que lo vi, poco antes de partir para Valencia, respondía aún a este retrato; por ello, no alcanzo a entender su muerte, si no es porque venía preparándose para ella desde la pérdida de su esposa. Cuando ocurrió este cataclismo, su nobleza de espíritu salió a relucir de forma admirable: tras cumplir heroicamente con su deber durante la larga y penosa enfermedad de doña Teresa, no mostró ningún sentimiento de liberación o de alivio (algo que, en tales casos, se entiende tanto o más en atención al finado que a los familiares que lo lloran) sino que fue profundizando en una tristeza que, curiosamente, no consiguió borrar su característico gesto risueño.

Cada vez tengo más claro que la vida nos moldea con sus avatares y va dejando huellas en nuestro cuerpo y, sobre todo, en la cara; pero en paralelo la voluntad lucha con las circunstancias y, de ese modo, uno resulta ser su propio artífice: nos hacemos una imagen de nosotros mismos y la vamos alimentando día a día. De ello da cuenta nuestro rostro, surcado por líneas que lo dicen todo y que no se desdibujan ni siquiera en el lecho de muerte. Pero, ¿cómo veía yo a don Francisco? Pues igual que otros discípulos, seguros todos de acertar en nuestra impresión primera.

Convendrán conmigo en que, tras treinta años de trato permanente, mi testimonio tiene algún valor. No sin fundamento puedo afirmar que era inobjetablemente bueno, lo juzgue quien lo juzgue. Por añadidura, tenía un magnífico sentido del humor, lo que, a lo largo del día, hacía oscilar su semblante de la sonrisa cidiana (sorrisós mio Cid) a la risa abierta (su conferencia favorita, ante el gran público, era “Todos ríen en la Edad Media”). Lo he dicho muchas veces porque es la pura verdad: nunca se enfadó, jamás alzó la voz. Su envidiable contención de ánimo (la mesura cidiana de que tanto le gustaba hablar) sólo precisaba de dos válvulas de escape: una era la investigación literaria, a la que no daba cuartel; la otra, el viaje, como experiencia vital y también como tema literario.

En su persona, confluían dos modos de encarar la vida: entre la quietud del estudioso, en su despacho o en el beato sillón de Guillén, y la búsqueda de la aventura, propia del hombre de acción. Uno y otro mundo, aunque sorprenda, bullían en don Francisco; ambos, de hecho, los adivino tras su pasión por los libros de viajes. Barcelonés como Domingo Badía, sintió enorme placer, según me contaba, al leer los viajes de Alí Bey; en su recuerdo, acaso, halló razones para optar por la Embajada a Tamorlán como tema de tesis doctoral, un asunto al que volvió de continuo a lo largo de su provechosa vida.

Primero fue el desbarajuste de la inmediata Posguerra y luego el horror de la Segunda Guerra Mundial; para colmo, vino la cerrazón de la URSS. Parecía imposible cumplir un sueño: el de volver por los pasos de Ruy González de Clavijo y visitar el vasto territorio en que se encuentran Asia y Europa, habitado por escitas, tártaros, mongoles, alanos, sármatas y no sé cuántos pueblos más. Por allí anduvieron también Alejandro Magno, Marco Polo y un puñado de misioneros franciscanos que llegaron hasta el mar de China. En ese tiempo, en que el viaje suponía toda una aventura, don Francisco sintió la llamada de Oriente, que pronto desembocó en la típica maurofilia, artística y literaria, de los andaluces, casado como estaba con una antequera y felizmente asentado en su cátedra sevillana.

Como un nuevo Jean de Mandeville, durante décadas don Francisco se conformó con un viaje imaginario: novelas y películas de aventuras, grabados de David Roberts y otros artistas, y mapas, muchos mapas. La espina estaba clavada, y se la quitó a su modo, con viajes a Marruecos y Oriente Medio, con investigaciones abundantes y sesudas sobre la novela y el romancero morisco, o con su importante aproximación a la literatura de frontera, que aglutina varios poemas épicos inadvertidos por la mayor parte de la crítica. Y, por fin, poco antes de caer el telón de acero, llegó la anhelada visita a Samarkanda. ¡Lástima que no haya encontrado una sola foto de ese viaje entre las montañas de álbumes que guarda su casa! Por fortuna, tengo algo absolutamente original que ofrecerles: una instantánea de 1951, correspondiente a su estancia en el Marruecos español, en que don Francisco viste la chilaba de los naturales de aquella tierra.

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