AMOR: ANSIAS DE PSIQUIS, VOCACIÓN DE SOMA

Julián Moral

Reflexionaré en esta ocasión sobre el AMOR, pero no desde la perspectiva general que engloba tan dilatada nómina de sentimientos, sino desde la  esfera que implica la procreación y las distintas formas, modas y modos que adopta esa relación amatoria entre los humanos a través del tiempo.

Señala Remy de Gourmont en su obra Física del amor que “el objetivo de la vida es conservar la vida”. Para él, el mecanismo del amor: esa conjunción de manifestaciones químicas e intelectuales, esos fenómenos hormonales, esas pulsiones, esas reacciones de la psiquis, cuyo objetivo es el encuentro amoroso, son producto de ese imperativo categórico, que diría Kant, que determina a las especies a vivir y reproducirse. Por otro lado, señalaba que había que acostumbrarse “a juzgar el amor en la especie humana como una de las manifestaciones infinitas (no la más interesante) del instinto universal de reproducción, pues sus anomalías aparentes tenían explicación sencilla y normal en las mismas extravagancias de la naturaleza”.

Efectivamente, nos vamos a centrar en el fenómeno amoroso, en el intenso sentido del amor de la especie humana; en el hecho del amor en sus manifestaciones físicas y espirituales o intelectuales; en la importancia de esa complementariedad que acompaña al arrebato erótico/orgánico. Y es que conviene tener en cuenta la distinción entre sentidos y sentimientos y, por tanto, las actitudes psíquicas y sociales que los humanos aportan al acto de la procreación (o del amor si se quiere). Porque, apoyándonos una vez más en Remy de Gourmont, mientras que cada especie varía muy poco sus gestos sexuales o amatorios, la mímica del ser humano cambia, si no en lo esencial, sí en lo ritual, debido a la variedad inmensa de sus aptitudes como especie, y sobre todo como especie con una estructura social compleja que hace que su mecanismo amatorio sea, en relación con otras especies, algo diferente y delicado.

Para aproximarse al tema creo que la literatura puede ser una buena opción. La literatura recrea diferentes formas de amor que se pueden entender como “tipos ideales” según el análisis de Max Weber. La obra literaria  –a pesar del artificio-,  desde los relatos y cantares bíblicos y la mitología, pasando por los juegos eróticos del Kamasutra, la lírica y la épica medieval, terminando en la novela amorosa, nos puede acercar a esos “tipos ideales”, sin pretender por nuestra parte abarcarlos todos ni encuadrarlos rigurosamente en su momento histórico.

Se podría afirmar que en la noche de los tiempos de la especie humana el sentimiento amoroso sería pura conquista física, llamada apremiante de los sentidos, mecanismo de instinto de conservación que se activa, selección natural apenas apoyada en cualidades o habilidades sociales, intelectuales o psíquicas. Quizá también se podría afirmar que el principio de diferenciación, entre lo que sería el puro acto de apareamiento y lo que posteriormente se ha encuadrado dentro del amor, aparece con el nacimiento de la escritura.

Eros es el dios del amor en la mitología clásica. Se le suele considerar el más antiguo después del Caos primitivo, nacido junto con la Tierra y el Tártaro. En Roma se lo asimila con el dios Cupido. Ya en la época alejandrina, Eros era representado como un niño alado llevando una antorcha y flechas con las que inflamaba los corazones. Desde entonces Eros está irremisiblemente asociado al amor, personificando el deseo amoroso.

Tanto la mitología como los escritos bíblicos están salpicados de relatos amorosos, de extrañas y complicadas genealogías, de luchas y disputas entre viejas y nuevas divinidades para asegurar prevalencias en descendencias, de cantos líricos de amor, de guerreros, héroes, jueces y reyes atormentados, sojuzgados, vencidos por la pasión amorosa. También de mujeres hermosísimas, volubles, crueles e irresistibles, llenas de gracia pero también de pasión y celos; con una tremenda carga de seducción y en muchos casos de inmolación: Sansón/Dalila, Hércules/Deyanira, Jasón/Medea, Elena/Paris.

En este extenso periodo, subyace, en la mayoría de los relatos amorosos, un profundo conflicto en el que toman partido, unos contra otros, dioses, ángeles, demonios, profetas y adivinos. Conflictos como matriarcado/patriarcado, poligamia/monogamia, incesto/familia, felicidad/adulterio, etc. El amor en la mitología y en el relato bíblico tiene mucho del soplo intemporal, sobrenatural casi, que late en la tragedia griega en el primer caso y la angustia oprimente de la idea del pecado original judeo-cristiano en el segundo.

Haré una breve referencia a la concepción filosófica de Platón respecto al amor, ya que ella tiene su influencia posterior en artes, ciencia y literatura. El amor para Platón es una búsqueda de lo que no se tiene, un afán de belleza y de ideal: la aspiración a lo perfecto. Es la espiritualización del amor redimiéndolo de las flaquezas de la carne. La idea cristiana del amor absorbe en buena medida el platonismo.

Hacia el siglo IV d.C.,  Longo, un griego bizantino, escribe una de las primeras novelas de amor: Dafnis y Cloe. Bucólica historia de amor, llena de ternura e inocente impudicia pagana. Esta obra nos presenta un modelo de amor en el que priman la exaltación de los sentidos, la glorificación de la candidez y belleza de los cuerpos desnudos. Amor al natural sin la intromisión inquietante del pecado.

