LOS MITOS DEL MILENARISMO

José Guadalajara

Existe una arraigada creencia, convertida hoy día en un tópico ambiental carente de un auténtico fundamento histórico, que recuerda el terror que produjo a nuestros lejanos antepasados la llegada del año mil, en el que según las viejas predicciones tendría que haberse producido el ocaso de los tiempos. Esta idea, sostenida desde hace varios siglos, se ha instalado de manera informal en muchas conciencias de nuestra época e incluso algunos parecen proyectar ahora su realización al tránsito del próximo milenio.

Ante el alcance conseguido por pensamientos de esta naturaleza, uno no puede dejar de preguntarse si en verdad aquellos hombres y mujeres del año 999 se sintieron sobrecogidos de espanto ante la posible irrupción de los terribles prodigios anunciados por los profetas. Si no fue así, ¿dónde tiene su origen, pues, esta conocida tradición? Hay un detalle, en principio, en el que todos debemos reparar: el fin del mundo –de haberse producido- no habría tenido lugar a las doce de la noche del 1 de enero del año 1000, sino, en todo caso, ese mismo día al comienzo del 1001, que es realmente cuando habría concluido el milenio. No se olviden de este importante dato los alarmistas del año 2000.

Antes de seguir adelante, conviene plantear una necesaria aclaración del término “milenario”, contemplada en el propio Diccionario de la Lengua Española. La Academia da en la cuarta acepción de esta entrada un significado que responde al mismo con el que esta palabra ha sido usada en las líneas precedentes de este artículo: “Dícese de los que creían que el juicio final y el fin del mundo acaecerían en el año 1000 de la era cristiana”. Sin embargo, también ofrece para ella otro espacio conceptual diferente, de mayor repercusión en el medievo: “Dícese de los que creían que Jesucristo reinaría sobre la tierra durante mil años antes del día del juicio”. Ambos, con sus peculiaridades de época y variaciones temáticas, son manifestaciones posibles del milenarismo, entendido así, en estas dos vertientes reseñadas, como el conjunto de doctrinas o creencias sostenidas por los milenaristas, tan abundantes desde el mundo antiguo – pasando por la Edad Media – hasta nuestros días.

EL MILENIO: DESMITIFICACIÓN DE UN TÓPICO 

¿El fin del mundo se esperaba realmente para el año 1000 del nacimiento de Cristo? ¿Sería entonces cuando, de acuerdo con el Apocalipsis y otros libros de la Biblia, terribles tribulaciones y fenómenos estelares iban a abatirse sobre los hombres a causa de sus graves pecados? ¿Habría llegado entonces el tiempo del Anticristo? Todos estos supuestos, engrandecidos a partir de finales del siglo XVIII, conforman ese mito que surgió en torno al miedo colectivo provocado por la cercanía del milenio.

El origen de esta creencia parte de un escrito bíblico y de la difusión de una idea que adquirió notable importancia durante la Edad Media. El texto aludido no es otro que un conocidísimo pasaje del Apocalipsis de Juan, en donde se habla de los “mil años” que Satanás permanecerá encadenado en el abismo y que la tradición tomó por el tiempo de duración del mundo desde el nacimiento de Cristo, aunque algunos cronistas medievales, como el monje borgoñón Raúl Glaber en el siglo XI, se refiriesen a la posibilidad de realizar este cómputo a partir del momento de la crucifixión. El célebre texto apocalíptico prosigue así:

            Cuando se hubieren acabado los mil años, será Satanás soltado

           de su prisión y saldrá a extraviar a las naciones que moran en los

           cuatro ángulos de la tierra, a Gog y Magog, y reunirlos para la

           guerra, cuyo ejército será como las arenas del mar. (Ap.20.7-8).

