EL CID: DEL HEROÍSMO DEL GUERRERO AL HÉROE LITERARIO

José Guadalajara

La figura histórica que fue Rodrigo Díaz de Vivar tiene una soberbia contrapartida en ese otro espacio imaginario en donde moran eternamente los héroes del pasado, un espacio en el que la persona de carne y hueso se convierte en personaje de leyendas y literaturas. En ese fantástico territorio conviven no sólo aquellos que tuvieron una existencia real en el mundo, sino también todos los que la fecunda imaginación, partiendo de unos modelos de conducta, fue capaz de inspirar al entendimiento. Ahí están en apretada convivencia todos ellos: Gilgamesh, rey de Uruk, “dos tercios dios y un tercio hombre”; Ulises, el héroe de la guerra de Troya; Eneas, el  mítico fundador de Roma; Arturo, primus inter pares; Beowulf, rey del pueblo gauta y vencedor del monstruo Grendel; Roland, el valeroso sobrino de Carlomagmo muerto en Roncesvalles y, por supuesto, entre otras innumerables figuras legendarias, don Rodrigo Díaz, el de Vivar.

Su carisma histórico, los hechos que protagonizó durante su vida, su destierro de Castilla y la gloria de haber conquistado Valencia fueron de por sí razones suficientes para convertir a este bravo guerrero medieval en héroe admirado y símbolo de las esencias nacionales. Su identidad como tal queda bien definida, como puede comprobarse, por ejemplo, en el verso 721 del texto literario –Cantar de mio Cid– que mejor ha transmitido esta vertiente de su personalidad:

¡Yo so Ruy Díaz, el Çid Campeador, de Bivar!

Estos dos calificativos –el de Cid y el de Campeador-, por los que se le conoce universalmente, recogen a la perfección toda esa carga de heroísmo que lo singulariza. Basta con observar hoy mismo la moderna estatua ecuestre que se le erigió en Burgos, obra de Juan Cristóbal González de Quesada, para apreciar cómo la sensibilidad del artista fue incapaz de renunciar también en este caso a los aspectos míticos del personaje. Esa leyenda, forjada en vida, es la que lo engrandece y la que lo ha hecho perdurar con más brillo en la memoria de los siglos. ¿Sería lo mismo –cabe preguntarse- su recuerdo histórico sin esa aura que en torno a él ha creado la fama y la literatura? La orgullosa proclama verbal del verso citado más arriba -y que el poeta pone en labios de Rodrigo Díaz al entrar éste en batalla- es en sí misma una armónica simbiosis entre los aspectos históricos y legendarios de este hombre-héroe que murió y nació a la vez –permítaseme la paradoja- en el año 1099. La presencia en ese verso de su nombre real, junto con el que se labró él mismo a golpes de espada, pone en evidencia la dificultad de disociar ambas vertientes.

El sobrenombre de Cid, derivado del árabe sayyid, no es un calificativo exclusivo que se le aplicó a Rodrigo Díaz, sino que, muy al contrario, aquél se le asignó también entre los siglos XI y XIII a diferentes tipos de personas, no necesariamente heroicas. En todo caso, su significado de “señor” -convertido en nombre propio, al que se le añadió el posesivo “mio” delante- destaca la singularidad del hombre que mereció este popular epíteto. Esta designación misma es la que aparece utilizada de modo constante en el famoso Cantar de mio Cid, poema épico al que ya me he referido más arriba. En sus primeros versos, antes incluso que su verdadero nombre, ya se encuentra este modo de referirse al héroe del relato: “Sospiró mio Çid, ca mucho avíe grandes cuidados”. Lo mismo cabe afirmar con respecto al otro calificativo, el de Campeador, que alterna frecuentemente su uso con el primero. El valor enfático que éste toma en algunos versos del Cantar no puede ser más evidente, sobre todo cuando va asociado con otras ponderaciones del héroe que le confieren una dimensión providencial. Tómese como muestra el verso 71 de este mismo poema:

¡Ya Canpeador en buen ora fuestes naçido!

La denominación de Campeador, que se encuentra ya en un texto latino dedicado a Rodrigo Díaz de Vivar –el Carmen Campidoctoris-, es de procedencia latina y su significado guarda relación con la faceta más notable de su actividad, que no puede ser otra que la guerrera. Así, este término equivale a “batallador o vencedor de batallas”, en las que de modo harto conocido destacó el protagonista de estas páginas. Basta con leer el siguiente fragmento de la Primera Crónica General, en parte debida al tiempo del rey Alfonso X el Sabio, para cerciorarse de cómo, según esta crónica, sus “buenos fechos” de armas resonaron hasta hacerlo digno acreedor de una fama que se extendió con prontitud por todas las tierras:

Et tanto eran grandes las sus conquistas et fechas ayna que llegaron las sus nuevas a Valencia, et sono por la villa et por todos los pueblos de sus terminos los buenos fechos que el Campeador fazie, et fueron ende espantados et temieronse ende. 

