VERDAD Y MENTIRA EN LA NOVELA HISTÓRICA MEDIEVAL

Sabino Fernández

Ricardo-I
Ricardo I

Igual que en la actualidad se vive el fenómeno de la mitomanía y nos presentan como grandes personajes a Madonna, Paulina Rubio o Adrian Brody, y luego llega la María Patiño de turno y nos los derriba diciendo que aquella es una mala madre, la otra una drogadicta o el otro un conductor suicida, así sucede, aunque a menor escala periodística, por supuesto, con nuestros personajes medievales.

Por ello me van a permitir que me convierta en el Mariñas del medievo, eso sí con mejor gusto vistiendo las camisas, y les desmonte algunos mitos de la novela histórica medieval.

Son numerosas las novelas dedicadas central o colateralmente a Ricardo Corazón de León. Desde Walter Scott hasta más modernamente Gore Vidal en su En busca del rey, se le suele retratar como un valiente guerrero, siempre victorioso, fiel hijo y fiel marido y que reinó para mayor gloria de Inglaterra defendiendo a la población autóctona anglosajona de los rapaces normandos.

Para empezar, el tal sujeto era un fiel representante de la élite normanda que su ancestro Guillermo el Conquistador había trasladado como señores indiscutibles del reino de Inglaterra; por todo ello no solo no apoyó a los anglosajones sino que cada vez trasladó más tropas normandas a la zona y el control fue más fuerte. Por otro lado, él siempre se sintió normando e incluso más francés que inglés, puesto que gustaba más del estilo y el idioma francés de la época. Lo de fiel hijo, por supuesto, también es mentira. En varias ocasiones se alió con su madre, Leonor de Aquitania, en contra de su padre, Enrique II, y fue tan variable que cambió numerosas veces de bando según le fuera conviniendo en los enfrentamientos entre sus hermanos y su padre.

Según todas las crónicas era un poco «lila» y por tanto buscó todas las disculpas posibles para no casarse. Cuando su madre poco menos que lo obligó a contraer matrimonio, desatendió olímpicamente a su esposa, teniéndola casi como elemento decorativo. Por supuesto, no tuvo hijos, y es dudoso que incluso consumara su matrimonio. Es cierto que emprendió una cruzada, la tercera, pero no ganó ninguna batalla de importancia, siendo tal cruzada un completo fracaso y para más inri se mostró mucho más caballeroso y menos cruel su enemigo pagano Saladino. No hay que olvidar que nuestro valiente caballero ejecutó sin razón a varios prisioneros, lo que acabó con la paciencia del kurdo. En Francia otro tanto de lo mismo, pues siempre fue a remolque del astuto Felipe Augusto, rey francés del momento, y sentó las bases de la terrible derrota que luego su hermano Juan sin Tierra consumaría, éste sí con mala prensa desde su nacimiento.

Alguno dirá: ¡qué fácil meterse con la pérfida Albión! ¿Por qué no se mete con algún héroe patrio? Pues sí también tenemos nuestros trapillos sucios y cual Lydia Lozano impertinente voy a resucitar a un muerto que ganó batallas en tal condición.

No es otro que nuestro Cid Campeador, que es presentado en muchas novelas históricas, sin duda basadas en el Cantar del mio Cid, como adalid del cristianismo, fiel vasallo «si tuviera buen rey» y, como ya dije, guerrero más allá de la muerte. Ni que decir tiene que no ganó ninguna batalla después de muerto. Más bien Valencia cayó en manos de los musulmanes tras su deceso y no hubo tal victoria por ninguna parte. Lo de fiel vasallo es bastante dudoso. Es cierto que fue partidario del asesinado Sancho de Castilla y que, llegado Alfonso VI al trono unificado de Castilla, León y Galicia, no fue de los hombres de confianza del nuevo rey, precisamente por su afinidad con su hermano fallecido.