La segunda fuente, origen de la creencia en el milenio, viene dada por el paralelismo que desde muy antiguo se fijó entre los seis días de la creación del mundo y el tiempo que éste habría de durar. El Salmo 89.4 suministró en este sentido un punto de arranque para esta fructífera asociación: “Mil años son a tus ojos como el día de ayer, que ya pasó”. Esta equivalencia día/año es el origen de la hebdómada, o semana de años, que establece para el mundo un tiempo máximo de seis mil años, en el que el último millar se desarrollaría a partir del nacimiento de Cristo. Según este modelo, que repiten los Padres de la Iglesia, entre ellos Agustín de Hipona, y otros muchos autores y visionarios medievales, el cumplimiento del año mil representa la finalización de la historia, seguido de un séptimo millar – el día en el que Dios descansó de su trabajo de Creación – que fue interpretado de diferentes formas a lo largo de siglos de tradición apocalíptica1.

Éste es el punto de partida de la creencia en que el año 1000 era el límite que marcaba –como en la vida del hombre- la muerte del mundo. Surge ahora una pregunta inevitable: ¿supuso esto, no obstante, que verdaderas oleadas de pánico se extendieran entre las gentes del medievo cuando sintieron en sus carnes la proximidad de la funesta fecha? La fértil memoria colectiva, o más bien una empresa histórica, literaria y periodística parecen haber sido las causantes de este gran alboroto. Numerosos investigadores han llamado la atención sobre este proceso mitogenético y han rechazado este pensamiento tan extendido sobre los supuestos terrores del año mil2. Así, al menos, se deduce de los datos de época, que corroboran la escasa trascendencia que mereció este posible acontecimiento.

Los testimonios coetáneos, constituidos por crónicas, biografías, diplomas, bulas pontificias o escritos de otro tipo, no ofrecen ninguna prueba de estos terrores colectivos. Tan sólo algunas menciones esporádicas, como las de un Liber apologeticus escrito por el abad Abbon de Fleury en el año 998, permiten concebir vagas sospechas de que hacia el año mil se hubiera desarrollado una cierta creencia en el fin del mundo, lo que no implica en absoluto la existencia de oleadas de espanto.

Por otra parte, estas tímidas alusiones de Abbon de Fleury encajan perfectamente en una concepción más amplia de carácter apocalíptico, tan extendida, como explicaré más abajo, a lo largo de los siglos del medievo. Unos cincuenta años antes de este abad, por ejemplo, Adso de Montier había escrito ya su Libellus de Antichristo, obra  que consiguió una enorme difusión y de la que se hicieron numerosas versiones. Ninguna referencia al año 1000 como probable fecha del fin del mundo se encuentra en este texto, sino que, muy al contrario, se explica que éste sólo se producirá cuando el imperio romano, ahora continuado por los reyes francos, desaparezca3.

PROFECÍAS RETROSPECTIVAS

Parece, por lo tanto, que a la luz de la documentación conservada no hay firmes razones para seguir sosteniendo en el aire esa imagen del milenio como un año terrorífico, año cuya llegada conmocionó supuestamente a nuestros antepasados, que esperaron ver aparecer en cualquier momento al Anticristo. Si la realidad de esa época no coincide, pues, con la representación que muchos se han formado de ella, si el año mil no fue, en este sentido, diferente a otros muchos años de este período, entonces, ¿de dónde procede ese tópico ambiental que yo señalaba al principio de este artículo?

Será necesario retrotraerse a un cronista del siglo XII. El historiador francés Georges Duby ha señalado cómo Sigeberto de Gemloux, que escribió casi dos siglos después del año mil, se refirió, aunque sin aludir en ningún momento a terrores colectivos ni al fin del mundo, a los prodigios que acaecieron en ese tiempo: un espantoso terremoto, un luminoso cometa y la visión de una serpiente a través de una abertura aparecida en el cielo.

Este panorama fue recogido en el siglo XVI por los denominados Annales de Hirsau, en los que a los datos de la crónica del XII sí se añade ahora el efecto de la conmoción que causaron aquellos fenómenos4. ¿Es éste quizá el punto de arranque de la sugerente leyenda del milenio? Tal vez parezca un testimonio demasiado alejado en el tiempo como para pensar que estos anales hayan sido los responsables de la creación de ese brillante tópico. ¿Acaso partió de ellos el cardenal Baronio cuando hacia 1605 –el mismo año de la publicación de la primera parte del Quijote- se hizo eco de estos espantos? Ni siquiera puede afirmarse que Le Vasseur, unos años más tarde, haya sido el extraordinario difusor de estas mismas creencias cuando en sus Annales de l´église de Noyon escribió sobre las sensaciones de terror experimentadas por la sociedad del año mil.   