El guerrero de Vivar empezó a dejar de serlo, no sólo para encumbrarse y ser más tarde un ascendiente directo de reyes como García Ramírez de Navarra o Alfonso VIII  de Castilla, sino para convertirse a su vez en personaje de leyenda y literatura o, por decirlo con palabras de Ramón Menéndez Pidal, en “un héroe épico de naturaleza singular”.

ESCRITOS MEDIEVALES SOBRE EL CID   

Un refrán recogido por Correas en su Vocabulario de refranes de 1627 me sirve aquí de modelo para glosar la importancia que el Cid llegó a adquirir en poco tiempo. Dice así: “El nombre rige al hombre”. El suyo pasó muy pronto a engrosar los folios de las crónicas, genealogías, relatos épicos y romances medievales, y a “regir” la imagen que de él ha legado la posteridad. En unos casos, esa imagen se ajusta a los perfiles definidos que delimitaron las circunstancias históricas del siglo en el que vivió; en otros, han podido más las derivaciones legendarias de su persona.

Un hecho notable para la historia escrita del Cid lo constituye un acontecimiento con escasos precedentes en la Edad Media: la elaboración de una crónica personal sobre Rodrigo Díaz de Vivar. Se trata de un tipo de trabajo que hasta entonces sólo había sido emprendido para historiar los reinados de los sucesivos monarcas, ya que sólo éstos eran dignos de figurar como protagonistas de una crónica. Este episodio da cuenta por sí mismo de la importancia que había adquirido ya la figura histórica del Cid Campeador en los años posteriores a su muerte. La datación de esta obra, que ha llegado hasta nuestra época copiada en dos manuscritos separados al menos por trescientos años de diferencia, es de difícil precisión, aunque todo parece indicar que debió de componerse unos cincuenta años después del 1099. Se la conoce como Historia Roderici (Historia de Rodrigo) y recoge numerosos hechos protagonizados por el héroe, todos ellos históricos, aunque es cierto que algunos parecen revestir ya ciertos elementos literarios.

Hubo más escritos medievales de carácter historiográfico dedicados exclusivamente al Cid, como la Crónica particular del Cid, de finales del siglo XIV (inserta dentro de la Crónica de Castilla), y una  Coronica del Cid Ruy Díaz, impresa en Sevilla en el año 1498. Las dos tuvieron importantes ediciones a lo largo del siglo XVI. Entre las crónicas e historias generales latinas y romances, también la figura de Rodrigo Díaz ocupó un “sitial” poco acostumbrado. Se le encuentra así, a partir de la Crónica Najerense de la segunda mitad del siglo XII, en el Chronicon Mundi de Lucas de Tuy (1236) y en el De rebus Hispaniae (1243), escrito también, como las otras, en latín, por Rodrigo Jiménez de Rada. Después hará su incursión en las crónicas romances, en donde su presencia reviste una mayor relevancia, dada la extensión de las secciones que en éstas se le dedican.

Un aspecto singular puede destacarse también en este sentido, pues textos referidos al Cid como los contenidos dentro de la Primera Crónica General o en la Crónica de veinte reyes están basados no en documentos históricos propiamente dichos, sino en cantares de gesta que sirvieron a sus redactores como material de trabajo. Incluso puede hablarse de auténticas prosificaciones en muchos casos, con restos a veces de viejas rimas, que han sido utilizadas para la hipotética reconstrucción de poemas épicos hoy perdidos, tal como hizo Menéndez Pidal en sus Reliquias de la poesía épica española. La citada Crónica de veinte reyes, por ejemplo, se sirvió así de un manuscrito diferente al que hoy se conserva del Cantar de mio Cid en la Biblioteca Nacional de Madrid.

Esta forma tan peculiar de mezclar historia y literatura contribuyó sin duda a magnificar la altura heroica del Campeador, cuyos hechos y proezas, además de impregnar otros escritos –el denominado Linaje de Rodrigo Díaz el Campeador o los 129 versos conservados del poema en latín conocido como Carmen Campidoctoris-, fueron difundidos por los juglares y sirvieron además de motivo de inspiración para aquellos escritores que compusieron sus gestas o sus romances.   

