EL MITO DEL ETERNO DESEO

Julián Moral

Una de las fuerzas más poderosas que mueven a los humanos es el impulso libidinal. Una activación fisiológica que éstos, a través del proceso cultural, han etiquetado como AMOR, lo que implica ya un cierto grado de trascendencia de la pura voluptuosidad.

Para los griegos AMOR era el más antiguo de los dioses junto con la TIERRA y ya hacían distinción entre dos tipos de amor que se correspondían con cada una de las dos Afroditas: la Afrodita hija de Urano, la Urania (celeste) nacida de la espuma del mar y de la sangre de Urano castrado por Crono -diosa ésta que personificaba el amor superior, espiritual, que aspiraba a la belleza- y la otra Afrodita llamada Pandemo (vulgar), hija de Zeus y de Dioné, que personificaba el amor vulgar, la satisfacción de los deseos sin preocupación de que el modo fuese bello o no.

Platón decía en EL BANQUETE: “Amor de la generación y del parto en la belleza”, añadiendo, “porque es la generación algo eterno e inmortal”. Esto es, la naturaleza mortal busca la inmortalidad y la procreación da esa oportunidad; y es que es aquí donde se instala el eterno deseo: asociado al proceso de generación como un movimiento circular a la manera del “eterno retorno”.

Pero, ¿qué nos sugieren frases como esta? “El eterno deseo hace eterno el amor”, que nos lleva a esta otra: “El placer del amor comienza a destruirse cuando el deseo se sacia”; o bien: “El amor lucha contra el tiempo, decae progresivamente”. Frases que se pueden resumir en los versos anónimos recogidos por Al-Wassa en el LIBRO DEL BROCADO: “El amor es así: /si el amor se consuma se corrompe”.

Decíamos que la libido o la sexualidad es un deseo que tiende a satisfacerse. ¿Qué es entonces una pasión que se goza en alargar, retrasar o rechazar lo que podría satisfacerla o aliviarla? O más bien, ¿cuál es su origen y por qué mecanismos psicológicos, sociales, culturales o religiosos se activa este proceso, esta dicotomía entre la aspiración a lo bello y la atracción sexual de la materia, que nos lleva a la dicotomía placer-sufrimiento o viceversa?

Existen relevantes pruebas de confluencias espirituales entre las formas amorosas desde Irán a los Balcanes, Italia, Francia, la España árabe…, cuyo simbolismo se remonta en occidente al platonismo, siguiendo por el neoplatonismo, el maniqueísmo, el sufismo, la poética cortés, el ”stil nuovo”, el neoplatonismo renacentista y la mística cristiana, que dan argumentos a la máxima de que en la renuncia se perpetúa el deseo y se aviva la intensidad de la pasión. La gran influencia de las teorías socrático-platónicas del desprendimiento del cuerpo, del alma-armonía, de la generación de contrarios, de la transmigración de las almas, se solapan con las reflexiones platónicas sobre el amor.

El amor juega un papel fundamental en la filosofía platónica. El amor sublimado como impulso a las cosas bellas, hacia la contemplación de la belleza en sí: el “Eros filosófico”. Para los socráticos-platónicos, el eros debe elevar al ser humano al mundo inteligible de las ideas, a la comunión de las almas; el sexo sería secundario. No obstante, Platón también nos aproxima a la dicotomía deseo pasión-amor. Lee Fedro a Sócrates un escrito de Fidias, en el diálogo que lleva el título del primero y dice: “Los enamorados se arrepienten de los beneficios que hacen tan pronto como cesan en su deseo. En cambio, los que no lo están no tienen ocasión en que les toque arrepentirse”, porque “no obran bajo el imperio de la pasión”.

La argumentación de que lo espiritual debe predominar sobre lo corporal influyó de manera determinante en la forma de concebir el amor. El neoplatonismo y uno de sus más relevantes precursores, Plotino, filósofo del s. III d.C., aspiraban a una castidad absoluta, al desprendimiento de su parte carnal para convertirse en un ente angélico, redundando en la idea de que la unión de las almas es superior a la unión de los cuerpos.

La retórica de alabar la castidad tuvo -como queda plasmado en una profusa y encendida lírica- gran influencia y arraigo en el mundo árabe. La tribu preislámica de los Banu-Odrah exaltaba el deseo casto, hasta la muerte por amor: el famoso amor UDRI cantado por los poetas Jamil y Urwa. El gozarse en un amor sin recompensa sexual es un refinamiento del espíritu. “Si yo he obtenido su perfume, no he codiciado el favor de saborearlo, porque el jardín del amor está compuesto de flores sin fruto” (Abu l Fadl ibn Saraf).

La abstinencia sexual puede tener su origen a partir de una concepción de la existencia en castidad, impulsada por las élites políticas y religiosas con el objeto de conseguir ciertos fines: control de natalidad, apoyo a la poligamia, limpieza de sangre, racismo, higiene, etc. La ideología dominante, apoyada también en las élites de la creación artística y en la retórica literaria, influirían de tal forma que la castidad (voluntaria y obligatoria a la vez) llegaría a ser asumida como un estado de ánimo deseable y una virtud: (“Quien no tiene castidad/ solo busca los hijos”; versos de un poeta anónimo citado por al-Wassa), apartando así de la competencia sexual natural a un número determinado de individuos.