El aire legendario y misterioso del milenio era, sin embargo, un sustrato apropiado que sirvió para nutrir la imaginación de algunos historiadores románticos unos siglos después. Antes que ellos ya había sentado las bases del mito milenario el historiador británico William Robertson, quien en el prefacio a su Historia del Emperador Carlos V, publicada en 1769, difundió con éxito esta vieja idea de los terrores. Michelet y Sismonde de Sismondi, entre otros, retomaron el tópico en el primer tercio del siglo siguiente y sacaron de él nuevos brillos que los escritores que vinieron después se encargaron todavía de avivar. Entre ellos, cabe destacar al dramaturgo y poeta de lengua catalana Ángel Guimerá, autor del poema L´Any Mil, en cuyos versos se deja sentir con expresividad toda la escenificación terrorífica que la mente del poeta imaginó para aquellos días en los que el mundo había llegado a su ocaso.

Tras este escueto análisis, se puede deducir con toda facilidad que la ficción, como suele suceder en otras muchas ocasiones de nuestra vida, ganó el juego a la supuesta realidad de unos espantosos acontecimientos que, según los testimonios y noticias conservadas de aquella época, no llegaron jamás a producirse.

LAS ESPERANZAS DEL MILENIO

Existe, como ya indiqué más arriba, otra concepción de esos mil años a los que se refiere el citado pasaje del Apocalipsis. Es este milenarismo, desgajado a su vez en dos posibles facetas, el que concitó los más vivos deseos desde los primeros tiempos del cristianismo. Sus orígenes habría que remontarlos tal vez al alba de las civilizaciones y a las primeras concepciones cosmológicas que éstas elaboraron, pues en el fondo no hace sino recoger la idea mítica del eterno retorno, muy bien estudiada por el historiador de las religiones Mircea Eliade5. En este enfoque del milenio subyace también el recuerdo de un primitivo Edén o Paraíso, presente en numerosas culturas y que ha dado lugar al célebre mito de la Edad Dorada6.

El milenarismo medieval, entendido ahora como la existencia de un período de mil años reservado para los justos antes del Juicio Final, está impregnado de las primitivas elaboraciones milenaristas que empezaron a desarrollarse ya en los primeros núcleos cristianos.

Entre los que vivieron en aquel tiempo, comenzó a darse una interpretación del texto bíblico que modificaba este sentido inicial y que veía en el acaecer del milenio no un hecho del futuro sino un acontecimiento de realización inminente. Así pues, este segundo significado del milenio –como lo recoge el citado Diccionario de la Academia- ha de complementarse además con otras concepciones que, en consonancia con el contexto social y religioso de cada época, fueron elaborándose a lo largo del transcurso de los siglos. De todas ellas, fue la expectativa de un milenio cercano – remedio sobrenatural a una situación de angustia colectiva- la que deslumbró a los hombres de la Edad Media. Esta vertiente, por ejemplo, ha sido muy bien analizada por el historiador Norman Cohn, quien ha recogido en un libro ya clásico todos los movimientos de masas que se originaron a partir de esta idea y que se sintieron impulsados por esta radical perspectiva de cambio7.

La creencia en el milenio, con un destacado componente materialista, aparece ya en Cerinto, que vivió en el siglo I de la era cristiana. Este heresiarca gnóstico creía que, tras la primera resurrección, se sucedería un período de mil años de descanso en el que los más refinados placeres y goces sensuales estarían dispuestos para todos aquellos que se hubieran hecho acreedores de los mismos.

Un caso singular y una visión distinta del milenio es la representada en el siglo II por Montano, quien aguardaba, en compañía de sus numerosos discípulos, la inmediata llegada del reino y la Segunda Venida de Cristo, concebida en este caso como el descenso desde el cielo de la Jerusalén celeste, según la interpretación sui generis del capítulo XXI del Apocalipsis. Creencias milenaristas se encuentran igualmente en algunos de los primeros pensadores cristianos, como sucede con Tertuliano, Justino e Ireneo de Lyón. Éste, que escribió una extensa obra contra las herejías –Adversus haereses-, vivió en el siglo II y ejerció con sus creencias milenaristas un profundo influjo en la sociedad occidental. Fue además el primer autor que se ocupó con profundidad del Anticristo, y el testimonio más antiguo conservado que señala su procedencia étnica en la tribu judía de Dan8.     

