VIEJOS MITOS: EL ETERNO RETORNO

Julián Moral

Señala Mircea Eliade en su libro El mito del eterno retorno “que para las sociedades tradicionales todos los actos importantes de la vida corriente han sido revelados ab origine por dioses o héroes”. Este  simbolismo revelado de los precedentes míticos se encuentra en la mayoría de las culturas y, entre estos referentes simbólicos, el mito de la revitalización de la creación, del eterno retorno,  da a la vida y al tiempo una significación vitalista: volver, retornar al momento mágico y sagrado de la creación como una necesidad de regeneración periódica y de nueva instauración del tiempo mítico.

En las concepciones del mundo basadas en el mito, el símbolo, la metáfora, el rito… subyace –en el caso que nos ocupa-  una visión del Cosmos que busca en la repetición cíclica la abolición del tiempo lineal e irreversible; visión que, por supuesto, implica una anulación del tiempo histórico.

A partir de esta visión cosmogónica, cada lugar sagrado, cada acto importante (caza, procreación, sacrificio, rito) o intervención en la naturaleza (siembra, recolección, roturación) tienen su equivalente o prototipo celeste o mítico-religioso y la repetición -imitación-ritualización transmitida por dioses– héroes civilizadores, brujos, antepasados, son reafirmaciones del acto de creación o revelación.  Como señala M. Eliade: “para el hombre tradicional, la imitación de un modelo arquetípico es una reactualización del momento mítico en que el arquetipo fue revelado por vez primera”.

El ser humano influido o regido por el esquema mental mítico se mueve casi siempre en un horizonte de espiritualidad mágica; le resulta muy difícil vivir desvinculado de la certeza paradigmática del tiempo como eterno presente fundamentado o apoyado en el pasado repetitivo instituido e impulsado por las élites pensantes.

Este ser humano arcaico monta sus construcciones mentales del Universo por diferentes causas relacionadas con su supervivencia, pero, sobre todo, a partir del momento en que su capacidad racional le permite percibir que tiene un plazo fijo en el mundo, un tiempo limitado, irreversible y que camina hacia la muerte. En su estadio de semianimalidad el ser humano (prehumano) tiene síntomas: debilidad, dolor, pérdida de facultades…, pero no certezas de que camina hacia el fin; pero, poco a poco, va precisando la idea de la finitud de su tiempo, de la inevitabilidad de la muerte, y esa certeza le provoca tan profundo cataclismo vivencial-mental que, inevitablemente, le empuja a reinventar el Cosmos. La percepción del tiempo irreversible significó para el ser humano el principio del fin de la “espontaneidad y beatitud de la vida animal”.

A partir de ese momento (siempre un continuum en el tiempo) el ser humano vive y se pregunta por el sentido de su vida y busca una explicación a los acontecimientos positivos-negativos que acontecen y determinan en particular su placer, dolor, risa, llanto…  Antes de llegar a la respuesta racional -causa-efecto-causa-, interioriza la respuesta mágica o trascendente de un determinismo divino que, en las mitologías arcaicas, en general, se sintetiza (seguimos a M. Eliade) “en que el  sufrimiento nunca es definitivo, que la muerte siempre es seguida por la resurrección, que toda derrota es anulada y superada por la victoria final”: se cierra el círculo, se inicia una nueva etapa, se renace de las cenizas, se comienza de nuevo. Una visión optimista, un mecanismo perfecto para la disolución del tiempo que el ser humano, único animal que lo percibe en su linealidad, es incapaz de soportar. Así el retorno de lo pretérito, el eterno retorno, es una huida de lo definitivo, de lo sin marcha atrás; es un intento de  anulación del tiempo, como si en la mente humana no encajase la idea del fin, el sin sentido de la vida sin una vuelta a empezar en un cielo eterno.

Por otra parte, conviene señalar que en este contexto mágico-religioso es indudable que muy pocos individuos tienen conciencia de que su adhesión a la creencia y ritual arcaico sagrado determinan la anulación-abolición o sustitución del tiempo, pero se aferran al rito, a la repetición, a la explicación metafísica de las élites como mecanismo volitivo, controlado y reafirmativo ante la angustia del inexorable goteo del tiempo. Porque el argumento mítico-ritual no se dirige a la parte de la mente más consciente, se dirige a las partes más ocultas de la psiquis, produciendo un efecto estimulante y enajenante. Además, como señala C.G. Jung en Psicología y alquimia y recoge M. Eliade en una nota de su libro Herreros y alquimistas, “el inconsciente del ser humano tiende a una expresión o representación del YO con un sentido de eternidad y de inmortalidad”, sin que ello signifique conciencia de estar obrando en un plano profano o religioso.

Con independencia del complejo simbolismo de la regeneración periódica, de la destrucción-resurrección, enmarcados en el mito de la periodicidad cíclica, incluso, del retorno al paraíso -edad dorada- edad de los comienzos, no cabe duda que lo repetitivo  reafirma, adquiere un plus de realidad, da seguridad, reduce incertidumbres, ahorra energía. La repetición cíclica, la liturgia, el ritual harían un efecto sedante en el hombre arcaico, siendo un preciso mecanismo para el inconsciente individual y colectivo que ayudaría a pasar el tiempo sin transformarlo en conciencia.

Si seguimos apoyándonos en Mircea Eliade, el sincretismo greco-iranio-judaico recrea el mito de la creación universal a partir del Caos primigenio. Ideas similares se encuentran entre los mayas y los aztecas, con la particularidad de su sentido cíclico y nunca definitivo en éstos: creación-agotamiento-destrucción-recreación anual. También el mito del eterno retorno, algo más elaborado y cercano a nuestras concepciones occidentales, se encuentra en las construcciones prefilosóficas de Heráclito, Anaximandro, Empédocles y, muy relevante por su influencia, en Platón (Política  y Timeo): retorno cíclico de las almas por períodos de mil años.