La leyenda de Tristán e Iseo comenzó a latir durante los siglos XI y XII al calor de las canciones de gesta. Tristán e Iseo prueban el filtro del amor y éste se desata en frenesí erótico; amor que consume y devora como una hoguera; amor que rompe cualquier convención familiar y social para realizarse plenamente. Los amantes serán felices y desdichados, puros en su amor pero culpables a los ojos de Dios y de los hombres. Este tipo de amor lleva implícita una idea de renuncia: al amor o a la aceptación social, asociada a la angustia y a la idea de culpa y de pecado. Como Tristán e Iseo, muchos otros amantes recorren los caminos medievales y las páginas literarias: Lancelot y Ginebra, Píramo y Tisbe, Abelardo y Eloísa…

La nueva forma de entender, poetizar y novelar el amor, que comienza a penetrar haciendo furor en las cortes de reyes, príncipes y nobles, sobre todo en la Provenza francesa y que tiene sus principales valedores y divulgadores en juglares y trovadores,  contempla a la mujer amada como objeto de idealización. El amor cortés trata de trascender, lavar  o purificar el prosaico juego de epidermis, glándulas, jugos, salivas… transmutándolo a otra dimensión menos animal, más espiritual y refinada. En el amor cortés y en el proceso de idealización o divinización de la mujer amada subyace una suerte de platonismo derivado de la impermeabilización social y dificultades para lograr el objeto del amor soñado, propias de una sociedad estamental, así como prejuicios de honor, amistad, servidumbre feudal, dependencia de tara física o psicológica, etc.

En el amor cortés toma relevancia determinante el ritual que impregnó las actitudes y comportamientos eróticos-amatorios durante el medievo y el Renacimiento y dio lugar a que todo ese ritual de acercamiento adquiriese la categoría de paradigma (cortejo-cortejar) para definir los juegos de la conquista amorosa. La literatura está impregnada de estos galanteos en autores como Chrétien de Troyes, Guillaume de Lorris, Diego de San Pedro, Garci Rodríguez de Montalvo, etc.

El amor platónico (neoplatonismo) tiene su reflejo también en la literatura medieval y sobre todo en la lírica renacentista y barroca. Recordemos los versos de Fernando de Herrera: “En tus ojos mis ojos encendiendo”. El amor se produce por conducto de la vista en una comunión de amante y amada. Los poetas renacentistas y barrocos beben en las fuentes habituales del platonismo: los alejandrinos, Hesíodo, Cicerón, Plotino… Es éste un proceso amoroso cuya plenitud carnal estorban eventualidades varias de orden objetivo y subjetivo: prejuicios sociales, derivaciones psicológicas, dudas anímicas, vacilaciones de sentido moral o religioso, etc., entre las cuales no es menor el sentido del deber en una lucha sorda entre el corazón y el intelecto. Recordemos, como señalaba antes a Fernando Herrera, a Petrarca, Garcilaso, Madame de la Fallette en su Princesa de Cléves, o ya en una época posterior, el Cyrano de Rostand.

Si hablamos ya de amor romántico se puede decir que siempre hay un profundo romanticismo en los grandes amadores, reales o literarios. La filosofía del amor romántico participa mucho del idealismo y espiritualismo del amor cortés: es un tipo de amor puro y epidérmico también, pero sin espontaneidad pagana, contaminado por prejuicios sociales y religiosos. Recordemos a Pablo y Virginia de Saint-Pierre en su mundo paradisiaco, como Dafnis y Cloe y su final trágico por esos prejuicios. Pero este amor, muchas veces, es un amor exaltado, pasional y turbulento que tiene un componente psicótico y perturbador. Se puede transformar en un amor enfermizo, melancólico; amor sin esperanzas, en el que no es raro la abnegación de cualquiera de los amantes en una suerte de tortura sentimental cuyo desenlace, en ocasiones, resulta trágico. Recordemos el desgraciado final del joven Werther, víctima por su propia mano de sus sentimientos tormentosos, o de los protagonistas de Carmen de Prosper Merimée, o a Margarita Gautier en La dama de las Camelias de Alejandro Dumas hijo.

Ya en el Realismo, Naturalismo y Modernismo, la literatura amorosa -salvando las distancias entre un Tolstoi o un Flaubert (Ana Karenina, Madame Bovary) y un D’Anuncio, un Thomas Mann y un Alberto Moravia (El placer, La engañada, La romana)- nos aproxima a una filosofía amorosa más banal  en la que prevalece el sensualismo de los sentidos sobre los sentimientos, que muchas veces no pasan de ser pura ficción teatral. Amor disfrazado en el que hay mucho de representación, de juego, de prurito de conquista y satisfacción del ego.

Sensaciones especiales, emociones exquisitas, intensidad erótica, epicureísmo de los sentidos y un sentimiento afectivo que se diluye en la superficie, en un juego de simulaciones y realidades que, en muchos casos, pueden restar espontaneidad al encuentro amoroso. Se puede decir también, sobre todo ya en la actualidad, que los aspectos éticos y sociales o incluso religiosos del hecho del amor, son vistos como una rémora que hay que aparcar sin apenas limitación social. Hay igualmente un desplazamiento del eje procreación-erotismo hacia este último en la que se observa una especie de invasión del sexo, o del sexo que lo invade todo. Por todo ello, el modelo ideal desde la perspectiva católica  -que da al amor una misión (que no función) transcendente, espiritual y metafísica-  choca con este concepto de amor mas epicúreo, más de exaltación de los sentidos.

Evidentemente, creo que cada individuo tiene que tener su propia opción y no es objetivo de estas líneas hacer que prevalezca una o unas sobre otra u otras.

                                                  Aminoácidos, células, genoma,

                                                  conforman su acabada encarnadura;

                                                  Pero, ¿cuál el secreto de su albura:

                                                  ansias de psiquis, vocación de soma?

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