          

El milenarismo sufrió entre los siglos III y V un importante retroceso, primero con Orígenes y, sobre todo con Agustín de Hipona. Las ideas antimilenaristas de este último, considerado como el teólogo que más influencia ha tenido en todo Occidente, se impusieron a partir del siglo V y constituyeron la doctrina oficial de la Iglesia, si bien las creencias milenaristas, a pesar de este duro golpe recibido, continuaron estando muy vivas dentro los numerosos escritos, profecías y visiones elaboradas durante los siglos del medievo. El obispo de Hipona atacó con las mismas armas bíblicas que sus adversarios este tipo de convicciones, como puede comprobarse en la que se considera su obra máxima, De civitate Dei.

En el libro XX, que dedica a la exposición de sus doctrinas escatológicas, recoge en varios capítulos su opinión sobre esos mil años del famoso pasaje bíblico. A través del epígrafe del capítulo VII puede inferirse ya algo de su pensamiento sobre este asunto: “De los mil años de que se habla en el Apocalipsis de San Juan, y qué es lo que racionalmente debe entenderse”9. Esta racionalidad agustiniana consiste en ofrecer una interpretación del milenio como un hecho ya consumado dentro de la historia humana, puesto que para él esos mil años representan el último millar de las seis edades del mundo, que comprende desde el nacimiento de Cristo y de la Iglesia hasta el fin de los tiempos. Con esta postura teológica, fundada en una exégesis alegórica del capítulo XX del Apocalipsis, quedaba descartado para siempre dentro de la oficialidad eclesiástica cualquier tipo de especulaciones y fantasías milenaristas, que Agustín acompañó también con su rechazo a establecer cronologías que anticipasen el conocimiento de la venida del Anticristo.

LA PERVIVENCIA DEL MITO

Esto no supuso, como he señalado unas líneas más arriba, el final del milenarismo. Toda la Edad Media está plagada de hombres y mujeres que alimentaron estas creencias y que, unas veces antes y otras después del fin del mundo, imaginaron el retorno a un tiempo de paz y bondad universales, vividas, según los casos, dentro de la más pura espiritualidad o del más acentuado materialismo. Entre los escritos que, en este sentido, consiguieron mayor celebridad deben contarse la Sibila Tiburtina, compuesta en sus versión primitiva hacia el siglo IV, y el Pseudo Metodio, de fines del VII. Este último sobre todo gozó de una enorme difusión, llegando a convertirse en uno de los textos clásicos de la tradición apocalíptica. El milenarismo que desprenden estos dos escritos, que no debe ser interpretado en un sentido literal, responde también a la necesidad de vivir, tras un tiempo de tribulación y opresión, la ansiada Edad Dorada que subyace en toda fantasía milenarista. Con estas palabras lo resume una versión castellana del Pseudo Metodio, realizada tal vez en la primera mitad del siglo XV, en tiempos del rey Juan II de Castilla:

et sera grand pas et grand tranquelidat sobre la tierra, la qual non fue ante nin despues juntamente non sera despues que ueniese la postremeria del fin de los siglos […] E en aquellos dias seran los ommes assi como eran en los dias de Noe, byuientes et alegres et casauanse et fasian bodas et en el coraçon dellos non sera ningund temor10.                                                     

Los hombres serán “byuientes et alegres”, como dice el texto, o, según escribe el enigmático fraile Juan Unay en su Libro de los grandes hechos, “non sabrán las gentes qué cosa es pelea nin darán tributo ninguno”11, características todas ellas, junto con otras no menos fabulosas, de las variopintas visiones milenaristas que acompañaron con frecuencia las fantasías proféticas medievales.