Por otro lado, el retorno al Caos primordial, la repetición de una nueva cosmogonía: muerte y resurrección y toda la mitología del retorno, etc. presentan una evidente analogía con el mito escatológico del fin del mundo. Pero el cataclismo apocalíptico que está prácticamente en todas las culturas: Homero, Hesíodo, Antiguo Testamento, en China, etc., desplaza en gran parte la doctrina tradicional de la regeneración periódica; el ser humano entraba así en una nueva dimensión de la valoración del tiempo: el tiempo histórico y las creencias mesiánicas de una regeneración del mundo única (la otra vida) reemplaza a las regeneraciones periódicas a pesar de las resistencias, pues siempre será más apetecible la creencia en la destrucción y recreación periódicas que en la recreación una sola vez implícita en las teogonías religiosas.

Pero no cabe duda de que las religiones y teogonías con propuestas de otra vida o de transmutación salvaron al ser humano de su orfandad  cuando el tiempo mítico devino en tiempo histórico, aliviándolo de la trágica consciencia de la vanidad de la existencia. Las catástrofes,  los anales, el tiempo, la muerte como designios de una voluntad divina o de un fatalismo cósmico-escatológico que tendrían como premio la regeneración final de una vida nueva, conforman ya un universo espiritual superior, una dialéctica de lo sagrado que sistemáticamente busca la trascendencia. El vitalismo como valoración místico-religiosa de la materia y la Naturaleza, la sacralidad del Cosmos, pasaban al progresivo envejecimiento del olvido.

A partir del siglo XVII la concepción lineal de la historia se afirma cada vez más, aunque siguen existiendo teorías del eterno retorno: Nietzsche. Pero, en general, el triunfo del espíritu científico y pensamiento racional han arrumbado las construcciones arcaicas y metafísicas, aunque en las modernas teorías económicas,  psicológicas, etnológicas, físicas, etc., enmarcadas en el nuevo mito del “progreso infinito”, sobreviven residuos camuflados –al igual que en religiones y costumbres actuales- de los viejos mitos arcaicos. El marxismo, por ejemplo, coloca el “paraíso” o la “edad de oro” al final de la historia y de su expresión: la lucha de clases. La presión de la historia se ve así amortiguada por la esperanza de la sociedad sin clases.

Pero una vez más, como señala M. Eliade, la cuestión sería comparar al “hombre “histórico” (moderno), que se sabe y se quiere creador de la historia, con el hombre de las civilizaciones tradicionales que, como hemos visto, tenía frente a la historia una actitud negativa”. Esto es, ¿cuál es la posición del hombre actual en relación al hombre arcaico y sus respectivas formas de entender el mundo? En este sentido habría que tener en cuenta que la explicación racional de determinados fenómenos que el hombre moderno acepta, rechazando explicaciones mítico-arcaicas como infantiles y aberrantes, en ese tiempo pretérito mítico estas construcciones racionales de ahora serían a su vez rechazadas porque no encajarían en las coordenadas mentales del hombre arcaico. Nuestra perspectiva ideológica-cultural impide comprender ciertos fenómenos del pensamiento del hombre primitivo sin situarnos en el corazón de los valores que regían sus comportamientos. Y, sin embargo,  si analizamos y rastreamos bastantes de nuestras actuales costumbres, fiestas, celebraciones, inauguraciones…, veremos que muchas de ellas son tributarias de los viejos simbolismos, ritos y mitologías: residuos, sedimentos folklóricos, sucedáneos del viejo mito del eterno retorno.

Se podría decir que los residuos de la estructura mental de la regeneración a través de las regeneraciones anuales arquetípicas (en la actualidad: año nuevo, carnaval, festividades religiosas y agrícolas, etc., etc.) son una forma en la actualidad de poner término o paréntesis a lo existente y gastado. El fuego como agente de destrucción, transmutación y regeneración es la base de la fiesta de las hogueras de San Juan; las vacaciones son una suerte de reinstalación del caos; los doce días de las “calendas” prefiguran los doce meses del año; las “cabañuelas” (en abril en Castilla) y las “canículas” (en agosto en Extremadura) determinan el tiempo que, previsiblemente, hará en los doce meses. El año litúrgico cristiano está repleto de ecos de esa repetición arcaica: la natividad, la epifanía, la pasión, la muerte-resurrección…; ecos que se traducen en fiestas. La fiesta representa una interrupción del tiempo profano irreversible, es una toma de contacto con el tiempo sagrado intemporal, una ralentización-abolición del desgaste que provoca la existencia cotidiana. La fiesta es tiempo sagrado: se suspenden actividades habituales, se toman otros alimentos, se visten prendas más lujosas, etc., se reactualiza el tiempo mítico-sagrado.

El ser humano siente temor del tiempo; sueña con la placidez del Paraíso, con la inmortalidad, con el elixir de la vida o la eterna juventud. Trata de escamotear la consciencia de lo inevitable de su propia temporalidad, forjándose, la mayoría de las veces, una existencia posterior a la muerte. Ante la horrible y absoluta certeza de la muerte, el ser humano siente el síndrome de la regeneración-transmutación-resurrección o adopta una actitud existencialista. Como decía Sartre: “es absurdo que nazcamos; es absurdo que muramos”, pero es así, incuestionable. Detener, ralentizar, aplazar, engañar este proceso irreversible, darle un sentido circular, repetitivo o, en última instancia infinito en otra dimensión, es el gran deseo humano que está en la base del mito y proyección en el tiempo del  «eterno retorno”.

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