SALAMBÓ

Pedro Centeno Belver

No espere el lector un plácido viaje a través del tiempo al surcar las páginas de la novela que propongo en esta ocasión, Salambó, de uno de los más ilustres escritores que dominan en el panorama novelístico europeo, Gustave Flaubert. Más tarde habremos de analizar por qué una obra de tanta calidad como esta a la que atendemos no es de tan frecuente lectura como otras, ya clásicas, en el terreno de la novela histórica, pero más allá de que en cierto modo esté eclipsada por el gigantesco apellido de “la” Bovary, no podemos dejar de considerarla como un hito en el panorama narrativo de corte histórico.

Nos trasladamos, por tanto, al final de la Primera Guerra Púnica, esto es, al siglo III a. C. La trascendencia de esta guerra cobrará su valor en la fortaleza interior y exterior de que queda dotada Roma en lo que comenzará a ser su imperio. Ahora bien, las consecuencias para Cartago, la ciudad en la que transcurren los hechos que se narran, desencadenarán en revueltas internas debidas a su incapacidad de recompensar a los soldados que habían luchado por ella.

Con este trasfondo, podemos afirmar que posiblemente en pocas ocasiones podremos sentirnos más sumergidos en la Historia (con mayúsculas) como en las páginas de Salambó. Es célebre el épico esfuerzo que realizó Flaubert para documentarse con el propósito de escribir esta novela, pero, independientemente de ello, incluso en aquellos detalles de los que no podemos aseverar con certeza que así sucedieron, se respira aire cartaginés. En este sentido, los ataques con elefantes, la vestimenta, los enseres, los jardines y hasta el físico de los personajes se detallan con envidiable precisión, además de una riqueza ejemplar.

La rudeza, brutalidad y, en ocasiones, la sinrazón de los guerreros se plasma con fuerza en los banquetes con desesperante habilidad. Así, se hace deliciosa la actitud de los mercenarios ante el más mínimo desencadenante. Un sacrificio humano apenas cobra importancia cuando algunas páginas antes el lector puede asistir a varios asesinatos o en otra ocasión se hace un “repaso” a los soldados lisiados.

La historia es lineal y gira en torno a las figuras de Matho y Salambó. El primero, uno de los líderes del bando sublevado se encapricha de Salambó, que aparece como mujer consagrada (y, por ende, virgen) con ciertos aires mágicos y, por qué no, de divinidad: en una de las primeras apariciones de nuestra protagonista, sus oraciones bajo la luna son escuchadas por los aguerridos guerreros con suma admiración. Con el objetivo de conquistarla (o de matarla, como dice en algún momento), el fuerte guerrero roba el zaimpf, prenda de culto que obsesionaba a la hija de Amílcar Barca. El tratamiento a ambos personajes es bastante objetivo y, si bien muestran ciertas pasiones (entiéndanse más allá del sentido amoroso), no se puede hablar de un maniqueísmo manifiesto. Es más, su conducta es coherente con la de los demás personajes, como es propio de la técnica realista.

Asimismo, sorprenden el dominio de la mitología, como de las costumbres, de que presume Flaubert. Los personajes hablan con mucha naturalidad empleándolos con tan admirable sencillez como pesado se torna en ocasiones su empleo afectado en otros novelistas con divinidades más conocidas.

Independientemente de leyendas que se le asocien por las que pudo estar una serie de días sin comer para contar “de primera mano” cómo se sentirían los soldados, sí es cierto que de su viaje a la ciudad debió sacar más provecho que el de las descripciones, en todo momento magníficas, por cierto. Además de ello, los banquetes y el hidromiel entre los guerreros, como también su barbarismo, su poca compasión, brutalidad a veces, nos evocan la dureza de la situación con tanta brillantez como crudeza.

Porque las escenas bélicas se detallan con precisión casi fílmica, en tanto que “la aventura” de Matho junto a Spendius para robar el zaimpf permite disfrutar, si no de la belleza de los aposentos de Salambó que en otro lugar muestra, sí de la lúgubre descripción de la noche.

Con un desarrollo de la historia, como dijimos arriba, lineal, es destacable la técnica de la novela. Apenas ofrece fisuras y en todo momento la verosimilitud es total, aunque en ocasiones adolezca de poco dinamismo por la minuciosidad de los detalles. Sin embargo, este hecho es justificable en un momento en el que la novela realista, treinta y dos años después de la publicación de Rojo y Negro, domina la estética francesa.

En conclusión, estamos ante una novela magnífica e imprescindible para todo amante de la novela histórica; sin embargo, como anunciábamos al principio, si cuestionamos a cualquier lector por el título de una obra de Flaubert, e incluso por una novela histórica, pocas veces saldrá el nombre de esta obra. La poca justicia con esta novela puede venir dada por la morosidad de la acción a que acabamos de hacer referencia, pues hemos de avanzar casi cien páginas hasta encontrarnos con el famoso robo (que, por otra parte, es un recurso muy interesante del novelista, que emplea recordando motivos clásicos a la hora de aducir que los cartagineses se desolarían al haber perdido el divino objeto).

Por otro lado, el gran logro de Flaubert, el transportarnos plenamente al siglo III, puede ser una rémora por la poca familiaridad con los dioses a que se hace mención, con la actitud de los protagonistas o, en otro orden de cuestiones, porque muchos de los problemas que se plantean no son extrapolables a la vida moderna. Sin embargo, este es uno de los más grandes logros del novelista-historiador, que apuesta ciegamente por el rigor y nos regala, sin más preámbulos, un pedazo de historia para disfrutar.

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