No faltaron autores que se acogieron a estas creencias o que desarrollaron ellos mismos sus propias concepciones milenaristas, como sucede con Juan de Roquetaillade en el siglo XIV, que profetizó en su Vade mecum in tribulatione un milenio que alcanzaría hasta el año 2370, o con el afamado y original Joaquín de Fiore en el XII, para quien la tercera edad o era del Espíritu Santo, que él concebía como el último período de la historia, poseía plenamente las características de un milenario espiritual y de renovación de la vida eclesiástica, anterior a la llegada del Anticristo y el fin del mundo.

Esta doctrina, que ha sido calificada de triteísta, gozó de una enorme aceptación en los círculos franciscanos espirituales, conocidos como fraticelli, que incluso llegaron a estar convencidos de pertenecer ellos mismos a esa nueva orden que, según Joaquín de Fiore, debía preparar el advenimiento de la tercera edad. El semiólogo y escritor italiano Umberto Eco, en su conocidísima novela El nombre de la rosa, recrea perfectamente el ambiente de estos fraticelli, algunos de los cuales se han refugiado dentro de su imaginaria y laberíntica abadía, como el famoso Ubertino da Casale, autor del Arbor vitae crucifixae.

EL ÚLTIMO EMPERADOR

Anexa al milenarismo surge la figura mesiánica de un personaje, a veces anónimo, aunque las más de ellas encarnado en un monarca real, conocido con el nombre genérico de Último Emperador. Los diferentes visionarios o los escritos que lo recogen entre sus profecías se refieren a él con distintas denominaciones.

Para Joaquín de Fiore es un novux dux, maestro que debe estar al frente de esa orden precursora a la que ya me he referido antes. En el Pseudo Metodio aparece por vez primera la intervención de este personaje providencial, si bien en las versiones más modernas de la Sibila Tiburtina también se destaca su presencia. Recuérdese el éxito de ese primer texto y su duradera transmisión, por lo que no resulta extraño que incluso algunos franciscanos moderados como el valenciano Francecs Eiximenis se refieran a él a fines del siglo XIV. Así lo hace, por ejemplo, en su Vida de Jesucrist, cuando en varios de sus capítulos sigue de cerca la profecía de Metodio y cita al emperador de Roma que depone su corona en Jerusalén, la cual será transportada al cielo por los ángeles.

Algo similar, aunque con una intencionalidad más evidente, se encuentra en su Crestiá, ya que aquí, haciendo uso de una de esas tópicas prerrogativas del Último Emperador, se refiere a la casa real de Aragón con estas palabras: “D´aquesta casa es profetat que deu aconseguir monarchia quasi sobre tot lo mon”, y es que este monarca universal, con su inherente mesianismo, no sólo habrá de gobernar sobre todos los pueblos de la tierra, sino que, antes de la llegada del Anticristo, dará lugar a una era milenaria de paz y bienestar colectivo12.

No faltaron cronistas y poetas que utilizaron este tipo de milenarismo para exaltar y hacer propaganda de un monarca. Es de sobra conocido el providencialismo con el que fueron aureolados los Reyes Católicos, sobre todo el rey Fernando, a quien ya un poeta de Barcelona le aplicaba en el año 1473 el calificativo propio del Último Emperador: “Vos soys lexso vespertilión / Qu´están esperando los rreynos d´Espanya”13.      

Son muchas las denominaciones con las que suele encontrarse en los textos. Los autores de profecías lo llaman Nuevo David –este nombre es utilizado también para referirse a un papa santo que actúa en connivencia con el Emperador-, Encubierto o incluso, de una manera un tanto extraña, como hacen, por ejemplo, entre otros, el médico catalán del siglo XIII Arnau de Vilanova o el citado poeta barcelonés,  vespertilio14. Interesa en todo caso precisar que este Último Emperador, unido al mito milenarista, ofrece una dimensión nueva y complementaria del mismo, ya que su acción terrena va asociada a la instauración de un tiempo de bonanza que recuerda la Edad Dorada de las viejas leyendas cosmológicas.    

