SANGRE. ACERO. PLOMO

Sergio Guadalajara

Coro de la catedral de Toledo, con los grabados de la Guerra de Granada
Coro de la catedral de Toledo, con los grabados de la Guerra de Granada

Sangre. Acero. Plomo. Pólvora. Muerte: guerra, demasiada guerra. Desgraciadamente, la lucha y la autodestrucción son inherentes al ser humano. Son propias a su naturaleza. Y lo son también de la Historia, que no podría ser entendida sin tener en cuenta todos los conflictos bélicos que ha vivido a lo largo de su largo camino. En gran parte de ellos, España y sus ejércitos han tenido mucho que ver: los Reyes Católicos con sus innovaciones tácticas, los Austrias y sus temidos Tercios, el siglo XIX con toda su complejidad y el fatídico siglo XX, cargado de desolación.

Los arcos góticos de la catedral de Toledo atesoran, sin lugar a dudas, una de las más ricas representaciones de la guerra de Granada, en este caso en forma de bajorrelieve. Escena por escena, la vieja madera se convierte en la ventana por la que contemplar el pasado, un pasado terrible y sangriento. De este modo, reviven ante nuestros ojos  los asedios de las ciudades granadinas, su incendio a base del lanzamiento de pellas encendidas y su posterior bombardeo con la artillería más avanzada de la época. Estos tres sencillos pasos constituyen la base del éxito de la nueva táctica de guerra introducida por el rey Fernando el Católico en las campañas de Granada: conseguía, casi sin pérdida de hombres, que la población de la ciudad sometida a tal tortura obligase a la guarnición a rendirse, deseando salir de aquel infierno. Fue la primera guerra considerada como “moderna”, quizás gracias a la presencia de un ejército heterogéneo y permanente, al menos mucho más que los ejércitos medievales, movilizados únicamente por medio de levas para campañas de poca duración.

Precisamente, una de las épocas doradas del Ejército español dio sus primeros pasos en la referida Guerra de Granada, pues fue allí donde comenzó a establecerse la estructura de lo que, más tarde, derivaría en los Tercios. En Granada aún había ballesteros y hombres armados con espadas repartidos entre los piqueros, pero fueron sustituidos por arcabuceros, primero, y mosqueteros, a partir de 1567, cuando el Duque de Alba los introdujo en la célebre formación de un modo que se ha demostrado del todo acertado. No obstante, a pesar de los precedentes granadinos, los Tercios comenzaron a luchar como tales a partir de 1495 en las campañas de Nápoles, comandados por Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán. Combinaban dos de los grandes avances bélicos del momento: la supremacía de los piqueros contra la caballería, que en vano trataba de recuperar la gloria que tuvo durante la Edad Media, y la aparición de las armas de pólvora. Al principio, se utilizaba el arcabuz, dado que el mosquete no se inventó hasta unos años después; la principal diferencia entre ambos residía en que la distancia de alcance del mosquete era el doble que la del arcabuz, pero requería, por otra parte, de una horquilla montada sobre el suelo para poder utilizarlo con precisión, dado que era también mucho más pesado. Todo esto unido al menor precio y mayor movilidad del arcabuz hizo que el mosquete no lo sustituyese por completo en los campos de batalla europeos hasta bien entrado el siglo XVII.

Otra de las ventajas de los Tercios era el origen de sus soldados, alistados todos de forma voluntaria y por un tiempo indefinido, cobrando durante todo su servicio en activo un salario, lo que advierte la profesionalización que había sufrido el Ejército español. Pertenecían, además, a todas las nacionalidades englobadas dentro de los dominios de la monarquía hispánica, si bien es cierto que el núcleo más elitista y de más prestigio era el formado por españoles de la Península.

Participaron en las batallas clave de los siglos XVI y XVII, en general con bastante éxito, como por ejemplo en la batalla de San Quintín (1557), donde derrotaron de forma aplastante a las tropas francesas. Actuaron también en Portugal, logrando que pasase a formar parte de las posesiones de Felipe II. Su derrota más conocida y con más repercusiones (especialmente anímicas) fue la que sufrieron en Rocroi en 1643 frente al Ejército francés.

