HUMOR Y BURLAS EN LA EDAD MEDIA

Pedro Centeno Belver

Hace apenas unos días, en un seminario especializado en literatura antigua, surgía espontáneamente una broma que consiguió arrancar una sonrisa entre los asistentes cuando me vino al pensamiento una imagen que, no por infrecuente o inusual, deja de ser menos cierta. Efectivamente, en ese momento extrapolaba la broma de la situación concreta en la que estábamos y la veía tal cual alguna que otra vez he asistido a alguna conversación entre economistas o abogados, en la que un comentario conseguía hacer reír al interlocutor sin que apenas pudiera yo percatarme de la gracia del asunto. Así, pues, vine a reflexionar cómo más allá del contexto en el que habitualmente nos desenvolvemos podríamos llegar a comprender en otra época uno de los actos más universales del hombre: la risa.

Porque, en realidad, no llegaba a imaginarme a casi ninguno de mis amigos o conocidos riendo una gracia sobre el indoeuropeo, ni tampoco se me hacía fácil abordar, a partir de ahí, una reflexión sobre el humor medieval sin causar la menor extrañeza en el lector que, una vez más, ha decidido descansar sus ojos sobre nuestras líneas. En efecto, que el hecho de la risa sea -más o menos- universal no quiere decir que siempre nos hayamos deleitado con los mismos motivos, si bien algunos de ellos perduran en nuestro subconsciente de generación en generación.

Por ejemplo, varios motivos humorísticos de la época greco-romana han dejado de ser tan divertidos por el cambio -afortunado- de sensibilidad. No hemos de olvidar que en el teatro de los últimos años de paganismo en el Imperio Romano se practicaban vejaciones impunemente sobre el escenario que, si bien condujeron a que la Iglesia vetara cualquier representación escénica, servían de deleite a los asistentes.

Sin embargo, no está de más recordar que la risa, la sonrisa y la carcajada son esenciales en el ser humano, y también, aunque a veces nos parezca mentira, lo era para el hombre medieval. En este sentido, es significativo cómo en la Edad Media se llegó a postular que Cristo no había sonreído nunca (de hecho es una de las ideas que más calan al leer El nombre de la rosa), con lo que podemos ver, una vez más, que una de las acciones más propias del hombre sirven, en este caso por defecto, para divinizar -si se me permite esta flagrante imprecisión- privando de los actos mundanos.

En este panorama, cuya moralidad se va haciendo más rígida, se siente el latido del hombre con los ingenios creadores que consiguen, de unas u otras maneras, con unos u otros fines, deleitar aprovechando la mayoría de las veces. Así, desde el propio cultivo de la fe podemos encontrar imágenes que, si bien no gozan de comicidad, como el martirio de San Lorenzo, sí aportan un toque humorístico al intervenir, en este caso el propio santo, solicitando que asen su otro costado.

La hagiografía, por tanto, ofrece una pincelada heroica que también, cómo no, está presente en las obras épicas, en las que no es infrecuente ver gestos timoratos de los rivales de los héroes. Esto debe entenderse también junto a la propia “dramatización” que realizaría el juglar al relatar el episodio en cuestión; veamos un ejemplo al comienzo de la tercera parte de nuestro Cantar de Mío Cid:

En gran miedo se vieron en medio de la corte;

embrazan los mantos los del Campeador

y cercan el escaño y se ponen sobre su señor.

Fernán González no vio allí donde se escondiese, ni cámara abierta ni torre;

metiose bajo el escaño, ¡tuvo tanto pavor!

Diego González por la puerta salió,

diciendo por la boca: Diego, ¡no veré a Carrión!

El miedo es, efectivamente, uno de los tópicos humorísticos recurrentes, como lo puede ser también la gula. En este sentido, ni los textos más crueles, como la Divina Comedia, se alejan de humorismos al uso y emplean hasta los elementos truculentos -los demonios- como vehículos de la chanza. De hecho, años más tarde la literatura española tendría un vívido ejemplo del diablo ridiculizado en El Diablo Cojuelo.