   

           

EL MIEDO AL APOCALIPSIS

Si los hombres del año mil no experimentaron los famosos terrores del milenio, no sucedió lo mismo con los que vivieron en otros siglos de la Edad Media, al menos en lo que respecta a la preocupación que pareció atenazar sus conciencias ante la perspectiva del apocalipsis. Este término, que en griego significa “descubrimiento, revelación”, asume también otro significado bastante extendido que, paradójicamente, no recoge –ni siquiera para el adjetivo “apocalíptico”- el Diccionario de la Lengua Española. Con esta palabra me referiré a lo largo de este capítulo a la destrucción que, según antiguas creencias, habrá de acaecer al mundo al final de los tiempos.

Retrotraerse a los orígenes de esta idea supone adentrarse en un complejo repertorio de explicaciones míticas, filosóficas y religiosas, pero que en el fondo responden a una realidad puramente biológica: la muerte que afecta a todos los seres vivos trasciende su aspecto individual y proyecta su misma irreversibilidad a un plano colectivo y total que repercute sobre todo el universo creado. Si el hombre nace y muere, también, al menos por consecuente lógica, el mundo, que tuvo su principio, deberá llegar a su final. Esto es lo que se admite en la mayoría de los pueblos antiguos, creencia que hubo de tener su origen en esta simple constatación.

De la misma manera, la vida y la muerte, presentes como un ciclo de constante repetición en la naturaleza (la noche y el día y las estaciones anuales, por ejemplo), representan también una experiencia cotidiana que absorbieron los mitos y los ritos cosmogónicos de numerosas civilizaciones. Así, el tránsito del invierno a la primavera suele constituir un momento crucial para las primitivas sociedades agrícolas, pues marca el renacer de la vegetación, muerta o adormecida durante el período invernal. Cuando se supera este plano, puede suceder, como en el viejo Libro de las Mutaciones, que el ciclo asuma también ahora un carácter universal, de tal modo que el mundo mismo se suponga sujeto a la acción de estas fuerzas alternativas de creación y destrucción. Esta creencia en el fin, a veces sentido como culminación y otras, como regeneración, se encuentra en las culturas más diversas, según pone en evidencia, sin ir más lejos, el mismo libro del Génesis bíblico, en donde se recoge el legendario relato del Diluvio.

En la Edad Media, bajo formas cristianizadas, la tradición ha preservado esta idea y ha elaborado con ella una gran cantidad de doctrinas y profecías en las que el personaje del Anticristo se convirtió en obligado punto de referencia. Es difícil medir el alcance de los terrores que suscitó, pues raramente los textos suelen historiar esta vertiente sentimental, aunque por el número de manifestaciones conservadas (sermones, tratados, poemas, piezas teatrales, pinturas, mosaicos, esculturas, tapices, etc.) puede deducirse que el interés hacia el fin de los tiempos en este período alcanzó cotas de considerable altura. ¿Cabrá colegir de ello un miedo general al apocalipsis? No faltan testimonios en este sentido, aunque debe tenerse en cuenta la dilatada extensión cronológica del medievo como para sacar de esto conclusiones generales.

Desde luego, el contexto social, el clima de religiosidad, la inculcación del pecado y las llamadas constantes a la fragilidad de esta vida, entre otros factores diversos, favorecían un desarrollo de estos temores. Se comprende así que muchos predicadores, visionarios, teólogos y artistas disolvieran sus palabras e imágenes con dosis calculadas de terror, medio excelente, por otra parte, de disuasión moral. Si, por ejemplo, el catalán Arnau de Vilanova usaba esta vía en su Tractatus de tempore adventus Antichristi15, ¿no lo haría porque estaba seguro del efecto que esto había provocado –y seguía provocando – entre las gentes? Sin duda, lo que es una prueba indirecta del ambiente en el que se vivía en aquella época.

Existen además señales que inducían a creer en la proximidad del fin del mundo, lo que constituye un magnífico reflejo de cómo el hombre medieval interpretaba los hechos de la historia. La Biblia estaba plagada de ese tipo de advertencias que la tradición convirtió en tópico aceptado por la mayoría. El mismo Agustín de Hipona, con su antimilenarismo a cuestas, admitía la existencia de esos indicios en la carta de respuesta que remitió a Hesiquio, bien es verdad que no creía que las grandes tribulaciones de su propia época indicaran necesariamente que el tiempo del final ya hubiera llegado. Sin embargo, siempre las grandes catástrofes, las guerras, las hambres terribles, las epidemias, los prodigios, la corrupción de los príncipes y de los clérigos, entre otros males, fueron considerados por muchos como un síntoma inequívoco del fin, sobre todo cuando aquéllos se manifestaban ya con tanta opresión que ninguna salida parecía abrirse a la esperanza. Y no faltaba la razón que diera cuenta de estas calamidades, a las que casi siempre se confería una dimensión sobrenatural. Como escribió un visionario del siglo XV: «Et esto averná a todos los del mundo por los muy grandes pecados en que se enbolverán”16.