Los tercios en la batalla de Rocroi
Los tercios en la batalla de Rocroi

De esta forma, es evidente la aportación de España y su Ejército al progreso de la táctica y la tecnología bélica: una vez que quedó demostrado el enorme poderío de los Tercios españoles, derrotados en muy pocas ocasiones, los demás ejércitos del Viejo Continente trataron de adaptar su modo de lucha y su organización. Ciento cincuenta años fueron, aproximadamente, los que los Tercios fueron la unidad de referencia y la más temida por el enemigo. El primero fue el Tercio Viejo de Lombardía, creado en 1534 por Carlos V, pero hubo muchos, demasiados para poder nombrarlos aquí, como el Tercio de Spínola o el Tercio de Alburquerque. A finales del siglo XVII su decadencia era evidente y fueron disueltos en 1704 por Felipe V, que los sustituyó por escalas de mando tomadas del modelo francés, aportando armamento y tácticas nuevas.

El siglo XVIII, a pesar de su aparente túnica de clasicismo y mesura, no fue un siglo en el que la paz reinase entre las naciones europeas. Todo lo contrario: las guerras se multiplicaron; era la forma de dirimir las disputas internacionales desde hacía muchísimos años. Para España comenzó con su Guerra por la Sucesión (1700-1714) al trono español, una guerra civil en toda regla que estalló tras la muerte de Carlos II sin hijo varón. Se enfrentaron dos bandos, respaldados cada uno por media Europa, hasta que, finalmente, Felipe de Borbón, fue reconocido por el archiduque Carlos como el legítimo rey de España. Si éste último desistió en su empeño fue, de forma casi determinante, por su nombramiento como Emperador del Sacro Imperio y por la retirada del apoyo militar por parte de potencias europeas como Inglaterra, que no veían con buenos ojos que los Habsburgo acumulasen tanta influencia sobre el continente.

Una vez establecido el nuevo régimen, se introdujeron reformas en las instituciones y códigos que regían el país. En lo referente al campo militar y al de la política exterior, España se vio obligada a firmar el Tratado de Utrecht (1712-1714), por el que perdió sus territorios europeos además de Gibraltar y Menorca. La nueva monarquía borbónica impulsó la creación de una poderosa armada y consiguió que España se situase entre las potencias marítimas de referencia junto con Francia e Inglaterra. Con la primera firmó una serie de alianzas, secretas o del dominio público según la situación, conocidas como los “Pactos de familia”, por las que acordaron estrategias e intervenciones comunes en varias guerras europeas, como las de Austria o Polonia.

A pesar del intento “pacificador” de Fernando VI (no hay que olvidar el fortalecimiento del Ejército español durante este periodo y la disputa con Portugal por la Colonia del Sacramento), su sucesor, Carlos III, tuvo que gestionar otra nueva etapa de participación en guerras, como la Guerra de los Siete Años (1756-1763) o la Guerra de la Independencia de EE.UU (1776-1783). Fue con Carlos IV y su célebre secretario personal, Manuel Godoy, con el que las heridas de la guerra volverían a alcanzar a España precisamente desde su corazón: Madrid. Como bien es conocido, el 2 de mayo de 1808 el pueblo de Madrid se sublevó ante lo que consideraban una invasión francesa en toda regla (es necesario recordar que en estos momentos la cabeza del Estado francés era Napoleón). Carlos IV y su heredero, el futuro Fernando VII, se encontraban fuera del país y, la nación, vagaba sin rumbo.

Bailén, Ocaña, Somosierra, Los Arapiles, San Marcial… nombres de batallas que pasaron a la Historia, con diferentes vencedores y contendientes en cada una de ellas. No obstante, la importancia del Ejército español en este difícil periodo residió precisamente en la capacidad que tuvo para organizarse y hostigar a las tropas franceses cuando más sumido en el caos se encontraba: los españoles fuimos los creadores de la guerra de guerrillas.