Pero podría haberse mantenido en un segundo plano o apoyar a otros reyes cristianos si tan fiel defensor de la cruz era. El hecho es que luchó numerosas veces a favor de los reyes de taifas musulmanes y fue más bien un mercenario a sueldo de su época, que viéndose con un grupo fiel y aguerrido aprovechó la situación de una España desmembrada para ir sacando partido y hacerse un «huequecito» creando su propio reino, que, en ningún momento, fue vasallo del castellano-leonés, sino más bien a todas luces independiente. Lo de darle agua a un ciego puede ser, que tampoco vamos a desmentir a Charlton Heston.

Carlos Magno,
Carlomagno

Coronación de Carlomagno en el año 800 Ya puestos en harina, vamos por los franceses. Para la novela histórica, Carlomagno fue un chavalote alto, rubio, bien formado, culto y elegante que unificó a base de cultura lo que hoy son Francia, Italia y Alemania y algún territorio más, marido fiel, hombre íntegro, amante de la familia y otras lindezas.

Pero no es oro todo lo que reluce y para empezar es bastante dudoso que fuera un buen mozo. De hecho, las fuentes que no son cortesanas lo describen como bajito y rechoncho. No hay que olvidar que tenía un antepasado apodado El Breve, probablemente por su corta estatura. En cuanto a cultura apenas sabía leer y escribir y, aunque es cierto que se rodeó de ciertos intelectuales que propiciaron el llamado «renacimiento carolingio», no fue su aportación precisamente la más destacada.

La expansión de su reino empezó con la desposesión a sus sobrinos del derecho al trono que legítimamente les correspondía, haciendo un imperio a base de una limpieza étnica brutal en especial con los resistentes sajones que le llevó varias campañas de exterminio y deportaciones. A pesar de ser cristiano y por tanto permitírsele sólo una esposa, mantuvo a numerosas concubinas en su palacio, de los que engendró algún que otro bastardo. Se decía que amaba desaforadamente a sus hijas, hasta el punto de ser dudosa su relación con ellas, y que por eso no las permitió casarse. Desde luego eso era amor filial, pero no sé si lo aprobaría totalmente la iglesia católica, del que se decía un gran defensor.

Echados por tierra un español, un francés y un inglés, como en los chistes malos, sólo me queda ir por un alemán. Es este Federico II, el llamado «el asombro del mundo». En novelas y biografías es presentado como un adelantado a su tiempo, adalid de la cristiandad, unificador de Alemania, dominador de Italia, de extraordinaria cultura y creador de un verdadero imperio. Bueno, sin quitarle algunos valores, diremos que fue un huérfano temprano, criado en Sicilia bajo la protección del Papa, al que luego poco agradecimiento le mostraría. Por tanto era, según la concepción moderna, un siciliano, y según la antigua, más ajustada a la realidad, un normando, descendiente de los compatriotas que habían conquistado la isla. Federico II y su corte

Su ascendencia germánica le venía por su padre, al que no conoció conscientemente y le sirvió para nombrarse emperador con el apoyo papal. Dicen que su corte parecía un harén oriental y eran numerosísimas las hembras que mantenía, asemejándose más a un sultán que a un emperador cristiano. Contrariamente a lo que se piensa no logró ninguna victoria en las cruzadas, pues obtuvo todos sus logros con negociaciones y bastante oro encima de la mesa. Era bastante cobarde en batalla y tuvo serios reveses en el norte de Italia contra tropas bastante inferiores en número y calidad. Era de temperamento brutalmente irascible y no dudaba en torturar hombres y mujeres para probar sus experimentos, pues eso sí, era más amante de la magia y la nigromancia que de la cultura. En sus últimos años su imperio estaba prácticamente desmembrado, tenía enemigos hasta en la sopa y a su muerte todo se rompió en mil pedazos.

Una vez echados por tierra cuatro mitos medievales les diré que, como ocurre con la prensa rosa, la fiabilidad de las fuentes es dudosa y el cronista tiende siempre a la hipérbole, pues de lo que se trata es de vender revistas o tener una audiencia que nos permita seguir comiendo. Por todo ello, si a ustedes les gustan estos personajes, seguro que algunas cosas buenas les encontrarán.

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