Todos los escritos medievales que reflejaban la creencia en el apocalipsis, aunque mantenían viva una tradición antiquísima que conformaba sus principios generales, ofrecían una variedad notable de mensajes que, en sus líneas básicas, responden a tres modelos característicos: a) una concepción ortodoxa en la que no se cuestiona la realidad del fin del mundo y la venida del Anticristo, pero que no admite cálculos sobre la cronología de su realización; b) una concepción especulativa, anclada en los mismos presupuestos doctrinales, aunque abierta a fantasías, imágenes del Anticristo y, sobre todo, constantes predicciones sobre su inminencia y c) una concepción milenarista, de carácter mesiánico, crítica con los poderes establecidos y partícipe también de fabulaciones y pronósticos. Es evidente que entre las tres existen conexiones muy estrechas, por lo que son fáciles los préstamos de formas y contenidos entre ellas.

En toda la Edad Media –y, por supuesto, también en los siglos siguientes- se creyó en el apocalipsis. Incluso en nuestros días. La pugna estaba entre los que pensaban que este acontecimiento era inminente y aquellos otros que se atenían al sentido literal del texto bíblico, representado por un pasaje de los Evangelios sinópticos17. A muchos, como al citado Arnaldo de Vilanova, le condenaron algunas de sus obras por su temeridad a proclamar en ellas el año en el que estos hechos habrían de acaecer. Así lo hizo una junta eclesiástica reunida en Tarragona en el año 1316. Pero esto no acalló las voces. Ni siquiera se acallaron cuando la Iglesia condenó con firmeza en el V Concilio de Letrán de 1516 los intentos de fijar el tiempo de la venida del Anticristo.

Este siniestro personaje, inseparable de la creencia en el fin del mundo, calentó la imaginación de los visionarios y artistas medievales, quienes en sus profecías y representaciones crearon el entramado del que se nutrieron las fantasías apocalípticas.

Notas

1 Para una profundización en el origen de la hebdómada pueden consultarse Jean Daniélou, “La typologie millenariste de la semaine dans le Christianisme primitif”, Vigiliae Christianae, 2, 1948, págs. 1-16 y Auguste Luneau, L´Histoire du salut chef les Pères de l´Eglise: la doctrine des âges du monde, Théologie historique, 2, París, Beauchesne, 1964.

2 Entre los numerosos artículos y libros dedicados a estudiar los orígenes de esta leyenda enumero a continuación algunos de ellos: Dom François Plaine, “Les prétendues terreurs de l´An Mille”, Revue des Questions Historiques, XIII, 1873, págs. 145-164; Jean Roy, L´An Mil. Formation de la légende de l´an mil; état de la France de l´an 950 á 1050, París, 1885; Ferdinand Lot, “Le mythe des terreurs de l´An mille”, Mercure de France, XII, 1947, págs. 639-653; Henri Focillon, L´an mil, París, Librairie Armand Colin, 1952 (ed. española en Madrid, Alianza Editorial, 1987); Eloy Benito Ruano, “El mito histórico del año mil”, Estudios Humanísticos, Colegio Universitario de León, 1979-1, págs. 11-31 y Georges Duby, An 1000, an 2000. Sur les traces de nos peurs, París, Textuel, 1995.

3 Esta obra, así como las versiones que de ella se hicieron, ha sido editada por D. Verhelst, De ortu et tempore Antichristi, Corpus christianorum, continuatio mediaevalis, vol. XLV, Turnholti, Brepols, 1976.