Un soldado francés se alejaba de su columna: era eliminado; un contingente viajaba para transmitir órdenes y mensajes: era cazado en una emboscada; la retaguardia se relajaba: aparecía muerta y sanguinolenta. Los hombres de Napoleón estaban realmente atemorizados por esas sombras vengadoras que atacaban y se retiraban instantáneamente, sumiéndoles en la confusión. Se aseguraban un lugar propicio para sus emboscadas y la superioridad numérica. Quién sabe cuál hubiese sido el rumbo de la Guerra de la Independencia de no haber sido por estos irreductibles guerrilleros.

Rendición de Bailén
Rendición de Bailén

Otra “guerra de guerrillas”, ya que creo que puede recibir este calificativo, se desarrolló durante todo el siglo XIX en España y su panorama político. Estoy refiriéndome, como es evidente, a los pronunciamientos protagonizados por tantos generales del Ejército español: Riego, O’Donnell, Espartero, Pavía.. sólo son los más conocidos. Unos defendían las ideas más progresistas y otros las más moderadas, de modo que cada vez que triunfaba un pronunciamiento, el poder pasaba al bando contrario. Este clima de inestabilidad, dominante durante la época decimonónica fue coetáneo a las guerras carlistas, originadas tras la muerte de Fernando VII por su polémica decisión de derogar la ley sálica para que su hija Isabel fuese reina. Su hermano, Carlos María Isidro, primero, y luego sus descendientes, representaron la ideología ultraconservadora del país frente al liberalismo. Tuvo más presencia en el Norte, pero fracasó.

Abreviando en esta última parte del estudio, es realmente significativo destacar la decadencia del Ejército español a finales del siglo XIX y principios del siglo XX, manifestada en los grandes desastres del 98 (pérdida de Cuba y Filipinas) y en la costosa guerra de Marruecos. Estos hechos favorecieron, en gran medida, el malestar reinante en el país y, especialmente, en el ejército, que se sentía traicionado por los políticos. Pero ya hemos visto que la intromisión del ejército en los poderes político, legislativo y ejecutivo de la nación fueron algo a lo que los españoles estaban habituados. No nos debe extrañar el rumbo que tomó la Historia.

Evidentemente, el golpe de Estado de Primo de Rivera (1923), tiene mucho que ver con todo esto. Como cualquier dictadura, otorgó suma importancia al ejército, que estaba cada vez más presente en la vida pública. Tanto caló la militarización que fue creada la Falange Española, un partido político ultraderechista y de organización paramilitar. Tras los ocho años que duró la Segunda República en el poder (1931-1939) y debido al incremento de ese descontento por parte de los mandos militares y al temor por el avance del comunismo, Mola y Franco protagonizaron un golpe de estado, que derivó en la triste Guerra Civil (1936-1939), en la que se vieron implicados los ejércitos leales a la República y los rebeldes, defensores de la vuelta al tradicionalismo. El Ejército y el país entero quedaron divididos ideológicamente. Una vez asentado Franco en el poder, la presencia de lo militar en lo público fue permanente hasta la Transición. Millones de españoles han sufrido lo que aquí intento resumir, pasando un año de su vida en un cuartel, quién sabe para qué.

Es cierto que la intervención del ejército fue otra completamente distinta y se centró únicamente en el Sáhara (Sidi Ifni, 1957-1958), pero éste tampoco fue movilizado para detener la Marcha Verde (1975), con la consiguiente anexión de Marruecos del territorio hasta entonces español. Afortunadamente, el papel del Ejército de España ha cambiado de forma drástica durante la última década: de pasar de ser un elemento de control y represión, se ha convertido en un instrumento de ayuda, que ha acudido a numerosos países con problemas, simplemente para auxiliarlos y darles un futuro mejor.

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