Lo mismo que otros héroes medievales, el Cid fue protagonista indiscutible en la literatura. Entre las primeras manifestaciones literarias escritas en lengua romance en la península ibérica se cuentan los denominados cantares de gesta, poemas que recogían en verso las hazañas de un personaje que había destacado por su actuación histórica. Esta característica no le faltaba desde luego a Rodrigo Díaz de Vivar. En la épica medieval de Castilla, de la que tan sólo se ha conservado una mínima parte, otras figuras relevantes se sitúan junto al Campeador: el conde Fernán González, los siete infantes de Lara, el rey Sancho II y el infante García, que, entre otros, fueron objeto de tratamiento literario, aunque las gestas en las que figuraron sólo han podido ser reconstruidas parcialmente gracias al apoyo de las crónicas.

El Cid, tan destacado en los documentos históricos, lo fue también en la ficción, si bien dentro de un general esquema realista en el que, no obstante, y como es lógico en escritos de esta índole, tenía cabida el engrandecimiento del personaje. Conviven de este modo en los cantares de gesta que se le dedicaron la verdad al lado de la fábula, variando su proporción según las motivaciones artísticas, las razones ponderativas y el rigor en la conservación de los datos. De Rodrigo Díaz de Vivar han llegado hasta nosotros dos cantares épicos: el famoso Cantar de mio Cid y el Cantar de Rodrigo, conocido también como Mocedades de Rodrigo o del Cid.

El protagonista de ambos, siendo el mismo, se muestra diferente en la manifestación de su personalidad. Igual o de modo parecido a lo que sucede hoy en día en muchas de esas publicaciones o programas televisivos que refieren una parte de la vida o los hechos menos conocidos de una persona pública, también en la Edad Media debió de sentirse un vivo interés hacia las facetas ignoradas de un personaje que había destacado tanto como el Cid. Si su intervención al lado del rey Sancho, la jura de Santa Gadea, el destierro, la conquista de Valencia y las bodas de sus hijas, entre otros episodios, constituían la porción tal vez más renombrada de su biografía, se daban también otros lances o hechos que no habían sido tan divulgados y que pertenecían a la juventud del héroe. Éstos son los que recoge un cantar como las Mocedades de Rodrigo, escrito en un momento de decadencia de la épica, dado que las circunstancias sociales e históricas de Castilla en ese momento no parecían invitar ya en exceso a componer este tipo de poemas. Se conserva en una copia del año 1400, aunque fue elaborado, tomando como base una gesta antigua, unos treinta o cuarenta años antes. Es frecuente encontrarse en su lectura con lagunas textuales, es decir, con versos que no se copiaron, tal vez porque tampoco estaban en el original o en el modelo que sirvió para la copia.

El personaje del Cid que recrea esta gesta, de carácter irascible y soberbio, es descendiente de un legendario juez de Castilla llamado Laín Calvo (genealogía que también se menciona en el citado Linaje de Rodrigo Díaz el Campeador), del que también proceden las principales familias nobiliarias de Castilla. Su primera acción, motivada por un pleito entre su padre y el conde don Gómez de Gormaz, es un duelo armado en el que pelea contra este último. Así, con brevedad, se refiere las Mocedades al desenlace de este bautismo de armas:

Paradas están las hazes e comienzan a lidiar:

Rrodrigo mató al conde ca non lo pudo tardar.

El conde no es otro que el padre de la que será su esposa, que en este poema recibe el nombre de Jimena Gómez, lo que no coincide con el apellido Díaz que tuvo la mujer histórica del Cid, hija de Diego Rodríguez, conde de Oviedo, y prima del rey Alfonso VI. Antes de contraer este matrimonio, solicitado al rey Fernando por la propia Jimena con el fin de sosegar las relaciones entre las dos familias, el joven Rodrigo se plantea como reto vencer en cinco lides campales, empresa militar que ocupa la mayor parte del texto de las Mocedades. Resultan significativos los rasgos del carácter del Cid en este momento durante su entrevista con el rey don Fernando en Zamora, que contrastan con la prudencia y mesura que manifiesta el Rodrigo Díaz del Cantar de mio Cid en su actitud hacia el rey Alfonso VI.

Rodrigo fincó los ynojos por le bessar la mano,

El espada traýa luenga, el rrey fue mal espantado.

A grandes bozes dixo: “Tiratme allá esse peccado”.

Dixo estonçe don Rrodrigo “Querría más un clavo

Que vos seades mi sennor nyn yo vuestro vassallo:

Porque vos la bessó mi padre soy yo mal amanzellado”.