4 Georges Duby, El año mil, México, Gedisa, 1989.

5 Mircea Eliade, El mito del eterno retorno, Madrid, Alianza Editorial, 1989, 6.ª reimp. Véase lo que afirma, por ejemplo, sobre la periodicidad de la creación: “La creación del mundo se reproduce, pues, cada año. Esa eterna repetición del acto cosmogónico, que transforma cada Año Nuevo en inauguración de una era, permite el retorno de los muertos a la vida y mantiene la esperanza de los creyentes en la resurrección de la carne”, pág. 63.

6 El poeta latino Ovidio la recuerda así en la Metamorfosis: “La edad de oro fue la creada en primer lugar, edad que sin autoridad y sin ley, por propia iniciativa, cultivaba la lealtad y el bien […] Había una primavera eterna, y apacibles céfiros de tibia brisa acariciaban a flores nacidas sin simiente. Pero además la tierra, sin labrar, producía cereales, y el campo, sin que se le hubiera dejado en barbecho, emblanquecía de espigas cuajadas de grano. Corrían también ríos de leche, ríos de néctar, y rubias mieles goteaban de la encina verdeante.” (traducción de Antonio Ruiz de Elvira, Barcelona, Bruguera, 1984, 2.ªed., págs. 7-8). En sus Bucólicas, dentro de la famosa égloga IV, se referirá Virgilio a la llegada de esa misma edad: “Tú, Casta Lucina, protege al niño que va a nacer; / con él terminará la generación de hierro / y una de oro surgirá en todo el mundo.” (traducción de Alfonso Cuatrecasas, Barcelona, Planeta, 1988, págs. 24-25).

7 Norman Cohn, En pos del Milenio, Madrid, Alianza Editorial, 1985, 3.ª ed., versión española de Ramón Alaix Busquets. Se aborda esta perspectiva en el artículo “Movimientos milenaristas medievales”, incluido dentro de esta misma publicación.

8 Puede consultarse la edición crítica de esta obra, en latín y griego, con traducción al francés actual, en el libro de Adelin Rousseau, Louis Douttreleau y Charles Mercier, Contre les hérésies, París, Les Editions du Cerf, 1969.

9 Véase la edición española de esta obra, La Ciudad de Dios, México, Porrúa, 1985.

10 Transcripción de Luis Vázquez de Parga, en “Algunas notas sobre el Pseudo Metodio y España”, Habis, 2, 1971, págs. 143-164.

11 Se trata de un manuscrito conservado en la Biblioteca Nacional de Madrid. Ha sido editado por José Guadalajara, en Las profecías del Anticristo en la Edad Media, Madrid, Gredos, 1996, págs. 405-425.

12 Para estas dos obras citadas de Eiximenis he utilizado un manuscrito y un incunable de la B.N.M.: el primero es el ms. 4187, que contiene la Vida de Jesucrist  (véase libro X, tratado V, capítulos 23-29); el segundo, el I. 1102, el Libre appellat Crestiá, en cuyo cap. CCXLVII se encuentra el fragmento citado.

13 El poema completo puede leerse en el artículo de A. Morel Fatio, “Souhaits de bienvenue, adresssés a Ferdinand le Catholique par un poète barcelonais, en 1473”, Romania, XI, 1882, págs. 333-356. Véase también José Cepeda Adán, “El providencialismo en los cronistas de los Reyes Católicos”, Arbor, XVII, 1950, págs. 177-190. 

14 Un artículo fundamental para el origen y desarrollo de este personaje escatológico es el de Alain Milhou, «La chauve-souris, le nouveau David et le roi caché (trois images de l’empereur des derniers temps dans le monde ibérique : XIIIe-XVIIe s.)»,  Melanges de la Casa de Velázquez,  1982,  XVIII,  págs. 61-78.

15 Este libro lo ha publicado, junto con otro texto del mismo autor, J. Perarnau i Espelt, “El text primitiu del De mysterio cymbalorum Ecclesiae d´Arnau de Vilanova”, Arxiu de textos catalans antics, 1988-1989, págs. 134-169.

16 Se trata del franciscano Juan Unay, al que ya me he referido más arriba. Véase José Guadalajara, ob. cit, pág. 411.

17 Mt. 24.36 y Mc. 13.32

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