EL MANCO DE LEPANTO

Pedro Centeno Belver

El “invitado” de este mes a nuestra sección es una visita obligada por cuanto supuso un impulso mediático a la novela histórica, que aún daba sus primeros pasos en España, pero acaso lo sea más su novela por cuanto está protagonizada (si es que acaso podemos decirlo así, ya veremos por qué) por uno de los más grandes escritores de la literatura universal y el más grande de las letras españolas, Miguel de Cervantes. El manco de Lepanto es una novela histórica de aventuras que, escrita por Manuel Fernández y González, supone una más que discreta representación de su producción literaria (muy prolija, por cierto). Sin embargo, puede ser una buena ocasión este mes de abril, en que celebramos el día del libro (y de Cervantes -y Shakespeare-) para tratar de esta novela, que no pasará a la gran Historia de la literatura por sus méritos, que son bastante pocos, pero que sí es lo suficientemente entretenida como para pasar un par de tardes disfrutando de un desconocido Cervantes.

Como no puede ser de otra manera, nuestra novela está ambientada en la juventud del poeta, dramaturgo y, sobre todo, novelista alcalaíno, en un siglo XVI que bien podría ser otro por la poca atención que se presta a los detalles históricos. La presencia de personajes reales apenas se limita a menciones y la construcción de la personalidad de nuestro Cervantes está basada en todos los estereotipos habidos y por haber de cualquier habitante del mencionado siglo visto a los ojos de un romántico algo “pasado”. Sin embargo, todo lo que a nuestro parecer pueden ser deméritos, acaso fueran en su día los méritos que catapultaron a una fama sin par al escritor sevillano. Así, Miguel de Cervantes, que acaso pierda por su fama el “don” al que nos tienen acostumbrados otras novelas de la época, es un joven pendenciero que no tiene problemas con el amor. Su retrato, avanzados tres o cuatro capítulos de la novela, dista mucho de aquel que podemos leer en la inmejorable introducción a las Novelas Ejemplares, y el talante quebradizo del protagonista poco o nada nos evoca a la figurada vida del escritor que emana de sus obras.

Entre las pequeñas menciones de interés que podemos hallar en esta obra, nos encontramos con alguna reflexión, no demasiado elaborada -hay que decirlo-, sobre la obra del alcalaíno. Además, un buen detalle es que aparece nuestro autor, pese a las menciones a su gran obra, como un poeta primerizo que circula por los legajos habituales de la época.

La construcción de los personajes es tan pobre que se limita a un anecdotario de historias pasadas y presentes, cargadas de impulsos amorosos, generalmente hacia nuestro seductor. Así, dos de las doncellas presentes en la obra, Margarita y Guiomar, son tan planas que apenas parecen siquiera de cartón-piedra. Ambas caen vencidas por amor ante don Miguel y éste muestra cierta afición por las dos, aunque más por la segunda, lo que deriva en una excusa más para fortalecer el enredo con el que mantener la tensión.

Así, hasta bien mediada la novela, todo transcurre como un cúmulo de anécdotas y sucesos, uno tras otro, que llevan a nuestros personajes a las historias más típicas que pudieran contarse en cualquier comedia del Siglo de Oro, en cualquier folletín de la época y, cómo no, en cualquier serie de televisión de escasa o nula calidad. En consecuencia, no puede faltar el típico maniqueísmo que conduce al lector ante un personaje de cierto mérito y mejor posición social, pero con una maldad insalubre que contamina a los protagonistas y les conduce hacia la venganza. En esta ocasión tenemos a un pretendiente que trata de burlar a la madre de Guiomar y que consigue los favores de una criada de esta (con el convencimiento de que es la propia pretendida), de manera que la fama, esa diosa terrible, conduce a la tragedia a las dos principales doncellas y a un buen número de páginas, preñadas de diálogos hábilmente trazados. Tan hábilmente que recuerdan a los heroicos discursos de los grandes generales griegos narrados por los historiadores que, con estar bien escritos, no dejan de ser muy artificiales.

Efectivamente, los diálogos ocupan una buena parte de las narraciones, toda vez que facilita el discurso en primera persona, añade mayor dramatismo y genera una tensión en el lector, que “habla” con los personajes. Pero las reconstrucciones que hace Guiomar de su pasado son, cuando menos, sospechosas para cualquier lector medianamente cultivado y no muy dispuesto a las rupturas con la verosimilitud.

Así pues, tenemos una novela bastante discreta, pero que no deja de tener interés por la aparición de un Miguel de Cervantes un tanto diferente, aunque tampoco demasiado alejado tampoco por ciertas puntadas históricas que sí le da Fernández y González. No obstante, hasta bien avanzada la novela, tenemos la sensación de que si en lugar de llamarse “Miguel de Cervantes” se hubiera llamado de cualquier otro modo, perfectamente podría haber sido la misma novela. Hasta tal punto son poco significativos los matices que se le dan al personaje. De haber sido ese el caso, probablemente este mes hubiéramos tratado de otra novela; pero como no fue así, te invito, querido lector, a pasar un rato entretenido y, por qué no, agradable, con una buena prosa (fluida y suficientemente decorosa), una historia que mantiene por momentos la tensión narrativa y, en fin, con una novela para no pensar demasiado, que también, de vez en cuando, es recomendable.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Scroll al inicio