               

“PER ABBAT LE ESCRIVIÓ EN EL MES DE MAYO”

En el año 1596, el manuscrito del Cantar de mio Cid, que hoy en día se custodia en la Biblioteca Nacional de Madrid, se encontraba en el concejo del pueblo burgalés de Vivar. Allí realizó una copia del mismo un tal Juan Ruiz de Ulibarri y Leyva, movido quizá por su interés en recopilar materiales de importancia genealógica. Más tarde, en fecha desconocida, pasó al convento de Santa Clara de este mismo pueblo, de donde fue llevado a Madrid para que Tomás Antonio Sánchez hiciera la que sería primera edición de este poema, publicada en el año 1779 en la Colección de poesías castellanas anteriores al siglo XV. No obstante, el manuscrito no regresó jamás a su lugar de procedencia, pues el entonces secretario de Estado, Eugenio Llaguno, que era quien lo había solicitado en préstamo a Vivar, prefirió dejarlo mejor bajo su amparo. De sus herederos pasó al historiador Pascual Gayangos y de éste, a otros poseedores privados hasta que en el año 1960 la Fundación Juan March, mediante el pago de diez millones de pesetas, se lo compró a Roque Pidal, su último propietario.   

El manuscrito no es el ológrafo, sino una copia realizada en el siglo XIV, probablemente en su segunda mitad. El traslado pudo haberse efectuado con el original delante, si bien nada autoriza a garantizarlo, pues podría tratarse de un eslabón más de un cadena sucesiva de copias. El texto se inicia con los famosos versos “De los sos ojos tan fuertemientre lorando”, a los que tal vez precedían otros, ya que falta un folio al comienzo del manuscrito. Otros tres -dos en el interior del Cantar y uno al final- completan esta pérdida, por lo que los 3730 versos que tiene en la actualidad podrían ascender hasta cerca de los 3900. Está escrito sobre pergamino grueso, con letra gótica y de manera continua, es decir, sin separaciones entre series de versos que poseen la misma rima. Algunas palabras se leen con dificultad debido al paso del tiempo y al uso de reactivos por parte de sus editores, aunque, por lo general, la escritura del copista, de trazo marrón-rojizo, es bastante clara y no ofrece grandes problemas para su entendimiento.

En el explicit del poema aparece un nombre que revela la posible identidad de su ejecutor: “Per Abbat le escrivió en el mes de mayo”, palabras que señalan al copista, según parecen delatar todos los indicios, aunque uno no pueda dejar de hacerse también esta intrigante pregunta: ¿será su autor?

El CID EN LA PRIMERA CRÓNICA GENERAL

Así relata la Primera Crónica General, redactada con los materiales compilados por el rey Alfonso X el Sabio y sus colaboradores, las razones que impulsaron al rey Alfonso VI para desterrar a Rodrigo Díaz de Vivar. Se observa perfectamente cómo la “grand envidia” que hacia él sentían sus enemigos es destacada aquí para acusar al Cid y provocar la ira regia. El quebrantamiento de las paces a las que alude el texto no son otras que las treguas que el rey Alfonso VI había firmado con el reino moro de Toledo, que, a la postre, él mismo conquistaría en el 1085, unos cuatro años después de haber desterrado al Cid. El Cantar no recoge esta secuencia, sino que se inicia con la salida de Rodrigo Díaz y sus mesnadas del pueblo de Vivar, camino de Burgos para, al cabo de unos días, atravesar las fronteras del reino. Las palabras del Cid en uno de los primeros versos del poema recuerdan estas rencillas de la Corte: “¡Esto me an buelto mios enemigos malos!” Quizá el primer folio que falta en el Cantar contuviera esta escena referida por la crónica.

Quando esto sopo el rey don Alffonso, pesol mucho; et los ricos omnes que eran con ell, aviendo muy grand envidia al Çid, trabaiaronse de mezclarle otra vez con el rey don Alffonso, et dixierole: “señor, Roy Diaz que crebanto las pazes que nos aviedes firmadas con los moros, non lo fizo por al sinon por que matassen a vos et a nos”. El rey fue muy yrado por esta razón contral Çid, et crovoles quanto dizien, ca non le querie bien el rey por la yura quel tomara en Burgos sobre razón de la muerte del rey don Sancho, como avemos ya dicho; et envio luego sus cartas al Çid quel saliesse del regno. Roy Diaz quando ovo leydas las cartas, fue muy triste con aquellas nuevas et pesol muy de coraçon; pero non quiso y al fazer, ca non avie de plazo mas de nueve dias en que saliesse del regno.   

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