En los siglos XI-XII se produce un renacimiento del Eros a través de la lírica trovadoresca. El amor cortés como estilización literaria del sentimiento y la pasión amorosa, sometidos a las reglas y retórica caballerescas y feudales, también sublima y sutiliza el deseo en amor espiritual. Rene Nelli en LA ERÓTICA DE LOS TROVADORES, señala: “El amor insatisfecho por esencia solo puede expresarse bajo la forma de aspiración a la muerte.” Posteriormente, algunos goliardos señalaban a la mesura como mecanismo de contención que depura y prolonga los sentimientos y los deseos. Para Denis de Rougemont, EL AMOR Y OCCIDENTE, la poesía cortés, el “stil novo”, la mística, etc. serían una “expresión poética de la concupiscencia”.

Este amor idealizado, en el que la tensión del eterno deseo jugaba un papel esencial, se ponía de manifiesto (a veces) en la prueba de continencia recogida en algunos ROMANS, según la cual los amantes yacían juntos besándose y acariciándose, pero sin llegar al “fait”, culminación del acto carnal. Todo como prueba de FIN´AMORS, en un juego erótico imperfecto en el que se amaba la pasión más que la satisfacción. Como señalaba Rougemont: “Amar más el amor que el objeto del amor”. Tristán y Lanzarote, tras su posesión física de Isolda y Ginebra, han “profanado el amor”; el Grial, como símbolo de amor espiritual, les será vedado. Solo los caballeros puros, Parsifal y Galaad, serán merecedores del supremo galardón tras su accésit de búsqueda purificadora.

La negación a satisfacer totalmente el deseo es el modo más sofisticado de eternizarlo. Pero para ello, pensamos, se ha tenido que dar un proceso de aceptación a partir de presiones sociales, religiosas o psicológicas asumidas por el individuo o individuos, en ese camino de accésit que supone el dominio de la psiquis sobre el soma y, a la vez, un proceso de mistificación que actúa de perfecto señuelo de la descarga de las pulsiones sexuales. Es el goce del deseo y no del placer, aunque no hay que dejar de reconocer cierto placer -o un gran placer- en la “alegría del amor en sí”, en la exaltación del amado/a, en el éxtasis de la alegría-sufrimiento del eterno deseo.

No obstante, siempre se pueden encontrar explicaciones más prosaicas. Vernon Lee en su ensayo titulado MEDIEVAL LOVE señala el mayor número de varones en las cortes medievales. La justificación de la espiritualización del amor cortés vendría así determinada por la escasa posibilidad material de culminación física.

En fin, podríamos hablar también aquí de esa muerte de amor pasajera y efímera que es el éxtasis de los místicos. Bástenos recordar que todas las metáforas del amor-pasión y el deseo están recogidas por los místicos para describir ese proceso de transformación espiritual de los deseos sensuales-sexuales en una virtuosa renuncia que termina instalada en la psiquis del místico.

Tampoco deberíamos olvidar el componente morboso-masoquista que se encierra en la dualidad: “dulce y amargo amor”; en el gusto por el dolor, el sufrimiento y la muerte como expresión de un deseo imposible o del eterno deseo: “Ella aviva el fuego de mi corazón/ y a un tiempo es mi enfermedad y mi medicina” (Ibn Abd Rabbihi). “Cualesquiera sean los tormentos de amor que sobre mí caigan ¡sabe que los tendré por goces!” (Ibn Al-Farid). “La gente considera que es un mérito/ la muerte de quien muere por amor y es casto” (Bassan ibn Burd, según cita de Al-Wassa).

“¡Extraño amor, pensaremos, el que se conforma a las leyes que lo condenan a fin de conservarse mejor!”, reflexiona D. de Rougemont, y se pregunta: “¿De dónde puede venir esa preferencia por lo que pone trabas a la pasión, por lo que impide la “felicidad” de los amantes, los separa y los martiriza?”.

Amar el amor, regodearse en el sufrimiento de la pasión sin esperanza de consumación, navegar en el mar del eterno deseo es la suprema virtud vendida por unas élites interesadas, asumida por determinados guías del pensamiento y la estética y aceptada e interiorizada como vía alternativa, sobre todo por espíritus sensibles capaces de edulcorar el dolor de la privación, la dificultad o las propias limitaciones personales en una clara, trágica y mística volición de la psique, cuya recompensa es permanecer en el eterno deseo.

Pero la realidad, y quizá el fondo de la cuestión, es que, desde el punto de vista de la psicología y desde una perspectiva sociológica y científica, para el enamoramiento-pasión-deseo se apunta un período de tres años. Curiosamente el filtro amoroso que desata la pasión de Tristán e Isolda tiene una eficacia de solo tres años. La obligación social del matrimonio impone una fidelidad muchas veces insoportable para el ser humano, formado en lo social: “He de romper a cualquier precio mis cadenas/pues temo que un matrimonio, privándome de mis fuerzas/ convierta en obligado mi devoto amor” (Corneille, PORT-ROYAL).

Y es que existen evidencias de que condiciones de dificultad (rechazo, peligro, ruptura de norma social) retroalimentan la pasión. Por ello, los amores pasionales son amores difíciles con continuos obstáculos que se retroalimentan: amor-obstáculo-pasión-deseo.

La desaparición o devaluación relativa y progresiva de los obstáculos adormecen la pasión, pero, a la vez, ofrecen nuevas posibilidades de reiniciar el ciclo del eterno deseo. Por último, debo señalar que la necesidad humana de sustituir la cruda realidad por un dulce e inacabado sueño no nos debe distraer de la falsa dicotomía implícita en la dualidad de seguir la llamada de la especie o de la del “espíritu”, pues siempre, detrás de la segunda, existe un proceso de manipulación o de enajenación personal en el que el ser humano puede sentirse recompensado psicológicamente haciendo de la renuncia una ofrenda permanente al eterno deseo, porque éste (sin espiritualismos trascendentes) es una ansia de inmortalidad, de perpetuarse a través de la generación, algo que el ser humano lleva incorporado en su instinto de conservación.

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