Sin dejar de lado la religión, encontramos en numerosas ocasiones explicaciones jocosas, como en esta ocasión nuestro amable Arcipreste de Hita, que explica qué es la Trinidad con uno de los relatos que recuerdo con más gracia de mi primera lectura de su Libro de Buen Amor:

Dis’: «Díxome, que con su dedo me quebrantaría el ojo,

d’esto ove grand pesar, e tomé grand enojo,

et respondile con saña, con ira e con cordojo:

que yo l’ quebrantaría ante todas las gentes

con dos dedos los ojos, con el pulgar los dientes.

Díxom’ luego após esto, que le parase mientes,

que me daría grand palmada en los oídos retinientes.

Yo l’ respondí, que l’ daría una tal puñada,

que en tiempo de su vida nunca la vies’ vengada.

Del Arcipreste serán también célebres sus andanzas con las mozas serranas haciendo gala de uno de los topos más comunes cuando de reír se trata. Efectivamente, la audacia femenina a la hora de engañar al marido o las artimañas de unos y otros para obtener placeres carnales no pasa desapercibido por la literatura europea medieval. Significativo es, sin embargo, ver cómo de los pudorosos versos de Virgilio surge un cento nuptialis de corte obsceno a base de solapar unos versos con otros.

Pero más allá de la audacia de Ausonio en elaborar este tipo de composición, como dice E.R. Curtius en su maravillosa obra Literatura Europea y Edad Media Latina, pocos temores hay mayores para un hombre medieval que el verse desnudo sin pretenderlo ante el público. Francamente, no creo que D. Juan Manuel pensara en los modistas más célebres de nuestra vanguardia a la hora de retratar la historia del traje invisible, que más tarde retomara Cervantes, pero se me antoja un cierto paralelismo -malicioso, eso sí- entre aquellos tiempos y los nuestros.

Como podemos ver, algunos de los elementos humorísticos de la Edad Media siguen vigentes hoy en día, cruzando nuestra literatura sin apenas percibirlo. No debo dejar escapar la ocasión de recordar que en la mayoría de las ocasiones esta “gracia” viene dada de la propia ficción creada en el relato, por lo que sería complejo hacer una antología de fragmentos chistosos sin que pierda su frescura. En efecto, no podemos tomar ningún pasaje de El Asno de Oro -que personalmente tengo entre mis obras favoritas-, como por ejemplo en el encuentro sexual que tiene con una joven descubriendo la “grandeza” de sus nuevos atributos, o del Satiricón, sin que algo quede en el tintero.

Del mismo modo, volviendo al medioevo, los pasajes en los que la rudeza de Kai cuando leemos a Chrètien de Troyes, los insultos de Carlomagno en el Cantar de Roldán cuando nos encontramos en el apogeo de la acción, la crítica a los clérigos en muchas otras obras o, como decíamos más arriba, la valentía de los santos en sus hagiografías, no se entienden sin su contexto literario. Ello sin obviar los múltiples relatos humorísticos de Boccaccio en el Decamerón o de Los Cuentos de Canterbury de Chaucer. Evidentemente, mucho más sencillo es observar estos fenómenos en lais o romances, por no decir fabliaux -donde el humor es casi una constante-, inclusive algunas fábulas, cuya consigna del delectare et prodesse se sigue de aquel genio llamado Esopo cuya anónima biografía me hizo saltar lágrimas en su lectura.

En definitiva, harían falta ríos de tinta para describir cuantos momentos hilarantes se descubren en la Edad Media. Placeres que, acompañados de las festivas costumbres del Archipoeta o, dicho de otro modo, disfrutados con un buen vino y unos cuantos mejores amigos nos dan la excusa ideal para adentrarnos en estas que consideramos nuestras letras y abandonar estas líneas en pos de una buena tertulia literaria cargada de humor.

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