LA PERDIZ EN LA LITERATURA, EL FOLKLORE Y EL ARTE

Ángel Gómez Moreno

De todos los autores que se ocuparon de esta ave, el principal fue el Infante don Juan Manuel en su famoso libro El Conde Lucanor. Gran amante y teórico de la caza, al igual que su tío el rey Alfonso X o su sobrino Alfonso XI, don Juan Manuel introdujo la perdiz en su más célebre cuento, ambientado en la ciudad de Toledo: “De lo que sucedió a un deán de Santiago con don Illán, el gran maestro de Toledo”. En este relato, se trata el problema de la ingratitud del deán, que el nigromante pone de manifiesto gracias a sus poderes, aplicados mientras su criada cocina unas perdices. Todavía don Juan Manuel nos regalará otro cuento titulado: “De lo que sucedió a un hombre que tomaba perdices”, donde una perdiz ingenua dice que el cazador que las está matando llora porque se apiada de ellas, cuando lo cierto es que se le caen las lágrimas porque el viento le molesta en los ojos. De gran interés es también la alusión en el interior de los Castigos y documentos de Sancho IV, en el pasaje en que se discute si es legítimo divertirse con ejemplos extraídos de autoridades diversas y vidas de santos; en esas alusiones, San Juan aparece trobejando precisamente con una perdiz, lo que fuerza a que el santo se justifique ante un discípulo asombrado por el hecho.

Demos, por fin, un formidable salto hasta nuestra literatura áurea para llegar a la Arcadia (1598) de Lope de Vega, en que Polifemo ofrece un rico bodegón pictórico en clave poética a la ninfa Galatea. El cíclope, tras obsequiarla con flores y piedras preciosas, pretende agasajar a su amada ninfa con una diversidad de animales, entre los que la perdiz ocupa el primer lugar.

Mucho más famosas que éstas son las perdices que Sancho ve, con no poca hambre, en la Ínsula Barataria de la Segunda parte del Quijote (1615). Aquí es un médico enojoso, el doctor Pedro Recio, quien le prohíbe comer tan suculento plato al grito de: Omnis saturatio mala, perdices autem pessima; que traduce “Toda hartazga es mala, pero la de las perdices, malísima”.

Por fin, la perdiz es sólo un adorado sueño frente a la realidad del triste nabo en el celebérrimo capítulo tercero del Buscón de Quevedo, allí donde Cabra dice: “¿Nabo hay? No hay perdiz para mí que se le iguale. Coman, que me huelgo de verlos comer”. De todos modos, incluso el simple hecho del consumo de perdices nos lleva por unos derroteros que caen entre lo erótico y lo escatológico, como vemos en una ficha aportada por José Manuel Pedrosa:

Ya te he dicho, morena,

que no comas perdiz,

que te va a hacer el cuerpo

tripitrí, tripitrí,

tripitrí, tripitrí,

tripitrí, tripitró,

ya te he dicho, morena,

que no comas pichón.


Los tratados de medicina al uso en el Medievo y Renacimiento inciden en los beneficios que resultan de consumir las plumas, los huesos y los huevos, quemados y molidos por lo general, aunque también a modo de sahumerio, por simple inhalación de su humo; de todos esos ingredientes, la pluma fue usada comúnmente tanto en veterinaria (tres veces la encuentro citada en el Libro de albeitería de Manuel Díez de Calatayud) como en la medicina más o menos oficial (de hecho, localizo el “humo de pluma de perdiz” hasta en el peculiar laboratorio de Celestina). No obstante, poco hay que nos sirva para la ocasión en los testimonios que conozco, aunque al menos contamos con un dato que vale su peso en oro en el Recetario de Gilberto; aquí, al final del capítulo XLII, se indica, precisamente, que su consumo provoca una suerte de poderoso furor uterino: “que si dieres huevos de perdiz a comer a la muger, que por fuerça, aunque non sea rrequerida por el onbre, ella abrá de rrequerir al varón que non se podrá sofryr”. En fin, en 1617 la Historia natural de Francisco Marcuello afirma que la cáscara del huevo de la perdiz hecha polvo conserva los pechos de las mujeres tiesos y duros, “y si los estregan con los huebos de la perdiz, no se inclinarán fácilmente, y sorbiéndolos las dispone para concebir y aumentar la leche, como lo escrive Plinio”. Como vemos, este testimonio tampoco tiene desperdicio. 
Por fin, sólo de refilón me permitiré recordar los vínculos que, para los antropólogos, hermanan sexo y comida al vincular feromonas y aromas tan intensos como el de la vieja conseja: “La perdiz, en la nariz”.

En otras ocasiones, la ingesta de esta suculenta ave tiene fundamentalmente un valor poético, aunque nunca logre desprenderse de asociaciones eróticas, suaves o marcadas; al respecto, y como ejemplo de connotaciones sexuales del primer tenor, vale la pena recordar una canción acumulativa recogida por José Manuel Pedrosa:

La primera noche

se comió la novia

una perdiz muy linda.

Y siguen dos tórtolas, tres palomitas blancas y otros productos que se rematan, en hipérbole paródica que actúa ahora sobre nuevos resortes poéticos, con el consumo de doce fanegas de trigo. Con estos testimonios y otros semejantes, germánicos y escandinavos, se percibe el carácter paneuropeo de estas canciones cumulativas en que la perdiz no falta, como en el más célebre de los villancicos en lengua inglesa, In the first day of Christmas. Al respecto, tal vez alguien ose decir, de no conocer otros testimonios meridionales o septentrionales, que ello no es de extrañar en un pueblo de ornitólogos como el británico: no obstante, la explicación se intuye más compleja. De hecho, el clásico latino y el enciclopedista medieval justificarían por sí solos la presencia generalizada de este motivo en diversas culturas europeas; sus raíces, sin embargo, son mucho más profundas y ramificadas, por lo que su estudio sólo es posible con un enfoque multidisciplinar y por medio de pesquisas que no han de limitarse a la literatura peninsular so pena de quedarnos ayunos.

(Extracto del artículo “La perdiz en la literatura, el folklore y el arte: a propósito de una charla sobre Brunetto Latini”, en Cuadernos de Filología Clásica, 2000, pp. 85-98).

1 comentario en “BF II. La perdiz en la literatura, el folklore y el arte”

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