EL NOMBRE DE LA ROSA

Pedro Centeno Belver

el_nombre_de_la_rosa_1_56_33_000Hace ya diez años que leí por primera vez la novela que en esta ocasión traemos a estas páginas y, aunque la perspectiva en este tiempo –nuevas lecturas y nuevas experiencias- varía la concepción de la propia obra, he de reconocer que en esta ocasión esta distancia únicamente sirve para enriquecer cada una de las páginas que llenan esta gran narración histórica.

Hace menos tiempo, concretamente en el primer número de esta revista, Juan Angulo, nuestro crítico de cine, hizo algunas consideraciones sobre la cinta homónima basada en el libro de Umberto Eco El nombre de la rosa. Evidentemente –y como él mismo señala- cualquier comparación entre una y otra obras es indeseable, sobre todo porque partimos de diferentes concepciones del arte. En efecto, la versión cinematográfica se pliega al hilo detectivesco, pero reducir exclusivamente la novela a su argumento supondría lo mismo que despojar a la rosa de todos los pétalos que la recubren.

En primer lugar porque Eco, en 1980, cuando publica su primera novela –que no es otra que de la que hablamos-, ya destacaba en los círculos filosóficos por sus teorías sobre semiótica e interpretación. El vínculo que esta disciplina filosófica tiene con la literatura es evidente y palpable en la novela. De hecho, en más de una ocasión aparecen los esfuerzos interpretativos (desde los signos a la traducción griego-latín del segundo libro de la Poética de Aristóteles), como también ideas sobre el arte, la literatura o, cómo no, la religión.

Esto permite afirmar que Eco tenía una concepción muy concreta de su novela, basada en su extraordinaria documentación y que pretendía comunicar muchas más cosas que una mera historia detectivesca. Eso sí, sin eludirla tampoco. Ahora bien, ¿cuál es el motivo por el cual un filósofo transforma su discurso a la prosa de ficción? Evidentemente, una razón interesante la da su propia teoría del autor-lector, además del desplazamiento de intenciones que el escritor puede ceder a sus personajes, que podrán realizar apreciaciones completamente nuevas sobre estética, literatura, costumbres…

Otro buen motivo es, sin duda, la posibilidad de penetrar en el pensamiento de otra época -el propio Eco confiesa que conoce mejor el pasado que el presente, que le llega prácticamente por la televisión, y lo demuestra con una elegancia sublime, con precisión y armonía en El nombre de la rosa.

485405_616630241699900_412389245_nSin embargo, como siempre, todo resulta más sencillo si atendemos a la propia confesión del autor: en sus Apostillas dice “escribí una novela porque tuve ganas”. Esta afirmación, que de por sí parece tautológica, se completa con que “tenía ganas de envenenar a un monje”, dándonos las claves del germen de la obra, aunque no de  su construcción.

Nada en esta novela es accidental porque responde a un esquema exacto y bien desarrollado. Todos los puntos, cuantos temas se tratan, se emplean para introducir al lector en el pensamiento de los personajes y, por tanto, de su época. Adso tampoco es ajeno a este tipo de fenómenos y escribe y piensa como un monje ajeno a la revolución de la lengua vulgar –como se indica en la nota introductoria previa al prólogo-. Por tanto, estamos ante problemas de una índole mucho mayor que la mera narración de una serie de desapariciones convertidas en asesinato.

Ciertamente, por un lado están los métodos de investigación –ligarlos a la lógica aristotélica por los métodos de inducción-deducción sería rizar el rizo cuando Eco muestra abiertamente su simpatía hacia las historias de Conan Doyle-, pero el propio autor en las citadas Apostillas deja ver que, en realidad, descubrimientos hay pocos y –también es cierto- Guillermo sale derrotado. Además, por otro lado, está el propósito de entretener al lector, de divertirle, a lo que evidentemente contribuye la intriga.

No me cabe la menor duda de que quien visita estas páginas sabe exactamente a qué se refiere Eco con esta intención, que a la postre ha constituido una importante línea a seguir por los escritores de novela histórica, no siempre con acierto, eso sí. El nombre de la rosa no tardó en convertirse en lo que convencionalmente llamamos best-seller, pero su extraordinaria concepción, su sentido artístico, su perfección documental, la cantidad de problemas –en el sentido bueno de la palabra- que plantea a los que nos dedicamos en mayor o menor medida a la teoría de la literatura, estas cualidades, digo, hacen que se me atragante este calificativo a la hora de tildar a esta novela.

RosaAsí, una vez pasada la moda de libros como El código da Vinci, y aún con el revuelo de la segunda parte de la novela sobre la construcción de una catedral, narraciones centradas en la historia o argumento de la obra –una muy distinta de las otras, cierto es-, pero muy descuidadas en los aspectos formales –tal vez la segunda mejor documentada- y con propósitos –creo que eso es indiscutible- muy dispares a los de Eco, por no añadir que mal escritas; pasada la moda, pues, pierden gran parte de su vigencia mientras El nombre de la rosa sigue brillando con todo su esplendor. La razón es bien sencilla: Umberto Eco escribe una novela desde el pasado y con un propósito muy distinto al de vender el máximo de ejemplares posible –cierto es que Eco aún no tenía construida su “cartera de clientes” para cuando escribió su obra, mientras que Follett sí.

La técnica del autor italiano es exquisita, cuida el lenguaje y describe minuciosamente. Las conversaciones, también abundantes como en toda buena novela de intriga, ayudan a penetrar en los propósitos de Guillermo y en la mentalidad de cada uno de los personajes. Se recurre frecuentemente a términos latinos, pero en pocas ocasiones se llegan a hacer prolijos, de modo que viene a resultar un ajuar de lujo para la prosa.

En definitiva, esta obra es un tributo a la Edad Media y una pieza indispensable en la colección de novela histórica que desde esta sección venimos confeccionando. No solo por su destacada ambientación, su amenidad –en ocasiones no se escapa de cierta morosidad-, sino, como venimos diciendo, por su construcción: las primeras líneas de la novela “Naturalmente, un manuscrito” nos lanzan, con osadía incluso, a una larga tradición en toda la novelística europea.

Ahora bien, al lector le corresponde ser autor de la novela, tomar las riendas de su historia y hacer suya esta extraordinaria obra. Escribirla para sí, con todo lo que le va a aportar, o reescribirla –hay que reconocer que se trata de un volumen que se disfrutará más en una relectura intensa-. Personalmente, no creo que sea la última vez que lea, que me haga autor de esta novela. Lo que sí tengo claro es que, al cerrar de nuevo la última página diré, con Eco, que fue “porque tuve ganas”.

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